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Los peligros de gobernar (sin medida de tiempo)

La teoría política es suficientemente prolífica, al momento de considerar el concepto de “gobierno”. No obstante, su comprensión rebasa la capacidad de interpretación que deriva de su explicación. Sobre todo, porque dicho concepto está asociado a la noción de Estado. Y es lo que, muchas veces, dificulta ser traducido a la realidad en la que su ejercicio se requiere. 

Gobernar es más de lo que puede significar la intervención de un conjunto de personas (gobernantes) en la orientación política de una sociedad. Aunque la acción de “gobernar” se complica más aún cuando el grupo de individuos, detentando el poder político que corresponde a su investidura como gobernantes, actúan desde un marco de instituciones políticas. Todas representativas del papel que las funciones del “Estado” les confiere. Y que además, especifica el ordenamiento jurídico respectivo.

Pero sucede y acontece que quienes actúan como agentes políticos en “representación” del gobierno, generalmente se consideran por encima de la ley moral. Por encima de lo que refiere la gerencia política. O a espaldas de lo que concierne a la ética pública. Problema éste que se agrava toda vez que el funcionario, poco o nada comprende de su condición de “servidor público”. Aunque la presunción de ejercer un cierto poder político, lo induce a identificarse con la estampa de usurpador, explotador, timador, dueño, usurero o de abusador público.

Esta situación coadyuva a desvirtuar las funciones y estructura del gobierno. Por tan enjundiosa razón, “gobernar” se torna en un dificultoso proceso. Así tienden a instituirse retorcidos criterios gubernamentales motivados por excusas que podrían considerarse inmorales o penales. Muchas de ellas asumidas en nombre del “Estado”. O de la ideología política sobre las cuales se asientan ejecutorias ordenadas a instancias del poder político. 

De manera que “gobernar” se ha convertido en una misión de profundo cuidado. Sólo que son pocos quienes tienen por virtud, la capacidad de actuar como timonel de un gobierno al apostar a conducir el proceso hasta “puerto seguro”. Pese a las tormentas que, seguro, embestirán -en algún momento- el periplo. En ese sentido, podría parafrasearse que “gobernar” es como el arte de navegar. 

Por eso los navíos cambian su tripulación. Esto, a fin de evitar prácticas amañadas que puedan poner en riesgo el progreso de la navegación. Más, cuando se reconoce que lo único estable es el cambio. O los cambios que naturalmente ocurren. Particularmente, cuando se conduce una sociedad cuyo desenvolvimiento sucede en medio de realidades extremadamente variables. Y es lo que origina la incubación y reproducción de problemas que se tornan en vicios sociales, políticos y económicos. 

Razón tuvo Simón Bolívar cuando, ante el Segundo Congreso Constituyente (Angosturas, 1819), asintió que “la continuación de la autoridad en un mismo individuo, ha sido frecuentemente el término de los gobiernos democráticos”. Asimismo, Porfirio Díaz, militar y estadista mexicano, aseveró que “es muy propio en los pueblos democráticos, que sus gobernantes cambien con frecuencia”.

En ambos pronunciamientos, deja verse el problema que para el ejercicio de la política, constituye la soberbia como expresión del “engolosinamiento” que produce el poder mal entendido. Es la fuente de la cual emana la intimidación y la intolerancia. Es camino seguro del autoritarismo. Si no, del totalitarismo. Por eso, muchas veces, en su realidad se consolida verdaderos entuertos políticos como la oclocracia, el populismo o estructuras de Estado de contrariada razón ideológica. 

De la esencia de situaciones así, derivan tanto peligros como equivocaciones que llevan a la descomposición del gobierno. Y que para entonces, sus gobernantes habrán enfermado de perversidad e impudicia. Aunque en el fragor de dichas realidades, los problemas se complican. Aunque, a decir de Lao Tsé, filósofo chino, “ gobierna mejor, quien gobierna menos”. 

Sin embargo, no hay duda de que cuando el gobernante lo obnubila el poder, busca enquistarse, enroscarse, embutirse en el mando. He ahí el germen del cual emergen los problemas de gobernar. Sobre todo, si el proceso de gobierno pretende asirlo a doctrinas soportadas en el egoísmo, la bravuconería y la prepotencia. Todas ellas razones que encubren la miseria, la mentira y la traición.

Así que de no darse con la fórmula que logre moderar una sociedad con justicia, en concordia, al amparo de las libertades y derechos fundamentales, y sin los excesos que desvirtúan el equilibrio de la vida, no podría hablarse de un gobierno ciertamente ponderado. Menos, democrático. Y no porque debe buscarse un gobierno “perfecto”. Ahí no reside el problema. Aunque debe reconocerse que todas las formas de gobierno tienen el valor que le asigne quienes bajo sus dominios puedan verse protegidos o perjudicados. Y ello sólo es posible, cuando el gobernante pueda comprender que gobernar por exagerado tiempo, lo acerca a contagiarse de los peligros de gobernar (sin medida de tiempo).

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