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La TV que nunca fue

Mientras celebraba su cumpleaños durante la transmisión de un magazine matutino (en el estilo de cualquier canal privado cuyos espacios se destinan al marketing de personalidades y anclas vinculadas a su imagen)  el presidente de la empresa estatal, Winston Vallenilla, explicó la dinámica del espacio: una competencia entre 2 grupos -hombres y mujeres- “que se enfrentan en pruebas físicas y de conocimiento.” Al parecer se trata de una versión (¿revolucionaria?) de la popular “Guerra de los sexos” de Venevisión, o de su exitoso predecesor “Aprieta y gana” en la extinta RCTV, ambos conducidos por Vallenilla en su momento.

A razón del anuncio, inevitable es recordar la promesa del presidente Maduro de “construir un nuevo modelo de televisión cultural” (y con ello, imagino, se refería a una oferta original de experiencias de comunicación significativas en la vida cotidiana, y no a la repetición de una cultura pre-hecha) para promover “el gran fenómeno de la revolución comunicacional de Venezuela”. Pero mi sorpresa camina más allá: y topa con las premisas que signaron la creación de TVES, en el marco de la no renovación de la licencia a RCTV y la confiscación de sus antenas para posterior uso del espectro por parte del Estado. “TVES se planteó (…) rescatar una importante frecuencia en señal abierta para ponerla al servicio de la educación, la cultura, la identidad, los valores nacionales y latinoamericanos”. Esto, enlazaba con la fogosa opinión del Presidente Chávez  respecto a que el fomento de «antivalores, el bombardeo mediático de la violencia, el odio, el racismo, el sexo mal visto y mal entendido, el irrespeto a la mujer, a los niños, a las niñas, a muchas manifestaciones de la vida social, a los homosexuales, al país y al mundo” fue real razón para no dilatar el fin de la existencia del canal más antiguo del país.

Hoy -7 años más tarde- leo en Aporrea: “No merecemos Guerras de los Sexos en TVES”: 7 años han pasado desde entonces, y TVES no termina de sacudirnos con la revolución cultural que auguraba. Las señas de caracterización de una tv pública de calidad (la más clara de ellas, según el experto en cultura y medios de comunicación Jesús Martín Barbero, la que indica que esta “interpela, se dirige al ciudadano más que al consumidor”, a fin de “contribuir explícita y cotidianamente a la construcción del espacio público en cuanto escenario de comunicación y diálogo entre los diversos actores sociales y comunidades culturales”) no logran divisarse en una oferta que parece emular sin grandes distancias a las tradicionales fórmulas de la tv pública (y privada) que conocemos. Amén de una grilla “correcta”, sin sobresaltos ni propuestas educativas y de entretenimiento que marquen hitos locales memorables (distinto a lo ocurrido con el espacio infantil “Sopotocientos”, producido por el canal 5 en los 70´, por ejemplo; o con el fenómeno multidimensional de la telenovela cultural en los 70-80) rasgos relativos a una “elaboración audiovisual de las bases de la cultura nacional” que permitan la construcción de lenguajes comunes y articulación de imaginarios colectivos, por un lado; y el compromiso de ofrecer “una imagen permanente de pluralismo social, ideológico y político” por otro, tampoco logran consolidarse allí para crear identidad separada de la comunicación que circula en la red de medios públicos. “Esa televisión la financia todo el país, con impuestos y petróleo” – apunta el Prof. Marcelina Bisbal- “se supone que el Estado debe ser modelo para el resto de la sociedad en todos los ámbitos de la vida. Pero lo que tenemos es una tv del gobierno, no del Estado, profunda y escandalosamente gubernamentalizada, partidizada.” Justo es recordar el Proyecto RATELVE que en 1974, y tal como apunta su co-autor, Prof. Antonio Pasquali, “sugería dar coherencia al plexo cultura/comunicación y racionalizar el sector radiotelevisivo”, o sea, “crear un 3er polo que no dependiera ni del mercado ni de Miraflores.” Visionaria propuesta de ejercicio democrático -próxima a la naturaleza de las redes sociales- jamás reivindicada, por cierto, y cuya aplicación hoy, en estas circunstancias de ideologización y hegemonía comunicacional, sería imposible.

Lejos de prejuicios que antes enemistaban los conceptos de calidad-cantidad en la tv de servicio público, ahora se acepta que su identidad debe ser reconocida “tanto por rating como por estudios cualitativos de audiencia”. En ese sentido, tampoco las cifras favorecen el parco performance de TVES. La audiencia es hoy issue ineludible para prestigiosas televisoras públicas como BBC o Deustche Welle, donde amén de procurar estética avanzada e innovación, se busca validación a partir de la captación de públicos amplios, cada vez más dinámicos, ya no receptores pasivos (como antes se les percibía) sino por el contrario, con gran capacidad para resemantizar el discurso del medio. ¿Se considera ese elemento cuando se programa una tv pública cuyas temáticas y discursivas poco conectan con demandas y motivaciones del público venezolano?

Supongo que preguntas como esa no serán las que contesten los participantes de “En mi casa mando yo”: aunque, para variar, no dudo que resultaría interesante.

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