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Los partidos en su hora “D”

Cuando una crisis se prolonga, el analista suele parecer reiterativo. La única excusa, en mi caso, es que conozco demasiado bien lo que sucede cuando una crisis no encuentra su puerta de salida y los partidos políticos juegan a la ruleta rusa con la democracia. Chile sigue viviendo en tensión extrema y la clase política no responde a la gravedad del momento.

Según la experiencia histórica, los partidos políticos democráticos que no atinan a conducir una gran crisis terminan arrasados por la misma. Crudamente lo expresó Simone Weil en plena Segunda Guerra Mundial: “el hecho de que los partidos existan no es en absoluto un motivo para conservarlos”.

En nuestro caso y por extensión en América Latina, su rol desfalleciente nos está planteando el tema mayor: cómo mantener la democracia representativa sin combatir a la delincuencia organizada y la violencia terrorista. Una dificultad grande –dado que somos copiones- es que el contexto democrático occidental dejó de ser estimulante. Los Estados Unidos ya no asumen la misión autoasignada de expandir la democracia. Con Donald Trump optaron por el aislamiento, la apología del Muro y hasta las groserías contra países de la región. Europa, por su parte, hoy no luce como modelo alternativo. Con el Brexit se abrió un forado para socavar la integración de las democracias desarrolladas. En paralelo, emergen separatismos sísmicos, grandes referentes políticos dejan de ser lo que eran y se producen entendimientos ominosos entre nacionalistas, populistas y neofascistas en Alemania, Austria, Francia e Italia.

Para salir del callejón lo primero es asumir, sin eufemismos, la inanidad de los partidos chilenos realmente existentes. Si ya ni siquiera fingen representar a sectores enormes de la sociedad y carecen de líderes, es inevitable que se les perciba como “clase política” marginal, que se esconde en la adulación a “la calle” .

La segunda realidad, vinculada, es la decadencia de la tesis según la cual “sin partidos políticos no hay democracia”. De partida, la ciudadanía hoy percibe que ser militante dejó de ser aval para postular a cargos de representación. Y máxime, en el contexto de una hiperfragmentación social, inducida por el crecimiento urbano, la problemática mapuche, el Me too, la inmigración masiva, las organizaciones temáticas y las redes sociales.

Una tercera realidad crítica de los partidos, es el mal escuchado repudio popular a los privilegios, con cargo al Presupuesto, que se distribuyen. Basta ejemplificar con la “dieta parlamentaria” (y sus significativos colgajos), que se fija en relación con las más altas remuneraciones del Estado y no con el salario mínimo. Lejos está de su origen semántico e histórico según el cual –María Moliner dixit- dieta es “lo que se da para vivir”.

Con base en esas tres realidades, parte importante de los políticos chilenos -de cualquier partido- llegó a insertarse en el segmento socioeconómico más alto. Desde ese atalaya pueden manejar los misterios de los mercados con más éxito propio del que sería prudente, beneficiando, de paso, a clientes y parientes. Lo paradójico es que algunos tienden a justificarse con la legalidad que ellos mismos contribuyen a forjar y creen que una de las soluciones es aumentar las curules, para mantener una representatividad proporcional … de la cual carecen.

La gran política pública para sostener la democracia representativa exige, entonces, recuperar el capital cultural democrático dilapidado, teniendo presente la sombría opción del estudioso francés Guy Hermet: “a veces son preferibles regímenes autoritarios liberalizados a las seudodemocracias corrompidas”.

En lo más obvio, aquello exige que los partidos no contribuyan a derribar nuestra democracia realmente existente, con acusaciones constitucionales cruzadas, vista gorda ante las acciones violentistas, sesgos diversionistas ante el vandalismo ni, menos, llamando a la renuncia del Jefe de Estado.

Más allá, es imperiosa su renovación profunda y esto significa pasar del dispendio presupuestívoro a la austeridad, del proyecto clientelar al proyecto-país, de la subestimación de la corrupción a la guerra contra la misma y de la autocomplacencia opositora al enfrentamiento de la crisis del Estado en desarrollo.

Para esos efectos, sus dirigentes tendrían que abandonar la pretensión (o la ilusión) de que sólo ellos garantizan la democracia y transitar desde ese absolutismo al relativismo de la realidad. Al fin y al cabo, organizar elecciones es un problema más de operadores que de líderes.

Por todo lo señalado, en este momento todavía añoramos una declaración movilizadora, de todos los partidos del sistema, sobre dos bases de mínima unidad nacional: afirmar la continuidad democrática que tanto costó forjar e impedir que fuerzas oscuras sigan destruyendo a Chile.

El problema es que el tiempo se acaba.

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