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La trinchera de lo civil

En este país, prácticamente, “la sociedad civil no existe”: así de severo y sin ambages fue el diagnóstico del profesor Fernando Mires, cuando al ser abordado por César Miguel Rondón durante su visita a Caracas, disertaba sobre el grado de organización de la oposición venezolana. Esta “experiencia inédita” que somos, la bestia híbrida cuya complejidad no admite escuetas comparaciones, nos ha condenado al coletazo del espasmo: la efervescencia electoral que por momentos obliga a la articulación y que al desaparecer, nos sume de nuevo en la zona gris de “la anomia, la desintegración”.  Decía Mires que tras el afán de la revolución chavista por demoler el antiguo statu quo para construir una “nueva sociedad” (intento que, obviamente, se atascó en el mero Destrudo, el hosco impulso de destrucción, y ya) se profundizó el fenómeno de “una sociedad no organizada, no asociada”; algo “que no es una sociedad”. Pareciera que “no hay otra alternativa de organización de la sociedad diferente a las elecciones”.

El señalamiento resulta especialmente pertinente en medio de esta coyuntura, a un paso de la eventual celebración de nuevos eventos electorales y del ineludible “después de”: ¿qué tan distinto sería enfrentar a un régimen con tal fortaleza logística y desmovilizadora, así de apoltronado en la certeza de sus bajísimos costos de represión, si como sociedad contásemos con una profunda y consistente organización de base ciudadana, capaz de complementar la acción de los partidos políticos o de atenuar la desinstitucionalización promovida por el propio Estado? Si bien es obvio que una sociedad civil robusta, vital, cualitativamente distinta de lo que el populista llama “pueblo”, no es posible armarla de un minuto a otro (más cuando históricamente hemos arrastrado esa minusvalía, o cuando la perversa relación con el poder ha deformado el ámbito público hasta hacerlo irreconocible) urge enfocarse en entender –y resolver- una precariedad que ha conspirado y conspira contra nuestra evolución.

ONGs, clubes, sindicatos, centros comunitarios, grupos religiosos o artísticos, redes de apoyo, gremios profesionales y de empresarios, think tanks: la sociedad civil -suerte de dique que impide que el Estado invada los espacios sociales, como anunció Toqueville- en tanto supone organizarse sobre la base de consensos y valores compartidos para, a fin de solventar problemas colectivos, influenciar y cercar el poder político, resulta fundamental en el sostenimiento de una sana democracia deliberativa. El problema surge cuando el contexto sabotea la libre asociación de esos ciudadanos que desde los ámbitos de la vida privada buscan interpretaciones públicas para sus intereses e influyen en la formación institucionalizada de la opinión y la voluntad políticas. Los sistemas autoritarios sofocan –así lo aclara Habermas- esa autonomía de la sociedad civil, la integridad y libertad comunicativa de la esfera privada: de este modo “los sujetos quedan aislados y alienados unos de otros, comportándose sólo como masa sometida a la supervisión del Estado”. Para los venezolanos, en fin, hay una dificultad concreta: un régimen que de facto disuelve el estado de derecho, y que por tanto disloca el entramado social. La pregunta es si eso, lejos de ser un lodazal insalvable (y en medio de una crisis que castiga la falta de participación) podría convertirse en pellizco para forzar la organización ciudadana no espasmódica, como de hecho ha sucedido en países que lidiaron exitosamente contra gobiernos represivos.

Aún cuando entre democracia y sociedad civil priva una dinámica de retroalimentación, quizás en esa trinchera de resistencia a la burocracia estatal propia de la segunda, en esa capacidad de generar subculturas y contraespacios públicos o de forjar nuevas identidades colectivas, es donde reside la posibilidad de oponerse a la limitación externa, de fundar democracia “desde adentro”. La integración política que busca trascender esas coyunturas de irrupción civil o la movilización perecedera, puede brindar útil blindaje para contrarrestar eso que hoy es deficitario, las libertades necesarias para el desarrollo de ciudadanía plena.

“Algo tiene que pasar”, se escucha a veces, como si el cambio al que aspiramos dependiese de una fuerza ajena a nosotros. El caso es que una trasformación profunda y sostenida tiene mucho que ver con esa disposición a la asociación de largo aliento, no sólo para potenciar el reclamo ante la incompetencia del Estado, sino para imponer la lógica plural de lo civil a la del autoritarismo y la uniformidad. Las movilizaciones recientes en torno al revocatorio vuelven a hablar de una toma de conciencia respecto a la necesidad de no dejar todo el trabajo al liderazgo político (primer convocado al cadalso de la crítica cuando la frustración embiste, por cierto); pero eso debe marcar camino hacia una mayor autonomía, hacia la activación de una sociedad civil que lucha unida contra la exclusión, el control, o peor: su aniquilación.

@Mibelis

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