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La virtud de lo distinto

“Poder, Saber y Amor,a un mismo tiempo
Unidos y distintos
De la Divinidad componen su esencia”.
/“La Henriade”,Voltaire

Hablar de tolerancia en momentos en que la crispación pone a más de un sobreviviente a prescindir sin reparos de la mesura, dela necesidad de reconocer al prójimo yabrazar el “buen talante”, podría resultar un despropósito. Sin embargo y precisamente por eso,no deja de sertareade profilaxis social ineludible. Son muchos años ya de lidiar con la media vida procurada por una revolución que, fiel ala recetaschmittianade tachar de enemigoal adversario político (y “al enemigo ni agua”, como pregonó Chávez, el“gran humanista”),y aferrada al candado que creyó ver en la representación legítima de las mayorías, se permitió la inmoral licencia de echar mano a la “ley del más fuerte”.Nos consta: no hubo remilgospara despachurrar la diferencia, la pluralidad, para instaurar una desfigurada versión de democraciaajena al diálogo, al disenso, a la incorporación deloopuesto, alérgica a las instituciones y casada con la coacción,jaula donde la intolerancia se hizogarantíapara lasupervivencia delmandón; amargo anticipo de esa “sociedad fría” que,según Levi-Strauss,limita su progreso al rechazar la alteridad.

Conscientes y no de ello, hemos tratado de lidiar con la tarasca de esa infernal convivencia, rebuscando -al menos en el finito terreno de quienes apuestan a una democracia sin subterfugios-la gestión sensata de la particularidad: anhelo queaún cruzando unlaberinto en el que se entra con ojos vendados, comodiceTurgot, jugase a favor del descubrimiento de una verdad común. Procurar unidad en la diferenciapara contrarrestar elafán de homogeneidad de los intolerantes, apreciar la proliferación de ideasno consumisa aceptación, no como expresión de indulgencia sino como aportación, en fin, nos obligaba, “unidos y distintos”, a encontrar valor concreto en la tolerancia.Hoy, penosamente,eso cambió.

Agobiados por la calamidad y la pérdidatoscamente elaborada, a menudo pareciera“normal”que elprejuicio, la ignorancia, el fanatismo vayan usurpando los solares del conocimiento y la prudencia. Terrible cosa para un país que, víctima deladentellada del instinto y las pasiones más pedestres, comienza a creerque la capacidad de estar, hablar y actuar juntos, aún siendo diversos –eso que para Arendt define la política- no basta para producir cambios. Para los opositores el cisma ha sido crucial en ese sentido. La raya inquisitorial que algunos trazan ahora entre “genuinos” y “falsos” habla en nombre de un extremismo que desaloja al otro (el objeto de “depuración”), que lo desconoce einhabilita para la gesta de “salvación” del país.Reverdecidosjacobinos, contrarios a la conseja de evitar que lo defendido trueque en dogma o superstición, refractarios a la certeza de que sólo la batalla con su envés conduce al encuentro racional con la verdad, destazan reputaciones con prolijaafición de verdugo, e invocan “soluciones” que parecen extraídas de las páginas más innobles del pasado de las civilizaciones. Invasiones extranjeras, pena de muerte, sufragio censitario para evitar que “el voto de los ignorantes” valga igual que el de quien no lo es–¡vaya forma de “refundar” la república!-son algunas de las aberraciones que, en nombre de una tullida razón, son lanzadas al ruedo de la opinión pública.La intolerancia bailando desnuda, pues, como si nada.

Es allí cuando el ethos democrático, chocando con un entorno que lo desdice; la genuina disposición paraconcurrir como seres libres e iguales –en términos de isonomía– alámbito de la polis, se pone a prueba;y también cuando el valor de la tolerancia (esa cualidad de quien aceptalo disímil) comienza a cuestionar sus fronteras reales. Es el dilema ético que surge entre“tolerarlo todo” –lo cual podría conducir a esa indiferencia que acabaaniquilando al otro-; o ser “intolerante con el intolerante”, la intransigencia cuyo riesgo es aterrizar enla paradoja de una nueva suerte de fanatismo que apela a la exclusión,juzgada acá como moral y necesaria.No somos santos: de ahí la recomendación de superar el valor límite y asumir la interpelación constante que la otredad hace de él; de abandonar la noción de una humanidad pura o perfectao, por el contrario, incapaz de trascender sus propias realizaciones.

Como ideal que aspiraa sanar elvínculo entre seres a veces hondamente heridos,otras llevados por “fuerzas elementales”, la tolerancia, en fin, bregaconpiso resbaloso. A veces no será suficiente su envión para desactivar al perseguidor, y para eso también debemos prepararnos. Pero desde la convicción de que transitar con la alteridad es exigencia que nos confronta y define como humanos, vale la pena insistir en su sublime práctica, volverla medio y no fin, eso que allana el camino para el «ser hacia el otro«: una herramienta virtuosa para la inclusión que en algún momento nos permitirá entrever esa evolución que hace rato nos debemos.

@Mibelis

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