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Lo que puede un cuerpo

Cuán mustios lucen hoy los laureles cosechados por Venezuela como uno de los países “más felices del mundo”, según proclamó en más de una ocasión el “Informe Mundial de Felicidad” que anualmente divulga la ONU. La más reciente encuesta de Varianzas (septiembre 2017) incluye un elocuente gráfico que mide las palabras que “mejor describen su estado de ánimo respecto al país”: entre las negativas, (“Pasiones tristes”, las nombró el indispensable Baruch Spinoza en su “Ética”) que abarcan 74% de los desahogos, figuran “Decepcionado” (25%), “Molesto (23%), “Pesimista” (14%) y “Triste” (13%). Los exóticos “esperanzados” que se atreven a identificarse como tales, apenas arañan el 10% del total. Así la medición de marras llega para certificar aquello que la estancia en cualquier cola de un comercio, la reunión casual o rutinaria con conocidos, el áspero cambalache en las redes sociales o hasta la íntima conversación con el espejo destapa con porfía: Venezuela -como la pálida princesa de la “Sonatina” de Rubén Darío- está triste. Triste, iracunda, descorazonada.

En medio de un déjà-vu cebado por la incertidumbre, la montaña rusa de nuestras emociones nos castiga otra vez con su mecánica perversa: llevarnos a un nuevo sótano (cada vez más hondo, eso sí) luego de creer que, efectivamente, la longeva y manoseada “fase terminal” del régimen encontraría por fin un corolario. Tanto como las razones –o imprudencias- que nos llevaron a ese convencimiento, importa en esta hora crucial reconocer y paliar sus resultas; pues esa práctica que nos hace botín crónico de nuestros estados de ánimo, ese agobio que compromete el conatus, el esfuerzo vital, la pulsión, lejos de despabilarnos, convierte al deseo en una amenaza; y nos vuelve seres frágiles, políticamente impedidos. Un escenario que en vísperas de los eventuales comicios regionales resulta muy jugoso para el régimen, por cierto, principal beneficiario de esa inacción que se asienta en la desesperanza.

No incorporarse, no reaccionar, detenerse por sentir que la solución del problema elude nuestro control en medio de una situación límite que entre el todo y la nada, nos llevó a la nada: la potencia de obrar del cuerpo sufre cuando las circunstancias se vuelven latigazo brutal en nuestra espalda, sin duda. Resultado de confundir “el desencanto con la verdad”, como llegó a decir Jean-Paul Sartre, -culpa de su condición de soñador, según él mismo admitía- cuando descubrimos que la verdad no es una promesa infalible de mejoría, nuestra energía tiende a replegarse, igual que la de esas criaturas que hibernan para evitar lidiar con los brutales rigores del invierno. Todo lo anterior, aunque humanamente comprensible, resulta en desventaja para quien enfrenta la aplanadora existencial del poder. Como el elefante inmovilizado por la ilusión del grillete que ya no lo sujeta: una sociedad cuyo espíritu ha sido apaleado, fragmentado, desarticulado, ganado por la sensación de impotencia, reducido por la primitiva amenaza de la “guerra de todos contra todos”, será más fácil de contener.

De allí que la supresión de la política, el boicot de vínculos, redes y contextos que dan forma a esa actividad de ciudadanos libres interactuando en el espacio público, se convierte en objetivo esencial para los autoritarismos. La comunicación truncada, la palabra que ya no circula, son metas a favor del plan de mantener a los opositores sumidos en un marasmo que les impida ponerse de acuerdo y actuar juntos. La sospecha mutua ha sido sembrada con malignidad en parcela abonada por el descontento; por si fuese poco, son muchos los que, aturdidos por la recurrente caída, han perdido de vista que ser mayoría de poco valdrá si no damos utilidad política a esa fortaleza, si no nos organizamos de nuevo para generar presión efectiva desde adentro, cada vez que haga falta.

No llamo a nada: el daño está hecho”, escribe algún académico estrujado por el azote de esa Razón Cínica que desenmascara Peter Sloterdijk. Del mismo modo en que un organismo domeñado por la larga enfermedad decide rendirse cuando aún quedan curas por aplicar, la aflicción, el no-saber, el miedo, sofocan la posibilidad del cuerpo social, el despliegue del deseo, y lo confinan al mundo de Thanatos, el de la blanda muerte. Por eso el gobierno prefiere vernos regodeándonos en el desaliento, justo eso que nos entumece, que nos hace vulnerables.

Por supuesto, no hablamos de despachar frívolamente el fardo de realidad con el que trajinamos, y que día a día se hace más ominoso e irritante. Se trata de aprovechar el poder pasional intenso, el envión de la furia o del sollozo para dar fuelle a brazos, torso, piernas, pulmón, cerebro, alma; y activarnos. “Nunca se sabe lo que puede un cuerpo”, advierte Spinoza. No deja de ser estimulante, por tanto, la idea de desafiar no sólo la aplastante vis de los mandones, sino también la certidumbre de los expertos: esa cómoda, triste cárcel que tan a menudo nos dispensan los devotos de las profecías autocumplidas.

@Mibelis                                                                                

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