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La oposición no está derrotada

Si prestamos atención y entendemos bien la realidad política venezolana, encontramos que la oposición se enfrenta al fascismo, al fraude y al sistema de guerra psicológica más siniestro de la propaganda política oficial. Ciertamente, el fascismo de Nicolás Maduro, no es solo una mueca de desprecio contra el que piensa distinto, contra el oponente. ¡No! Este sistema es un engendro perverso, que además de enajenar la institucionalidad del país, atenta contra la libertad y seguridad de cada venezolano. Y por añadidura, expresa la más vil política represiva y militarista que descompone el ambiente político, quiebra el sistema económico y destruye a la familia.  Esta es la más diabólica agresión contra el espíritu y las buenas costumbres de la nación.

El escritor argentino Jorge Luis Borges, solía decir: “La patria es un acto de fe”. Defender la patria de la adversidad y del sufrimiento, dentro de este acto de fe, es un deber por derecho ineludible. La familia venezolana sufre hambre, limitaciones y represión. Por ello, es apremiante entender e internalizar el sentimiento profundo y acertado, del cantautor Alí Primera: “La patria es el hombre”.

Maduro cree en lo que está haciendo. En los hechos, se establece excluyente y de prácticas totalitarias. Impone la dictadura del partido único (PSUV), aunque para ocultar la verdad, esté creando otros partidos. Además, mediante clínicas de odio, usa el micrófono oficial para difamar, apresar, inhabilitar o perseguir, de manera mortal a la dirigencia que lo adversa. Esto, sin contar el uso y abuso de grupos armados y milicias de choque. Así es como instaura el terrorismo de Estado. En fin, su gestión, es la más alta expresión del poder unipersonal.

Es del conocimiento público que Maduro deviene en desacato de leyes nacionales e internacionales, en actos de injusticia, excesos, violaciones de DDHH. Para marcar su desprecio contra la legalidad y la democracia, crea instituciones espurias a través del fraude electoral en su obcecado camino para eternizarse en el poder.  Bajo este esquema viola la Constitución Nacional y crea a su ilegal Asamblea Nacional Constituyente (ANC), que usa como mampuesto para disparar contra la institucionalidad del país. Por añadidura, sin mostrar el menor escrúpulo, impone parcialidad política en el Poder Judicial, la Contraloría y la Fiscalía General de la República para procurarse justicia selectiva. Al romper el equilibrio de los Poderes Públicos, Maduro escamotea, desacata, profana e inutiliza el poder de la legítima Asamblea Nacional (AN), hasta destruir el Poder Legislativo, que es el verdadero y auténtico poder del pueblo.

Del modo más inconveniente, interviene contra los Factores Económicos de Producción hasta hacerlos poco productivos o llevarlos al fracaso. Así es como establece políticas de contracción económica y agresión hiperinflacionaria. Esto, sin señalar el descontrol en la lucha contra el narcotráfico, el contrabando, el criminal desabastecimiento, la desaparición y venta inescrupulosa del efectivo, el pillaje en la extracción de minerales y piedras preciosas, el deterioro del patrimonio cultural tangible e intangible del país. De esta manera neutraliza la acción  fiscalizadora y controladora de la República para negar —a través de la Ley del Odio— la protesta, la catarsis social y la crítica discrepante. Esto lo hace para reprimir, silenciar y hacer más difícil la vida del pueblo. Así marca impunidad a favor de sí mismo.

El diálogo entre las partes confrontadas es necesario. Sería bienhechor y legítimo, si Maduro desmontara las prácticas que destruyen su gestión y se inclinara a revitalizar al país con real política. Pero es iluso pretender hacer entrar en razón, por vía democrática,  a una gestión, que  para insulto de la humanidad devino en fascista y usa la ilegalidad como recurso para sostenerse en el poder. A un gobierno así, no se derrota — políticamente hablando— con dispersión ni con batallas democráticas débiles. Ciertamente, la oposición ha perdido batallas; mas no la guerra. Por consiguiente, las razones para proseguir la lucha y establecer una democracia a las alturas del progreso y desarrollo del mundo, son vigentes. Por esto y mucho más, la oposición no está derrotada. Ciertamente, ya el trabajo está hecho, le urge reorientar su norte, desmontar su archipiélago político y unificarse, rectificar, reorganizar el espíritu de lucha y crear condiciones favorables para reiniciarla hasta alcanzar la victoria definitiva. La vigencia de esta lucha, lastima y debilita en todos los ámbitos, al régimen. Derrumba el muro totalitario, con el trabajo y la pasión del agua mansa.

El país necesita ganar una de las batallas más importantes para lograr la unidad de la nación, el equilibrio de las instituciones  y la democracia. Esta batalla está en sanear el Consejo Nacional Electoral (CNE). Para ir a elecciones, el país necesita que el CNE sea tripartito, que sus rectores garanticen  —a cabalidad y con un máximo del 100%— imparcialidad, confianza y transparencia en todos los niveles del proceso electoral. El CNE, en mano de los actuales rectores, no transmite confianza. Las elecciones del 30-J, del 15-O y del 10-D, del año pasado, además de estar plagadas de hechos ilícitos, arrojan un promedio creciente de abstención deslegitimadora que sobrepasa el 65%. La batalla es electoral. Pero la oposición necesita, un candidato imán, unificador, carismático y de alta convocatoria. Quien logre la unidad de la oposición y de la nación, triunfa en las elecciones presidenciales y saca el país de la situación crítica.  Este es el flanco más fuerte a resolver para lograr  la victoria definitiva. Unirse es urgentemente vital. Evita que el pueblo venezolano sufra más. El país no acepta que se legitime lo que ha provocado el demencial caos y la amarga ruina actual.

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