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Medio siglo de contar

La editorial Océano de México me propuso una Antología Personal de mis cuentos escritos a lo largo de medio siglo, y tras un largo y duro debate sentimental conmigo mismo terminé eligiendo veinte de entre un centenar. “Los hijos, señor, son pedazos de las entrañas de sus padres, y, así, se han de querer, o buenos o malos que sean, como se quieren las almas que nos dan vida”, le dice don Quijote al hidalgo a quien se encuentra en el camino.

Pero a la hora de decidir cuáles quedaban de entre esos hijos de las entrañas, recordé también que, al cabo de su vida, Rubén Darío hizo una selección de sus poemas para una antología personal que publicó la editorial Corona de Madrid, y no le tembló el pulso al eliminar todo Azul, su celebrado primer libro de 1888.

Mi antología de Océano, que presentaremos en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, me ha dado la oportunidad de repasar mi carrera de cuentista empezada en la adolescencia.

Publiqué mi primer libro, Cuentos, a los 20 años,  de mi propio bolsillo,  una hermosa edición artesanal de 500 ejemplares, compuesta a mano por los tipógrafos que trabajan semidesnudos en el calor de 40 grados a la sombra, los torsos relucientes, como en las novelas de Balzac, en la imprenta de mi amigo el escritor Mario Cajina Vega, de la calle del Triunfo en Managua. Tulita, mi novia entonces, salió a venderlo de puerta en puerta por las calles de León, llena de entusiasmo, y yo, aterrorizado, pasé escondido tres días en mi pieza de estudiante.

Otra parte de la edición la dejé consignada a las pocas librerías de la capital que pulverizó el terremoto de la Navidad de 1972, para volver cada sábado a preguntar cuántos ejemplares se habían vendido. Me gusta repetir que en una de esas ocasiones la propietaria de la librería Selva, al contar los diez que le había dejado, halló que habían once.

Era impensable que una librería te pagara por adelantado. Impensable que un amigo comprara tu libro, pues siempre esperaba que debías obsequiárselo, y, además, estaba de por medio una broma lapidaria. Quien lo recibía de regalo, te decía: “firmámelo, para que no digan que lo compré”. Se lo conté una vez a Gabriel García Márquez, y cuando me dedicó El amor en tiempos del cólera, escribió: A Sergio, para que no digan que compró este libro; con el abrazo de siempre. 1987.

Mi padre quería que yo fuera el primer abogado en mi extensa familia.  Y antes  de presentarme delante de él con mi título universitario, primero le llevé aquel libro de cuentos. Temí entonces lo que iba a decirme,  que de escribir no se come, primero la maldición de la música, pues mi abuelo y tíos paternos eran todos músicos pobres,  y ahora la maldición de la literatura; pero tomó el pequeño volumen, le dio vuelta al revés y al derecho, lo hojeó, y me dijo: “ahora tenés que escribir una novela”.

No me desanimó, contra lo que yo esperaba, y me dio un consejo que él consideraba lógico: ir de la escala menor a la mayor, el cuento como un primer peldaño para ascender a la novela. El oficio me enseñó, sin embargo, que se trata de dos géneros con pesos distintos, pero no subordinados.

Yo me preparaba para ser cuentista, y lo que leía eran cuentos. Y en eso apareció Pedro Páramo de Rulfo, y entonces se me abrió una nueva perspectiva y me entregué también a leer novelas, ahora con el propósito de ver cómo estaban dadas las puntadas de la trama, cómo era el revés del bordado.

Cuando a un escritor se le pregunta por los primeros libros que leyó, generalmente comienza citando Sandokán, de Salgari, o La Isla del tesoro, de Stevenson. Pero yo no leí esos libros de niño, sino que los oí.

Soy de la mitad del siglo anterior, cuando dominaba la radio, y a comienzo de los años cincuenta reinaban las radionovelas, igual que reinaba el cine, también decisivo en mi formación de escritor, junto a las  historietas cómicas.

Todos ellas son maneras de contar. La palabra, mi instrumento de expresión, se vería excitada por esos otros instrumentos que aparentemente le son ajenos: la imagen fija, pero cinética, de los dibujos de los comics; la imagen en movimiento del cine; y la voz sin imagen de la radio.

Era eso lo que me fascinaba de las radionovelas, el poder soberano de las voces, que se convertían en personajes por sí mismas, con autonomía de los rostros y figuras de los actores dueños de esas voces. Las voces me incitaban a imaginar la imagen.

YNW Radio Mundial tenía su propio “cuadro dramático”, y además de Sandokán, y La isla del tesoro,  pasaba por capítulos El derecho de nacer, del prolífico escritor cubano Félix B. Caignet, guionista, novelista, poeta, periodista, crítico de teatro, compositor y cantante. Sus radionovelas, más tarde telenovelas, superan las trescientas.

También era popular una serie de la misma radio que tenía por personajes a la clásica pareja del marido oprimido y la esposa mandamás. Los oyentes eran invitados a enviar argumentos por correo, y si alguno era escogido, su autor se ganaba un premio.  Mandé uno a los doce años, que se acercaba a un verdadero guión, y gané. Mi argumento, cuya trama no recuerdo, había sido dramatizado por aquellas voces famosas.

Mi padre, envanecido por mi triunfo, financió mi viaje en bus a Managua para que fuera a recibir el premio, y pude penetrar entonces al santuario mítico de Radio Mundial en el barrio San Sebastián. El director del “cuadro dramático”  me acogió con elevados elogios. Luego tecleó en su máquina una orden para que retirara en las oficinas de Licores Bell, patrocinador del programa, dos botellas de ron Cañita, el más popular entonces en las cantinas de Nicaragua. Fue el primer premio literario que recibí en mi vida.

 

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