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Los ojos, que no ven

“Sé que mi padre ha muerto: pero lo que no puedo
entender es por qué no viene a casa a cenar.”
Testimonio de un niño (cita de Freud)

En reciente entrevista, el economista Richard Obuchi insistía en la urgencia de que el Gobierno “le hable claro al país”: que sólo un diagnóstico que responda con precisión a la realidad permitiría ofrecer soluciones ajustadas a los problemas. Su reflexión, sin duda, no tiene filtración alguna: se trata de sana, limpia lógica. Sin embargo, dadas las acciones a las cuales nos ha acostumbrado el hacer revolucionario, la expectativa de evaluaciones “ajustadas a la realidad” supone cierta complejidad. Y es que hay una clara escisión entre lo que ve el Gobierno y una verdad que día a día se contorsiona, serpentea, menea la cola frente a nuestras narices (a pesar del escamoteo de cifras oficiales, nada evita que hoy seamos el “hazmerreir de América Latina”, tal como asegura el ex ministro Giordani en derroche de paterno desentendimiento) lo cual sugiere que, más que un asunto de pro-castinación o mera parálisis, se ha tornado, por no soportarla, en simple evasión de la realidad.

Cosa terrible, que contrasta con la repentina “iluminación” de algunos chavistas a toda prueba. Es el caso del propio Giordani, quien aparentemente liberado de la camisa de fuerza de su antigua investidura –aunque no del aún más asfixiante, ceñido corsé de su discrónica convicción ideológica- de pronto advierte el tóxico alcance del mal manejo económico del Gobierno al cual perteneció. Así, critica el desbordamiento de la burocracia, la “perforación” de la renta, el impúdico despilfarro, la corrupción, el colapso del aparato productivo, la “ninfomanía fiscal”; el síndrome, en fin, del “Rey Midas, al revés”. Para el sector del Ejecutivo en funciones, sin embargo, nada de esto parece existir. Basta atender las recientes cadenas del presidente Maduro, o las declaraciones de voceros como el Ministro Jaua, por ejemplo, quien amén de afirmar que “sí ahorramos” (“Si no, no hubiésemos podido resistir esta caída de los precios del petróleo”, replica convencido al periodista Mario Villegas) retorna incansable al manoseado argumento de la guerra económica. No: ya no hay manera de conciliar disonancias en la percepción de uno y otro lado. Y mientras más se acentúa la crisis, la respuesta evasiva (la “venta del sofá”) por parte del régimen es más dramática. De modo que ante la perspectiva contrapuesta de esos dos países –uno, el caótico, el de las colas, hijo negado de la ruinosa ineficiencia gubernamental; y el otro, el de la “Venezuela potencia”, víctima de codicias, saboteo y conspiraciones de toda traza- cabe asomar una posible explicación: el consecuente repudio al contacto con la realidad, producto de una ansiedad imposible de manejar, surge tras la búsqueda de una suerte de “refugio psíquico”. Allí, esa realidad alternativa que se ha enemistado con las evidencias, lejos de convertirse en un estado transitorio muta más bien en un estilo de vida, “un tipo de mundo de ensueño o de fantasía” que, como indica el Dr. John Steiner, resulta preferible al mundo real.

Considerando la plusvalía política en este caso, luce interesante extrapolar hacia lo colectivo el enfoque del psicoanálisis: optar por ese refugio responde a un trauma de elaboración del duelo. Es justo admitir que el chavismo ha lidiado con cruciales pérdidas: desde la desaparición insustituible del líder (el Padre simbólico) pasando por la disminución de recursos y la consecuente merma de apoyos internos y externos. “El legado” se torna así en referencia de identidad común cada vez más retórica y menos concreta: he allí, pues, la mengua más significativa. De la incapacidad de renunciar a esa otra realidad que ya no existe ni existirá, surge la evasión, el mecanismo de defensa: como el rey Boabdil de Granada, quien creyendo que así conjuraría el dolor por la caída de Alhama, mata al mensajero que llega con la noticia.

Sí: en un momento, suprimir la realidad (incluso mediante el artificioso uso de una neo-lengua que divorcia la palabra de sus contenidos tradicionales) pareció una opción de supervivencia para el chavismo. Pero es obvio a estas alturas que la terquedad para aceptar lo que es manifiesto y la necesidad de justificarse (aún con argumentos tan estrambóticos) es también seña del conflicto que produce el ineludible reconocimiento de un entorno cada vez más acuciante, del miedo a la pérdida del control. Quien tenga ojos, que vea: un país urgido de respuestas no puede darse el lujo de anclarse a la espera de esa iluminación colectiva capaz de revertir la adicción a las “fantasías compulsivas”; esas, que alientan el camino de una temeraria radicalización. ¿Logrará la responsabilidad política manifestarse antes de que sea demasiado tarde? No lo sabemos. Entretanto, una agobiada mayoría que no dispone de tiempo ni de bríos para torear realidades, hace interminables colas, con la esperanza de llegar al final, antes de que también se le agote la paciencia.

@Mibelis

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