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Madurolandia

Usa el lenguaje mecánico que sabe y dice que va a “forzar la máquina política”. Una expresión que se le antoja al presidente, si se quiere, feliz, de esas que ayudan a construir su mundo mágico, en el que se manejan los discursos a su antojo, en el solo tratamiento de ‘forzar’ busca eso, que su propio aparato político empiece a darle resultados… Algunos, aunque sea.

Sigue, dentro de su agobio, ofreciendo lo que lleva manifestando desde hace días, un sacudón de las bases corruptas de su gobierno, de todas, inclusive las relativas a la toma de decisiones. Busca, a como dé lugar, rescatar el sentido originario del chavismo, de esa ‘revolución bonita’ que el comandante sembró.

Busca hacer la “revolución dentro de la revolución” para dar paso a un nuevo Estado. Una especie de ‘constituyente’ dentro de su propio marasmo de luchas intestinas por el liderazgo de las filas rojo-rojitas. Busca ser eficiente, luego de demostrar su enorme incapacidad para gobernar, para tomar los asuntos de Estado y gobierno como toca, con determinación, son criterios de autodeterminación de pueblo, con sentido soberano, sin dejarse amilanar por las voces que provienen de Cuba.

Le explotan los resultados de su inacción en la cara. Tiene la popularidad cercana al 30%, debe tomar decisiones en materia de precios de los combustibles y le tiembla el pulso, ha endeudado al país una vez más, tiene los índices de inflación más altos de toda América Latina. En fin, una lista enorme de falencias y deudas con la moralidad del voto confiado por el pueblo chavista que le legó el comandante.

No hay capacidad de asombro. El país de los industriales de éxito de la década de los setenta se desmoronó bajo la envidiosa mano del finado Hugo Rafael, que con su dedo televisivo fue señalando todo lo que le incordiaba con el grito de ¡exprópiese! El país de Maduro no se queda atrás.

Le va a costar mucho ese zarandeo, ese sacudón porque lo que tiene entre manos, sobre la mesa del Palacio de Miraflores es una enorme torre de papales sin resolver. ¡Cómo le gustaría que aquellos industriales expropiados pudieran poner en marcha sus empresas! ¡Cómo le gustaría que se generara empleo, exportaciones, producción suficiente para autoabastecerse aunque fuera de papel toilette! No puede, tiene a los hermanos Castro resoplándole en las orejas de esas consignas vetustas de revolución y pobreza.

En el país de Maduro –Madurolandia– ya no queda ninguna oportunidad de emprender. Los sueños de los habitantes de ese país de fantasía son como los de los hombres de Neanderthal, seguir vivos al día siguiente, comer algo antes de dormir y, si se puede, ayudar a cazar para contribuir con el clan. Atrás quedan las posibilidades de imaginar futuro, de pensar en llenar la nevera con alimentos de buena calidad, en acudir al médico y después ir a una farmacia a comprar los remedios para los males diagnosticados.

Madurolandia es un despojo de lo que en un pasado fue la Gran Venezuela, aquel país petrolero que enviaba a sus jóvenes a formarse para que regresasen a hacer nación. Hoy, como por arte de magia, los hijos de esos jóvenes, hoy hombres y mujeres que fundaron sus familias al regazo de un país en el qué creer, huyen por el aeropuerto. Salen en desbandada con su Skype instalado para mantenerse conectados con su gente porque saben que si vuelven, si apenas lo piensan, pierden.

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