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Las murallas interiores

Muchos de los conflictos humanos tienen que ver con lo que entendemos por realidad. Grandes conflictos, pequeños conflictos. Enfrentamientos y divisiones. Yo soy el bueno y tú eres el malo, y “cómo es posible que no veas lo alejado que estás de la realidad”. En cierta medida el ser humano distorsiona lo real, unas veces por puras limitaciones y condicionamientos y otras veces por pura conveniencia.

Por propia fisiología, el ser humano no puede acceder a todo el rango estimular que le rodea. Los sentidos con los que podemos captar lo que ocurre a nuestro alrededor, tienen un rango de antena determinado. Fuera de ese rango, no podemos contactar con nuestro medio. Esto por una parte. Por otra, todos y cada uno de nosotros tenemos una determinada biografía, es decir, una experiencia personal de vida, en la que hemos ido configurando la manera en que entendemos las relaciones personales, las motivaciones, el concepto de familia, el del éxito y el del fracaso, y muchos otros, en definitiva, un particular modo de entender el mundo. Esto se ha producido a base de vivir, fundamentalmente, en compañía de otras personas, siendo las experiencias tempranas, las de cuando éramos niños, las que han tenido mayor peso a la hora de configurar la peculiar manera de conectar con la realidad. Podemos llamarlo educación.

Y, por último, el nicho social en el que cada uno de nosotros se desarrolla, también influye en la orientación con la que percibimos la realidad. La persona podrá ir acercándose a esto que conocemos como realidad en la medida que sea consciente de que los filtros están presentes en su vida. No se trata de no tenerlos, se trata de saber que se tienen.

Creo que la clave en la explicación de los conflictos, divisiones y enfrentamientos humanos está precisamente en esa orientación en la que el ser humano percibe la realidad. Y cuando dos personas, dos grupos, dos sociedades no perciben algo de manera similar, aparece en primer lugar el desacuerdo y a continuación la defensa de las “realidades” subjetivadas, en algunos casos de forma más o menos civilizada, pero en otros a base de quién es el más fuerte.

Todo puede visualizarse en la figura de un iceberg. Lo que vemos viene a ocupar un 20% como mucho de lo que en realidad es. El otro 80%, sumergido, no lo vemos, no tenemos acceso a él, a no ser que seamos conscientes de que sí existe y que por lo tanto será necesario mojarnos para tomar contacto con esta parte oculta.

La parte sumergida viene a constituirse en el entramado de intereses ligados a la emoción, a las necesidades no expresadas, a los deseos no manifestados y a otras tantas variables no explicitadas en un conflicto. Son precisamente las partes del desencuentro, pasan desapercibidas en casi todos los enfrentamientos. Si no tenemos acceso a cómo se siente el otro, difícilmente podremos establecer vías de solución conjuntas a través de una posición empática mutua. Contemplar con exclusividad la punta del iceberg, muchas veces traducido en unidades de conducta, entorpece el debate entre las partes sobre los costes y sobre los beneficios del enfrentamiento. Si muchas guerras hubiesen comenzado por el análisis de lo que puede ganarse o perderse alrededor de una mesa…

La teoría del iceberg también nos funciona a diario. De hecho, buena parte de los malentendidos en las relaciones personales tienen que ver con la evaluación de lo que se dice o lo que se hace, desatendiendo los motivos por los cuales se dice o se hace algo.

Tal vez lo importante sea no pensar tanto en los grandes conflictos, de esos que aparecen en la televisión a las nueve de la noche, y por qué no, volver la mirada hacia los conflictos, no tan mediáticos, pero no menos importantes, como son los que tú y yo tenemos en forma de frente abierto…con las personas que solo tú y yo sabemos.

Twitter: @Tel_Esperanza

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