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Laberintos: Para (sobre) vivir en Venezuela

Armando Durán

¿Hacia dónde va Venezuela?

Quien nos haya conocido hace 25 años y nos visite ahora no se lo creería. A pesar de sus múltiples problemas y sobresaltos, Venezuela era entonces una nación orgullosa de su modernidad, de su equilibrio político, de su desarrollo económico, con una clase media en constante expansión desde los años sesenta y una vida cultural de muy notable pujanza. Hoy en día, después de casi 20 años de régimen chavista, el país se hunde en la miseria y la consternación.

¿Qué ha podido pasar para que de la noche a la mañana Venezuela se haya convertido en un país donde un profesor universitario gana 5 dólares al mes y millones de ciudadanos, que antes se paseaban por el mundo, felices de conocer otros hermosos parajes del planeta, ahora, víctimas de una crisis general sin precedentes en la historia republicana, viven condenados a la colosal tarea de conseguir un poco de comida para llegar vivos al día de mañana, sin asistencia médica y sin los medicamentos más elementales, sólo animados por el sueño de seguir algún día los pasos inciertos de esos centenares de miles de hombre, mujeres y niños que a diario cruzan a pie las fronteras de Venezuela con Colombia y Brasil en busca desesperada de una alternativa más humana para sus vidas?

¿Cómo ha llegado Venezuela, en tan poco tiempo, a precipitarse al abismo que significa ser un país petrolero que ya no produce ni petróleo, con una tasa de inflación que mientras yo escribo estas líneas se calcula que supere este año la cota de 50 mil por ciento, inaudita encrucijada política y existencial que como mejor se ilustra es teniendo en cuenta que el sueldo básico mensual, llamado integral porque combina el salario mínimo y el bono alimentario, que en la práctica es el ingreso de la mayoría de la población, es de apenas 5 millones de bolívares, menos de dos dólares, mientras que un kilo de carne molida, pongamos por caso, cuesta en el supermercado de la esquina más de 6 millones de bolívares?

¿Y quién puede explicarse sin perder la razón en el intento cómo carajo en Venezuela un millón de litros de gasolina, es decir más de una veintena de camiones cisternas con 38 mil litros cada uno, cuesta lo mismo que un café en la barra de una cafetería?

La semana pasada, mi última compra en un supermercado vecino a mi casa, un kilo de carne molida, un kilo de leche en polvo, dos bolsas de pan de sandwich, medio kilo de caraotas negras, verduras, frutas y algo más, costó 42 millones de bolívares. A la tasa oficial de cambio, que es de 120 mil bolívares por dólar, una ficción tranquilizadora para los propagandistas del régimen, esos millones de bolívares equivalen a 350 dólares. O sea, que a ese tipo de cambio yo habría pagado mucho más que en Estados Unidos o Europa, pero que a la tasa de cambio real del dólar, que al día de ayer era de casi 3 millones 300 mil bolívares por dólar en el mercado paralelo, cambio ilegal pero única referencia válida para fijar los precios y los costos de reposición de los productos que se compran y venden en Venezuela, esa compra apenas habría costado 13 dólares, una cantidad pequeña que sin embargo sólo está al alcance de los bolsillos más ricos del país y de los afortunados venezolanos que reciben remesas en dólares del exterior, a las que el Banco Central de Venezuela les fija una tasa de cambio de dos millones 500 mil bolívares por dólar.

Estos cálculos laberínticos ilustran el disparate de una política cambiaria elaborada sobre un rígido control de cambio que se aplica desde finales del año 2002 con la única finalidad política de arrinconar y asfixiar al sector privado de la economía, y que a su vez condena a los venezolanos a tener sus ingresos en bolívares que ya no valen ni el costo del papel en que se imprimen los billetes, mientras los precios de todo lo que se vende en el país los fija el tipo de cambio del dólar en el mercado paralelo. Un hecho, que es el fruto muy amargo del empeño obsesivo del régimen por destruir las bases económicas del sector privado de la producción y porque Hugo Chávez, irresponsablemente, decidió transformar a PDVSA, que era una empresa estatal manejada técnica y administrativamente de manera impecable, siempre al margen de los naturales vaivenes políticos, en simple caja chica al servicio del régimen para financiar la expansión del chavismo en la región y la sustitución de los bienes y servicios de producción nacional que ya no se producen por productos importados.

La gran crisis financiera de 2008 y el subsiguiente derrumbe de los precios del crudo en los mercados internacionales disolvió abruptamente esa falsa ilusión de la riqueza sin fin. A la caída brusca de los ingresos de origen petrolero se sumaba de pronto la destrucción sistemática y suicida de PDVSA, que ha dado lugar a que su producción de crudos, según la información oficial de la OPEP, haya descendido, de los tres millones y medio de barriles diarios que se producían cuando Chávez asumió la Presidencia de la República en 1999, a los 1.3 millones de barriles que se producen hoy en día. Una producción del todo insuficiente para que Venezuela no muera de mengua y también insuficiente para que PDVSA cumpla sus compromisos con los clientes internacionales de Venezuela.

La consecuencia directa de este disparate es que sin apenas productos de manufactura nacional, Venezuela, un mercado con más de 30 millones de consumidores potenciales, sin los dólares que se requieren para financiar la importación de lo que ya no produce la industria nacional, sufre los efectos devastadores de la creciente escasez de todo. Esa es la causa de que se hayan disparado a velocidad vertiginosa tanto la tasa de la inflación como la devaluación del bolívar. Una situación que nada tiene que ver con la supuesta conspiración de los enemigos del pueblo, calificada desde La Habana de “guerra económica del imperialismo contra la revolución bolivariana”, sino con las decisiones políticas del régimen, culpable de que los venezolanos, empobrecidos como nunca antes, se encuentren de pronto abandonados a su suerte en medio de una crisis que ya se ha hecho auténtica crisis humanitaria.

Se trata de una situación económica y social insostenible, de origen exclusivamente ideológico, la construcción de lo que los asesores de Chávez llamaban “socialismo del siglo XXI”, que no es otra cosa que el afán por reproducir en Venezuela la anacrónica experiencia cubana. De ahí que esta situación no podrá ser modificada, mucho menos superada, mediante la aplicación de simples medidas económicas, como sugieren algunos voceros muy mediatizados de la oposición, sino que sólo podrá ser resuelta con la sustitución radical del proyecto fidelo-chavista que ha marcado el rumbo del proceso político venezolano desde 1999. Mientras no ocurra ese cambio, la crisis humanitaria, incluyendo el éxodo masivo de ciudadanos y la muerte de muchos de ellos por falta de alimentos y medicamentos continuará avanzando y profundizándose.

Demostración palpable de esta circunstancia agobiante son las colas interminables, el malestar que desmoraliza a la gente y apaga la luz de sus miradas, la impotencia de un régimen sometido a la dictadura implacable de su ideología y del ciego rencor social que la impulsa. Y el encierro de todo el país en un callejón sin salida hasta que la lucha agónica de los ciudadanos por sobrevivir a la catástrofe termine por hacer estallar en mil pedazos esta inmensa olla de necesidades elementales imposibles de satisfacer en que se ha convertido Venezuela. Es decir, hasta que se produzca ese estallido social que parece inevitable, aunque nadie pueda presuponer su resultado. Seguramente por eso, porque de seguir rodando por el plano inclinado de la crisis Venezuela se aproxima muy peligrosamente a un territorio de naturaleza y dimensiones desconocidas, los obispos venezolanos, reunidos en la 110ª Asamblea General de la Conferencia Episcopal Venezolana, han dado a conocer este miércoles un comunicado en el que señalan que el carácter ilegítimo y fraudulento de la elección presidencial del pasado 20 de mayo ha determinado que actualmente a Venezuela la gobierna un régimen de facto. En vista de ello, y para evitar males aún peores, exhortan a los dirigentes de la oposición a ofrecer alternativas de cambio al pueblo, y a la Fuerza Armada Nacional a mantenerse fiel a su juramento ante Dios y la Patria de defender la Constitución y la democracia. Una recomendación con la que indican el único camino a transitar para “restituir el poder soberano por todos los medios constitucionales.” Una advertencia ante la cual cabe preguntarse si es hacia allá que finalmente vamos. Porque si no, queridos lectores…

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