La orquesta de la vida y su sinfonía

En el vasto escenario del mundo, siempre hay un pequeño lugar donde una orquesta se alista. Cada músico, toma su instrumento en espera del llamado de su director. El murmullo de los vientos de madera, el latir de los timbales, el susurro de los violines, y el eco profundo de los contrabajos, todos aguardan en una maravillosa y latente armonía, conteniendo el aliento antes de la primera nota.
Entonces, se alza la batuta, el director, maestro del sonido y sus ritmos, eleva las manos y con un gesto despierta la música hasta ahora dormida. Los violines emergen como el canto de las aves a la luz de la aurora, las flautas y los clarinetes danzan como hojas al viento, los cellos y contrabajos despliegan su grave murmullo, y los trombones y cornos rugen con la fuerza de una tormenta.
Ninguno se impone, ninguno es una nota suelta. Cada sonido es un hilo en la trama dorada de una sinfonía compartida. El solista tiene su lugar, su momento y su encanto; pero el desempeño de la orquesta, la música que todos, al unísono, producen es la maravilla que despierta la admiración en cada vida que contempla la orquesta.
Los ojos del maestro son el faro, su batuta es la brújula que guía los vientos del sonido. Con un leve movimiento, frena el ímpetu del metal, con un suspiro de su mano, enciende el violín dormido. La música crece, vibra, envuelve en un abrazo infinito, sorprende como un estallido de colores invisibles, con un lenguaje sin palabras, por todos comprendido, con una historia contada sin tinta que hace palpitar todas nuestras fibras.
Y cuando la última nota se desvanece en el silencio, la ovación no es para uno, sino para todos. Porque en la orquesta, como en la vida, no hay gloria en la soledad, sino en la unión de cada sonido por cada instrumento producido, que bajo la misma batuta, crean la grandeza que habita en la unión de esfuerzos compartidos.
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