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La tierra tiene el colesterol peligrosamente alto: Urge que COP26 le administre una dieta más estricta

En la última década, cada año ha sido consistentemente más cálido que el año anterior. Evidencia de que la tierra padece de una especie de obesidad causada por la excesiva acumulación de gases de efecto invernadero en la atmósfera. La actividad humana, concretamente, la deforestación y la quema de combustibles fósiles (ej., carbónpetróleo y gas natural) es responsable por el incremento en más de un 45% en la concentración de estos gases – contabilizado desde el inicio de la Revolución Industrial en 1750.

Este sobrepeso, principalmente a expensas de dióxido de carbono (CO2), ya imposibilita que el planeta, de manera natural, se deshaga del exceso en estos gases; de ahí el apreciable desequilibrio en los sistemas climáticos de los que depende la sobrevivencia de las especies. En otras palabras: la tierra tiene el colesterol peligrosamente alto. Urge, por tanto, administrarle una dieta más estricta que le permita adaptar sus ecosistemas al cambio climático y que el desarrollo humano prosiga de manera sostenible.

Para abordar esta urgencia ha sido convocada la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26), que desde ayer reúne a los líderes, diplomáticos, empresarios, filántropos, y activistas del mundo en Glasgow, Escocia.

En COP26 se espera que cada país ofrezca mayor ambición y concreción a las promesas hechas en 2015 para reducir el nivel de sus emisiones bajo el Acuerdo de París sobre cambio climático. Este acuerdo fija un límite al calentamiento global en 1.5°C con relación a los niveles pre-industriales. Para lograr este objetivo, es necesario que la actividad humana alcance la llamada “neutralidad de carbono” antes del 2050; es decir, cuando la cantidad de CO2 que se emita a la atmósfera sea la misma que el planeta elimine por sus vías naturales (ej., los suelos, los bosques y los océanos).

El problema es grave. Luego de 26 cumbres climáticas, que van desde 1992, COP26 encontrará al planeta en una trayectoria de calentamiento muy por encima de los 2°C, cuando no encaminado a llegar hasta los 3°C antes del 2050. Como van las cosas, los ya elevados riesgos ambientales, sociales, económicas y de salud del calentamiento global continuarán exacerbándose. Sus catastróficas consecuencias se apreciarán cada vez más en la frecuencia e intensidad de los huracanes, las inundaciones, los deslaves, las sequias, y los incendios forestales, o en la rápida erosión costera y el deterioro del suelo agrícola, o en el daño irreparable de los ecosistemas fundamentales para producir y absorber el carbono como las barreras de corales, la amazonia, los glaciares o las capas de hielo de los polos.

El problema es gravísimo cuando se mira desde la perspectiva de unos habitantes que no están preparados para adaptarse a vivir con una temperatura promedio de 17°C. Cientos de miles de informes científicos y técnicos emitidos por prácticamente toda agencia de desarrollo o institución académica, resaltan el riesgo de las potenciales crisis migratorias a partir de la improductividad de los suelos y la vulnerabilidad de la infraestructura y los servicios, particularmente en las ciudades, causada por los impactos climáticos. No habrá presupuesto público, ni póliza de seguro, ni mercado de capitales y de inversión capaz de absorber el costo de la futura adaptación y la reparación de los daños y pérdidas que se sobrevengan.  

Esto lo entienden los 30.000 asistentes a Glasgow.

La presión para ejecutar una drástica reducción de emisiones se hace cada vez más urgente. Esto se traduce, concretamente, en la eliminación del uso de fósiles como fuente energética; la reducción de la tala; el cambio a modos de transporte eléctricos; y la transición hacia el uso de energías renovables (ej., solar, eólica o hidráulica). Ya emergen evidencias de que estas acciones están ocurriendo. Quizá a un paso muy lento; concentradas entre un reducido grupo de países; y a cuentagotas en unos pocos sectores.  

Se estima que la acción colectiva y local requerida debe ser siete veces más ambiciosa de lo que los países han ofrecido hasta ahora. Este mayúsculo déficit de acción se explica porque existen enormes brechas en cómo cada país quiere y puede políticamente gestionar y financiar las soluciones a la avanzada crisis climática.

Tres brechas en particular resaltan:

La primera se aprecia en los países que actualmente emiten el 80% de CO2, léase China, EEUU, Europa e India, quienes comienzan a caer en cuenta que descarbonizar estas economías con poblaciones tan enormes para el 2050 es quimérico. Ya aprecian la complejidad de las políticas, incentivos fiscales, subsidios, y mecanismos de fijación de precios del carbono que deben poner en marcha para acelerar las inversiones en tecnologías e infraestructura requeridas.

La segunda brecha se observa principalmente en dos de los mayores emisores: India y China, quienes han motorizado su desarrollo fundamentalmente a expensas de combustibles fósiles. Sustituir esta fuente energética les presenta enormes conflictos, particularmente en lo social, donde la dependencia de los subsidios ligados a dichos combustibles, sobre todo en los estratos más pobres, es tan elevada. China anunció que aspira lograr cero emisiones netas en el 2060. India indicó que lo hará en el 2070. El poste climático se empieza a alejar; o más bien, a ajustar a la realidad de los humanos.

La tercera brecha reside en los países en desarrollo, cuya contribución de CO2 es baja, pero que exigen aportes por parte de los países emisores, por encima de los $110.000 millones de dólares anuales, para financiar los costos de adaptación y reparación de los daños y pérdidas que el cambio climático está causando en sus economías y hábitats. Esto también incluye la restauración y conservación de la enorme biodiversidad que existe en estos países, y que como tragaderos naturales de carbono son vitales para reducir el calentamiento global.

Estas brechas también la entienden los asistentes a Glasgow. Cómo reconciliarlas es motivo de preocupación y urgencia. De Greta, de Jeff Bezos, del Primer Ministro de Eswatini, y del planeta mismo, si éste tan sólo pudiera opinar sobre su avanzada y peligrosa obesidad, y la imperiosa dieta a la que le toca someterse.

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