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La revolución de Tío Conejo

La figura del pícaro fue prototipo legado por la literatura hispánica, en cuyos fecundos abrevaderos floreció el perfil de un anti-héroe, llevado por las circunstancias a sobrevivir a punta de mañas y alcahueterías. Un talento hasta cierto punto justificado por las desiguales circunstancias en las que se desarrollan las historias de Lazarillos como el de Tormes, por ejemplo, fustigados por los contrastes entre la ampulosa abundancia imperial y la miseria, la injusticia social y el abuso de poder característicos de su época. Duchos en burlas o travesuras, estos pillos que se reproducían en plazas y calles de Sevilla, Toledo o Granada y que encontraron también eco en la literatura americana, saltaron a la ficción invocados por la contundencia de un tipo social que retrataba tragicómicamente la realidad. Y la exponía, por supuesto, con todas sus perversiones e ingratos entuertos.

Así, el pícaro llega a América -seguramente sin bregar pasaje alguno, escondido en las galeras de algún barco de conquistadores, soñando con ganar fortuna sin esfuerzo- y se instala cómodamente en la idiosincrasia local. Con el tiempo, su propuesta se hace más sofisticada, hasta que en el SXX Jacinto Benavente da giro moderno a su estampa, creando un pícaro en traje de salón y con lenguaje de caballero – Crispín, en “Los intereses creados”- quien como señala Rosa M. Cabrera, “utiliza más la debilidad y la ambición de otros que sus propias malicias, mueve hilos y urde componendas para envolver a sus títeres, producir situaciones, mover intereses y salirse con la suya. “

El pícaro encarnó, de algún modo avieso y paradójico, el desquite de quienes “vienen de abajo” y logran a punta de trapacerías burlar al Poder: pero no para lograr un beneficio colectivo, sino uno simple y puramente individual. La premisa, sin embargo, parece no incomodar a quienes en Latinoamérica (donde abundan “los de abajo”) se identifican con sus móviles, haciendo del pintoresco bribón criollo, corrupto y vividor, una suerte de “reivindicador social”.

A santo de esa realidad, difícil es ignorar los espejos que invocan al pícaro venezolano de nuestros días. Aún resuenan las palabras de Cabrujas  sobre los sucesos de febrero del 89, al reseñar el dantesco saqueo de negocios en medio de la anomia y la euforia colectiva: “Me quedó la imagen de un caraqueño alegre cargando media res en su hombro, pero no era un tipo famélico buscando el pan, era un «jodedor» venezolano, aquella cara sonriente llevando media res se corresponde con una ética muy particular; si el Presidente es ladrón, yo también; si el Estado miente, yo también; si el poder es una cúpula de pendencieros, ¿qué ley me impide que yo entre en la carnicería y me lleve media res? ¿Es viveza? No, es drama, es un gran conflicto humano, es una gran ceremonia.”

Años más tarde, duele reconocer la misma película en triste función continuada. Vivimos otros tipos de saqueo, otros son los pillos, pero la historia relata una simple saga: la de un país rico fustigado por la ruina moral. La corrupción, cáncer voraz que reclama conquistas en cada ámbito de la vida nacional, revela expresiones distintas y no tan distantes: en quien cobra la jugosa tajada para liberar la mercancía atrapada en aduana, pasando por los expertos de la sobre-facturación en importaciones, o los que birlan en dólares Cadivi montos que equivalen al presupuesto total de Centroamérica (se habla de un desfalco de más de 21 mil millones de $) y se deslizan a través de la rumbosa mampara del control estatal para acceder a productos escasos y re-venderlos. La corrupción campea en la multiplicación de presupuestos paralelos y sin control (Nelson Bocaranda refiere que “a través del Fonden, entre 2005 y diciembre de 2013, se ha manejado la escandalosa cifra de $ 116.716.349.102,05) y es tan palmaria -la carta de Giordani sólo subrayó esa certeza- que la Contralora General encargada, Adelina González, abiertamente asegura que la mayoría de los “funcionarios corruptos” pertenecen al PSUV. Incluso grupos afectos a la Revolución como la Coordinadora “Simón Bolívar” del 23 de Enero, lamentó públicamente «el triste papel que han desempeñado muchos funcionarios del Gobierno que se han visto sumergidos en corrupción». Pero lo peor es ver cómo desde la cúpula dirigente se descalifica la denuncia, tildando de desleales a quienes demandan castigo, en nuevo intento por vaciar de contenidos el lenguaje y sustituir verdades por mensajes que sirvan a los intereses del régimen. Son los pícaros criollos, los tío Conejo de nuevo cuño, ahora del lado del Poder y avalados por él, burlándose del mundo y su moral demodé.

En días recientes, Maduro anunció un proceso de auditoría de dólares entregados en el primer semestre de 2014, para “lograr un sistema cambiario estable, transparente”. Pero, ¿qué pasó antes de eso? ¿Acaso los propósitos de enmienda nos harán olvidar las “travesuras” previas? ¿Perdonaremos así a los pícaros que saben a dónde fueron a parar nuestros reales?

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