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La vertiginosa mudanza del poder

Resulta sorprendente la velocidad con la que, en determinadas circunstancias, el poder cambia de residencia y deja espacios vacíos con su vertiginosa mudanza. Las primarias del domingo 11, que formalmente sólo designaban candidaturas de los partidos (nada que no estuviera  ya resuelto), terminaron siendo para el oficialismo lo que uno de sus intelectuales adictos había designado como “una elección apocalíptica”.  El poder del gobierno de Mauricio Macri quedó prendido con alfileres y pasó a depender fundamentalmente de sus relaciones con el bando victorioso, encabezado no por un presidente legalmente electo aún, sino por el candidato  que -según la mirada realista de la mayoría de propios y ajenos- lo sucederá…en el mejor de los casos en el lejano mes de diciembre.

El primer reflejo del oficialismo -empezando por el propio Mauricio Macri- fue la negación. Negación a aceptar ese brutal quebranto de sus expectativas. Negativa a aceptar lo que  la mayoría da por evidente: que su derrota del domingo 11 es irreversible. Y también la negativa a aceptar que ha comenzado una transición, que debe ser coordinada con el sucesor.

El propio triunfador se resistíó en principio a comprender el vertiginoso cambio de la situación. “Es Macri el que gobierna -decía Alberto Fernández-. Yo no tengo la lapicera, soy sólo un candidato. La responsabilidad es del Presidente”. En verdad, después del plebiscito del 11, y ante el hecho de que los requisitos que prevé la ley sólo se completan en varios neses,  la responsabilidad pasa a ser compartida.

Recién  el miércoles 14 se produjo el primer encuentro telefónico post urnazo entre Macri y Fernández. Ese contacto -unos 15 o 20 minutos de conversación que implicó la apertura de un canal directo entre ambos, era reclamado como una señal de distensión por los famosos mercados, por la opinión pública y hasta por la mayoria de la dirigencia oficialista, con la excepción de algunos núcleos que todavía resistían porque intuían que esa señal equivale a una rendición. Error: es apenas la admición de la realidad.

Hasta el martes 13 a la tardecita, pese al rotundo resultado del domingo 11 y a las críticas internas (que ya incluían las de varios miembros de la “mesa chica” del Presidente) Macri y el núcleo duro que determinó la estrategia electoral oficialista sostuvieron contra viento y marea la política polarizadora que acababa de fracasar. Y desarrollaban la ilusión de recuperar en octubre la enorme distancia que electoral que el domingo 11 separó  a Macri de Fernández y forzar el ansiado ballotage que les permitiría vencerlo en noviembre.

Las manifestaciones pública de Macri del domingo por la noche y el lunes, aunque explicadas porél un día más tarde con el argumento de que “tenía mucho sueño”, respondían a la terca insistencia en una tesitura que no se rendía ni siquiera ante la evidencia del elocuente escrutinio.

La expresión más patética de esa obcecación es Elisa Carrió, que el domingo afirmó que la elección de ese día “no existió”,unas horas  más tarde se empantanó en una rocambolesca denuncia de “fraude K” condimentada con proverbiales  “narcos y mafiosos”, naufragó en el ridículo cuando desde el ministro de Interior hasta el periodismo más afín al gobierno desacreditaron esas versiones como un delirio y proclamó operísticamente  que “nos sacarán muertos de Olivos”.

El Presidente nunca llegó a esos extremos, pero usó tres presentaciones públicas para culpar a los vencedores (y a quienes los votaron) de las consecuencias que su propia derrota ocasionaría al país. Ya se habían iniciado la escalada del índice de riesgo, la devaluación del peso y la debacle de las acciones de empresas argentinas. Culpar a otros no era, pues, una exclusividad de Cristina Kirchner cuando presidía el país. Su sucesor se mostraba dispuesto a emularla.

El partido del ballotage: de Lanusse a Marcos Peña

La lógica de la polarización, que guió la fracasada estrategia electoral del oficialismo, se basa en un equívoco fatal que ya desorientó cuatro décadas atrás  al general Alejandro Agustín Lanusse.

Empeñado en aplastar la influencia política de Juan Perón y aconsejado por los Marcos Peña y Jaime Durán Barba de su régimen, el presidente de aquel régimen militar reformó por decreto la Constitución y mediante un “Estatuto Fundamental Temporario”  introdujo el sistema de ballotage en la elección del presidente porque le aseguraban que en una opción entre dos alternativas la mayoría del país votaría contra el peronismo. “La mayoría es antiperonista” lo convencieron a Lanusse sus consejeros. La primera experiencia de ese régimen, en marzo de 1973, fue una frustración: hasta un suplente indeseado de Perón -Héctor Cámpora-, autorizado por Lanusse a competir en esas condiciones hizo inútil el ballotage al alcanzar casi el 50 por ciento de los votos y duplicar a su adversario, Ricardo Balbín, que renunció a la segunda vuelta. Pocos meses más tarde, ya sin vicarios, el propio Perón obtuvo el 62 por ciento.

Beneficiario del ballotage de 2015, el gobierno de Macri intentó convertirse en permisionario exclusivo de aquella victoria (a la que sólo aportó un capital electoral propio que no le había alcanzado para ganar en la primera vuelta)  y eternizar ese instante triunfal, constituyendo al kirchnerismo como encarnación de la oposición, atribuyendo inspiración K a cualquier crítica u oposición y apostando a un choque electoral con Cristina Kirchner, es decir, a aprovechar en beneficio propio el rechazo de amplios sectores a la expresidente. En noviembre del último año en esta columna se advertían los riesgos de esa estrategia:

“Podría ocurrir que el capítulo final de la polarización con la señora de Kirchner que se alienta desde la Casa Rosada  no sea una candidatura presidencial de ella, sino la de alguna figura del peronismo que no esté cargada con los lastres que ella sobrelleva (…) ella estaría en lugar visible, participaría de la elección, pero no confrontaría directamente con el candidato presidencial oficialista (Macri o quien fuera), y preservaría a su fuerza política del techo electoral que arrastra personalmente. Los estrategas de la Casa Rosada apuestan a que ella sea candidata y a que, como consecuencia, el peronismo divida su fuerza electoral. Cultivar la polarización puede terminar mal”.

Por esa vía el oficialismo hizo lo posible por diluir la unidad de las corrientes peronistas no kirchneristas (exkirchneristas, antikirchneristas, etc.), en las que intuía una competencia  electoral incómoda. Terminó acelerando una polarización en su contra que  sepultaría sus deseos de continuidad.

Macrismo: una polarización en su contra

El gobierno hizo lo que pudo por dispersar la corriente peronista federal y cuando ésta (cómplice del hecho por sus propias falencias) se desintegró, se felicitaba de haber dividido al peronismo. Desestructurado ese eje, el oficialismo se quedó, en rigor, sin un agente de retención de voto peronista. Y aunque de la dispersión del peronismo federal consiguió el muy importante pase de Miguel Pichetto y cierta neutralidad del gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, a cambio disparó el corrimiento de Sergio Massa al Frente de Todos y la adhesión de la mayoría de los gobernadores peronistas a la candidatura de Alberto Fernández. Eso tuvo consecuencias letales en la elección: basta mirar el mapa de las PASO, pintado casi totalmente de azul o  la elección bonaerense, donde se calcula el aporte de Massa a la victoria del Frente de Todos en unos 14 puntos porcentuales y donde  el Frente de Todos no se redujo al voto concentrado del conurbano, sino que extendió su influencia a amplísimas zonas rurales que no forman parte del capital natural de Cristina Kirchner.

La elección y después

El domingo por la noche la depresión que embargó al oficialismo fue directamente proporcional a la desinformación que sus laboratorios venían sembrando.

Más allá de las operaciones encubiertas de propaganda que insistían con paridades inexistentes y hasta con superioridad oficialista (ese plato se le vendió a “los mercados” el viernes 9  para suscitar un alza de bonos y acciones), estaba establecido como opinión bien fundada que la gobernadora bonaerense, María Eugenia Vidal, era invencible en su distrito en una pelea mano a mano y que su eventual desventaja residía en  sostener la mochila de la candidatura presidencial de Mauricio Macri. Se confiaba en el oficialismo, en cualquier caso, en que muchos intendentes peronistas promoverían el corte de boleta en la provincia en beneficio de Vidal y en perjuicio de Axel Kicillof, el candidato del Frente de Todos. Las urnas emitieron una brutal desmentida: la gobernadora perdió  ante un Kicillof que superó los 50 puntos. El corte de boleta fue ínfimo. En Córdoba, aunque se confirmó el único triunfo provincial del oficialismo, ni el número de sufragios que éste obtuvo ni la cifra que acompañó a Alberto Fernández (que más que duplicó el voto de Danuiel Scioli en 2015) entraban en las predicciones de las encuestas ni en las previsiones del equipo electoral nacional conducido por el jefe de gabinete, Marcos Peña.

La búsqueda de la polarización electoral, imaginada como recurso máximo  por los estrategas de la campaña oficialista, resultó un éxito…para la fórmula

Fernández-Fernández.

 El mismo domingo 11 a la tarde circulaba una información con sello de conocido comentarista que aseguraba que Macri y Fernández estaban cabeza a cabeza, separados apenas por una diferencia “en el registro del error muestral”.

Signo del descrédito que han alcanzado esos canales de comunicación, quedó demostrado en las urnas que las operaciones informativas intencionadas no ejercen mayor influencia sobre  la mayoría de los ciudadanos, aunque parece haber hecho estragos en  el electorado y  muchísimos cuadros del oficialismo, sumidos en el desconcierto que les provocó un escrutinio que desmentía ásperamente el relato entusiasta surgido desde arriba y desde los medios amigos.

La procesión va por dentro

La paliza electoral, sumada al desafortunado  discurso reiterado por el Presidente durante las dos primeras jornadas postelectorales provocaron una tormenta de debates en el seno del oficialismo. Se reclamaba de Macri que  reconociera explícitamente el triunfo de Alberto Fernández, hablara con él y se autocriticara públicamente por los discursos en los que demonizó una vez más a los opositores y virtualmente extorsionó a sus votantes para que cambiaran el sufragio en octubre. El Presidente terminó allanándose a estos cuestionamientos en su exposición televisada el miércoles, preparada por sus colaboradores, que leyó del teleprompter para evitar cualquier improvisación inconveniente.

Ante la borrasca financiera y la amenaza de que la situación se agrave, hubo algunos dirigentes que propusieron analizar la posibilidad de adelantar las elecciones de octubre.

Trataban de dar respuesta a un verdadero intríngulis provocado por las PASO: el Presidente luce derrotado y con un poder deprimido, pero Fernández, su probable sucesor, no ha sido formalmente electo porque legalmente el comicio presidencial no se realizó aún. Parece indispensable tener dispuesta una puerta de emergencia.

Los sectores más políticos del oficialismo reclaman de Macri medidas prácticas -muchas heterodoxas y  lindantes con el populismo, siempre criticado en esas filas- y una actitud dialoguista y calma, que no irrite al electorado y no acreciente el riesgo de un voto bronca recargado. También esperan cambios en el gabinete: aceptar el cansancio de Nicolás Dujovne y dar un descanso al desgastado Marcos Peña, reemplazándolo quizás por Miguel Pichetto.  Esos sectores reclamaban el contacto con Fernández. Algunos de ellos piensan en el adelantamiento de la elección de octubre. .

El adelanto tendría dificultades prácticas pero, fundamentalmente, es interpretado en la Casa Rosada como una aceptación formal  de derrota e impotencia. El riesgo inverso es que la realidad se encargue de desnudar esa impotencia en términos dramáticos.

Se le ha reclamado a Macri que actúe como Presidente y no como candidato. Es obvio que si el Presidente prioriza su rol de candidato sobre su papel institucional (como hizo en los cuestionados discursos de las primeras jornadas) se provocan reacciones en los mercados y se alienta a los sectores más belicosos de uno y otro bando.

Aunque no hay nada de ilegítimo en que el Presidente sea candidato la delicada situación creada por su derrota en las PASO le reclama un equilibrio muy delicado. Por otra parte, el problema es que Macri no puede dejar a su fuerza sin postulante presidencial, ya que hay muchas candidaturas que completan su boleta, desde quienes serán necesarios en el Congreso en el próximo período hasta quienes defienden posiciones en grandes distritos de enorme importancia o en comunas y municipios.

Es cierto también que a muchos de los candidatos de su fuerza que tienen posibilidad de conservar o ganar territorios la figura del Presidente les resulta un factor contraproducente. Eso ocurre, por caso, en la Ciudad Autónoma, en la provincia de Buenos Aires o en Mendoza.

Dureza testimonial y delirios

Los sectores más recalcitrantes del oficialismo -Carrió es un ejemplo- consideran en cambio  que la capacidad competitiva se vigoriza subrayando testimonialmente la “pelea cultural”, que suele equivaler a la denostación de la tradición peronista y de algunos de sus pilares (como el sindicalismo), juzgados como un todo haciendo pie en algunos malos ejemplos. Proponen profundizar la polarización cuyas consecuencias para el oficialismo han sido duras.

Estos sectores (y algunos de sus aliados mediáticos) insisten en  pintar al Frente por Todos como “kirchnerismo”, cuando, en rigor, el kirchnerismo es sólo uno de sus componentes por más que la señora de Kirchner sea el indiscutible puntal electoral, principalmente en el conurbano bonaerense. Del mismo modo, pintan a Alberto Fernández como un candidato condenado a recibir instrucciones de la expresidente, cuando no parece ocurrir eso: hasta ahora ha mostrado más bien un comportamiento autónomo y moderado y la evidente búsqueda de articular un sistema  que contenga al kirchnerismo pero se apoye más bien sobre una base más amplia -principalmente los gobernadores.

 Fernández pretende incluso incorporar  a sectores ajenos a su alianza política (ha declarado su deseo de contar con Roberto Lavagna, por ejemplo, algo que, si se concreta implicaría sumar no solo una figura, sino otra fuerza a su coalición; hay contactos con Emilio Monzó, del oficialismo, y con sectores de la UCR).

Si es comprensible que algunos sectores necesiten más pruebas para deponer sus sospechas de Fernández por su conexión con el pasado kirchnerista  (“el que se quemó con leche…”), no es en cambio razonable dar por sentado que Fernández, en virtud de esas presencias en su coalición, reproducirá o admitirá aquellos comportamientos y excesos.

Tampoco es demasiado plausible, si se quiere,  suponer que en estos tiempos líquidos el kirchnerismo mismo es algo que se mantiene rígidamente idéntico a lo que fue. Habría al menos que concederse la posibilidad de la duda. De hecho, el domingo 11, cuando habló en el festejo de la victoria electoral, Máximo Kirchner se dirigió a sus simpatizantes para dejar en claro que “no venimos a reproducir el pasado, sino para empezar una historia nueva”. Tal vez él también tenía sueño esa noche.

A partir del diálogo con su victorioso adversario y de las medidas que por fin  empieza a adoptar aunque antes las haya vituperado,  Macri difícilmente consiga recuperarse en octubre de la derrota de agosto. Sólo intenta detener una caída que amenaza su gobernabilidad y conservar el legítimo sueño de ser el primer presidente no peronista que termina, digamos, normalmente su período.

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