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La Silla del Águila,cuando la realidad supera la ficción

En su novela epistolar La Silla del Águila, Carlos Fuentes narra una distopía de política-ficción situada en el año 2020.  En ella, Condolezza Rice es presidenta de Estados Unidos y toma represalias contra México dejándolo incomunicado: sin internet, teléfono, fax… Nada. Los protagonistas, miembros del gobierno mexicano, se ven obligados a comunicarse por carta, revelando la trama a través de sus misivas en papel.

En la vida real poco nos acordamos de Condolezza Rice, pero no andaba desencaminado el novelista mexicano pronosticando la llegada de una persona de raza negra a la Casa Blanca, aunque no haya sido una mujer quien lo hiciera.  Lo que el ganador del premio Príncipe de Asturias de las Letras de 1994 no pudo imaginar (¡sólo los dibujos animados de los Simpson se atrevieron a tanto!), es que Donald Trump se sentaría en el despacho Oval y amenazaría con cortar la comunicación— como en su novela— más no a través de las telecomunicaciones (todavía), sino con un muro que pretende que pague México.

NAFTA

En diciembre de 1988, al iniciarse la presidencia de Carlos Salinas de Gortari, su secretario de Comercio, Jaime Serra Puche, configuró un dream team de economistas con posgrados de las mejores universidades de Estados Unidos para continuar la apertura comercial de México, iniciada bajo el mandato de su predecesor, Miguel de la Madrid. En 1989 se iniciaba la negociación del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (NAFTA por sus siglas en inglés).

En aquella época yo residía en México y viví muy de cerca el proceso, porque quien era entonces mi marido trabajaba en la Secretaría de Comercio y Fomento Industrial (SECOFI).  Tengo grabadas en la memoria las conversaciones, tanto a pie de calle como con los protagonistas mexicanos de aquella difícil negociación.  Fue una tarea compleja, por tratarse de economías tan desiguales, de las cuales una de ellas había estado cerrada a la competencia exterior. Un encaje de bolillos que requería escuchar a los sectores afectados, período transitorio para adaptarse y, sobre todo, mucho tacto político. Una vez firmado, el camino para la aprobación por los congresos de los tres países tampoco fue fácil. El 1 de enero de 1994, el NAFTA entró en vigor.

Dejo a los especialistas los datos económicos sobre lo que esta alianza tripartita supuso para los tres países. Pero me permito opinar como consumidora sobre la vida en una economía cerrada por décadas de proteccionismo, como había sido hasta entonces la mexicana; sin la saludable competencia exterior.  Cualquier artículo de consumo fabricado en México tenía un precio superior al de cualquier otra parte.  Tener un mercado cautivo resultaba particularmente grave en algunos sectores, como el farmacéutico.  Conseguir medicamentos para enfermedades raras podía ser una odisea, al no fabricarse en México ni tampoco importarse por no ser rentable. Hacía falta un médico que pudiera recetar en Estados Unidos y tener un conocido que comprara el fármaco “al otro lado”, teniendo en cuenta que, dependiendo de donde estuviera registrado el médico para ejercer, la receta podía no ser válida en algunos estados de la Unión.  Quien no tuviera esos contactos estaba, como dicen allá, fregado.

Apenas diez días después de las pasadas elecciones norteamericanas viajé a México. Estuve con algunos de aquellos negociadores de NAFTA y sus familias, que me honran con su amistad, y constaté la preocupación ante las amenazas del ya presidente electo.  Una tarde, volviendo a la Ciudad de México desde San Miguel de Allende, la bellísima ciudad refugio de norteamericanos pudientes, me sorprendió gratamente que en ningún momento dejaban de verse camiones, en fila, uno tras otro, en sentido contrario, rumbo al norte. Me pareció la imagen que ilustra lo que NAFTA ha supuesto para la transformación de México.  Ninguna medida fronteriza ha hecho tanto para reducir la entrada ilegal de mexicanos en Estados Unidos como NAFTA. Los beneficios han sido mutuos.  The New York Times recoge en un editorial reciente que, según un estudio de 2014, 1,9 millones de empleos  dependen de las exportaciones a México.

El muro lo pagará el consumidor estadounidense

Veintitrés años después de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte, el nuevo inquilino de la Casa Blanca amenaza con un arancel del 20 por ciento a las importaciones de México para pagar su muro dando al traste con una alianza que ha tenido beneficios para ambas partes. Pero está muy equivocado Donald Trump. El muro no lo pagará México. Correrá a cargo de los consumidores estadounidenses cuando compren mangos, coches o cualquier otro producto mexicano con un 20 por ciento de recargo. En cualquier caso, me duele — porque me toca muy de cerca— que se tire irresponsablemente por la borda tanto esfuerzo. Pobre México lindo y querido, tan lejos de Dios y tan cerca de Donald Trump.

Además de una provocación, la idea de que los mexicanos paguen recuerda modos y maneras de un tiempo trágico. El presidente Ulysses S. Grant, quien vivió la guerra contra México como joven oficial del ejército de Estados Unidos –y que definió como la más injusta  de una nación fuerte contra otra más débil—,  dejó este testimonio en sus memorias, que traduzco para el lector:

«Tras la caída de la capital y la dispersión del gobierno de México, parecía muy factible que resultase necesaria una ocupación del país durante un largo plazo. El General Scott [al mando de las tropas norteamericanas] empezó enseguida a preparar las órdenes, normas y leyes para esta contingencia. Contempló hacer que el país pagara por todos los gastos de la ocupación, sin que el ejército fuese una carga perceptible sobre el pueblo. Su plan era gravar un impuesto directo sobre los estados por separado y cobrar, en los puertos abiertos al comercio, un impuesto sobre todas las importaciones».

Trump parecería un digno heredero del general Scott, a quien quedarse con el país no debía parecerle botín suficiente y quería que sus habitantes pagaran por la ocupación.  Pero al proponer justo lo contrario, para que paguen el muro los contribuyentes de su propio país con un arancel, el señor del flequillo amarillo demuestra ser igual de prepotente que aquel militar, pero bastante menos inteligente.

A la Silla del Águila, el sillón presidencial que da título a la novela de Carlos Fuentes, símbolo y metáfora del poder, se refiere uno de los personajes en estos términos: «es nada más y nada menos que la montaña rusa que llamamos la República Mexicana».  Alguien parece haber metido una silla así en el despacho Oval –cuya alfombra tiene, precisamente, un águila. ¿Tendremos que achacar a NAFTA, entre otros males, la exportación de semejante asiento hacia el número 1600 de la Avenida Pennsylvania? ¿O culparemos a la perversa mano de un inmigrante ilegal que, tras cruzar a pie el desierto de Arizona, llegó a trabajar en la otrora próspera industria del mueble de Carolina del Norte?  Lo cierto es que en esta montaña rusa vamos todos como pasajeros, así que, abróchense los cinturones y preparen las bolsas para el vómito porque las van a necesitar. El viaje acaba de empezar.

La realidad, una vez más, supera la ficción y la pena es que no esté Carlos Fuentes entre nosotros para corroborarlo y contarlo.

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