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La necesidad de romper patrones en las negociaciones por Venezuela

La actualidad de la emergencia extrema que vive Venezuela (luce cada vez más incorrecto hablar de crisis para un colapso largamente incubado, muy previsible y crónico en potencia) ha estado marcada durante los últimos meses por las expectativas que generan los diálogos y negociaciones conducidos en Noruega, Barbados y otras locaciones.

No es la primera vez que ello ocurre. En varias oportunidades, y generalmente cuando la estabilidad del régimen revolucionario se ha visto amenazada, la opción del diálogo facilitado por terceros ha emergido para ayudar a calmar los ánimos.

El patrón es recurrente. La revolución, como tal, avanza, y lo hace vulnerando los límites constitucionales que ella misma se dio en 1999. Las fuerzas de oposición y la población que sufre las consecuencias del proyecto revolucionario se resisten, emplean hasta donde se puede los mecanismos institucionales y, cuando estos se ven bloqueados, se movilizan en las calles. Se produce entonces, más que un conflicto violento, la represión violenta del Estado y de grupos paramilitares afines a la revolución. Se cometen masivas violaciones de derechos humanos. El hecho despierta inquietudes en el seno de las fuerzas armadas y en la comunidad internacional, y se recurre entonces a negociaciones directas que ayudan a bajar las tensiones.

En cada ocasión se presentan nuevos elementos, actores y modalidades de diálogo. Sin embargo, el resultado hasta ahora ha sido siempre el mismo: las aguas se calman, la revolución recobra una mínima estabilidad y al poco tiempo eventualmente retoma su inexorable propensión hacia el control absoluto. Un control omnímodo y de naturaleza totalitaria que, dicho sea de paso, se manifiesta en decisiones de gobierno que condujeron a Venezuela a una insólita depauperación. Durante años la situación ha ido empeorando, hasta convertirse finalmente en un problema de repercusiones regionales que demanda (¿quizás ahora sí) un tratamiento más definitivo.

Sin embargo, se tiende a insistir una y otra vez en el diálogo facilitado por terceros, por varias razones. Por un lado, a nadie convienen los estallidos de violencia. Mientras quienes retan al Estado están desarmados y sufren la represión en carne propia, quienes gobiernan saben que la desobediencia continua mina la legitimidad que todo régimen requiere para mantener su vigencia. La comunidad internacional, por su parte, procura la estabilidad que toda violencia tiende a socavar. Por otro lado, la solución pacífica y negociada es lo que dicta la conciencia y el sentido común a toda persona sensata, y sobre todo a quienes no quieren ver mayor sufrimiento en Venezuela.

Desde esa sensatez se insiste en buscar un punto de acuerdo, una visión compartida, una solución aceptable para los grupos en conflicto. Se ha intentado en 2002-2004, cuando Hugo Chávez era presidente, con el apoyo de la OEA y el Centro Carter, y se ha intentado al menos cuatro veces con Nicolás Maduro en el poder. No obstante, y hasta ahora, el resultado de todos estos intentos ha seguido siendo la desmovilización de la oposición, su reinserción en la institucionalidad viciada que controla el chavismo, y el consiguiente reequilibramiento de su régimen autocrático.

Dicho patrón es tan pertinaz que la misma palabra diálogo se ha convertido en objeto de suspicacia para buena parte de la población venezolana. La otra parte suele insistir en las virtudes generales del diálogo como mecanismo para la solución de controversias. Y así, la defensa de posiciones y actitudes a menudo complica el examen de la realidad concreta. Lo que esta nos muestra no es que el diálogo sea positivo o negativo en sí mismo, sino que las modalidades facilitadas por terceros que se han aplicado en Venezuela no han demostrado ser exitosas, al menos para quienes aspiran no solo a la calma relativa sino también al restablecimiento de un régimen democrático que permita implementar, además, políticas radicalmente distintas a las que produjeron la actual emergencia humanitaria.

Uno de los problemas que se repiten en estos diálogos y negociaciones es la percepción, por parte de actores y comentaristas relevantes, de que los sectores enfrentados son equivalentes, así como la insistencia en abordar el conflicto de ese modo. Cuando los grupos que se enfrentan en un contexto de aguda polarización muestran posiciones y comportamientos relativamente equivalentes (ambos tienen objetivos netamente políticos, enarbolan una idea del bien común, se preocupan por la gente y se sienten en alguna medida responsables por su suerte, experimentan bajas en sus filas y las provocan en sus adversarios, aspiran a instaurar un sistema axiológico o normativo, etc.), la generación del espacio de acuerdo puede ser sumamente ardua, pero los intereses de ambos grupos tienden a poder ser expresados dentro de una misma gramática, por así decirlo.

En ese tipo de circunstancias, la búsqueda de un punto medio o modus vivendi de tolerancia mutua puede y suele tener algún mínimo sentido. ¿Pero qué pasa cuando quien maneja las armas no muestra interés por la gente, propicia una emergencia humanitaria compleja con sus políticas, desatiende sus propias ideas acerca del bien común, diluye el monopolio de la violencia por parte de la fuerza pública, ha estructurado un sistema de expolio de dimensiones descomunales y afronta cargos por delitos de todo tipo (no solo de carácter político) en diversos países? ¿Qué pasa cuando quienes se enfrentan a estos actores son básicamente ciudadanos desprovistos de sus derechos y de la posibilidad de ejercer violencia? ¿Cuál ha de ser el papel de terceros en esta tesitura, sobre todo si entre estos terceros hay, al mismo tiempo, aliados de los ciudadanos y aliados de quienes pueden ejercer la violencia?

A estas alturas es un error abordar el conflicto venezolano como si estuviera marcado por una profunda polarización. El chavismo ha ido perdiendo la condición de proyecto político que alguna vez tuvo, en la medida en que sus prácticas recaen cada vez menos en el ámbito de lo político y cada vez más en el ámbito de la actividad criminal. Por lo tanto, la negociación en Venezuela guarda similitudes notables, más bien, con la que tiene lugar en una situación de rehenes, o cuando la policía intenta desarticular una organización criminal. En tales casos, el objetivo de las negociaciones no es avenir a secuestrados y secuestradores, o aceptar las actividades criminales en el seno de la sociedad. El objetivo es salvar vidas, restablecer la vigencia del orden legal y neutralizar a quienes lo vulneran, especialmente a quienes representan una amenaza para los demás.

Afortunadamente, hoy en día hay indicios de que al menos una parte de los actores involucrados en las negociaciones de Venezuela (que van mucho más allá de Oslo y Barbados) comprende cada vez más lo que hay en juego.

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