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México, la difícil transición hacia la democracia

José Luis Ortiz Santillán

 

Cuando en las elecciones presidenciales de 2006 y luego en las de 2012 volvió a presentarse, no tenía duda de que se presentaría de nuevo en 2018. Había elegido seguir los pasos de Ignacio Lula Da Silva en Brasil, quien se postuló a la presidencia de su país en 1989, 1994, 1998 y fue hasta en 2002 que ganó la presidencia de Brasil al candidato del Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB), José Serra. Hasta entonces, la mejor campaña promocional de su persona en todo México la había realizado el PRI y el PAN con el desafuero en 2004.

La terquedad y el no perder su objetivo un solo día de subida, superando desencuentros, enfermedades, intrigas y burlas, llevaron a Andrés Manuel López Obrador (AMLO) a la conciencia patriótica de la mayoría de los mexicanos, para votar su candidatura masivamente y hacerlo presidente electo de México. Proceso que ha sido ratificado este miércoles pasado con la entrega de la constancia de mayoría por el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF), haciéndolo el próximo presidente de México para el período del 1 de diciembre de 2018 al 30 de septiembre de 2024.

No es un revolucionario, no ha salido del movimiento obrero como Lula, ni de los movimientos populares; AMLO es producto del nacionalismo revolucionario del PRI, el que han enterrado sus militantes desde hace casi 4 décadas, cuando salió el primer grupo de disidentes encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, el cual se hizo presente en las calles en 1978. AMLO es parte de la disidencia del PRI de los ochenta.

Sin embargo, su paso por Partido de la Revolución Democrática (PRD), su postulación a las elecciones en el 2006 por la “Coalición por el Bien de Todos” y por el “Movimiento Progresista” en 2012, así como su salida del PRD y su participación en la fundación del Movimiento de Regeneración Nacional (MORENAL), lo han ido proyectando como un hombre de izquierda, al menos a la izquierda de la clase política actual; particularmente, porque a su salida del PRD y fundación de MORENA, se llevó consigo a muchos de los antiguos militantes del Partido Comunista Mexicano (PCM), que heredaron la historia de todas las luchas populares que se gestaron desde 1919 hasta el movimiento de 1968, el cual cumple 50 años el próximo octubre.

Pero si bien AMLO no es un revolucionario, sino un demócrata nacionalista, él ha iniciado una revolución moral en México. Con el AMLO inicia una revolución de conciencias en México, sus propuestas en las campañas presidenciales y en ésta última, particularmente, recogieron las preocupaciones del pueblo, la indignación nacional por lo que ha venido pasando en nuestro país, por el saqueo de sus riquezas, por la corrupción, por los abusos de poder, por la falta de fuentes de empleo que ha llevado a millones de nacionales a dejar México y buscar su bienestar en otros países; y lamentablemente, a otros mexicanos a delinquir y engrosar las filas del crimen organizado o a aumentar la población carcelaria en las prisiones del país.

Por esa razón, a lo largo de estos meses de campaña presidencial, señalé en mis artículos que la decisión de los ciudadanos ya estaba tomada, al margen de los resultados de los debates. Los ciudadanos habían decidido hacía mucho tiempo por quién votarían en las elecciones presidenciales, al igual que lo habían hecho en el 2012, al igual que lo tenían muy claro los nuevoleoneses cuando votaron por “El Bronco”.

Los ciudadanos sólo necesitaban un garante de las elecciones a falta de una segunda vuelta, para con su voto hacer de AMLO su presidente. El 35.29% del total de los votos obtenidos por AMLO en 2006, frente al 35.91% de Felipe Calderón, no fue suficiente para hacerlo presidente; ni el 31.57%, frente al 38.20% de Enrique Peña Nieto. Se requería una aplastante votación para no dejar lugar a duda del enojo de los ciudadanos, de su molestia por no tener un empleo digno, de su molestia por los evidentes actos de corrupción impunes, por la inseguridad y la violencia en el país; de tal forma que fue preciso que el 53.2% de los ciudadanos votaran por él para no dejar lugar a dudas de la indignación de los ciudadanos y de su enojo.

Sin duda alguna lo importante no es ganar el poder con las armas o por la vía electoral, lo determinante es saber que hacer al siguiente día en que se asume el poder, materializar las promesas hechas al pueblo. Definitivamente, sin refundar las instituciones del Estado, sin modernizar su funcionamiento, sin cambiar la forma de administrar los asuntos públicos, sin cambiar la visión sobre México y sobre la forma en que hoy se desenvuelve la geopolítica en el planeta, sin cambiar la política económica y usarla para instrumentar el crecimiento económico y el desarrollo social, será difícil hacer historia en México y transformarlo; darle trabajo a millones de mexicanos que sobreviven en la economía informal y ofrecerles una vida digna a los más de 55 millones de pobres de nuestro país, de emplear a los miles de mexicanos graduados en el extranjero y marginados de la vida productiva de la nación.

Los sexenios que han pasado hasta hoy han llevado a la administración pública, a los puestos de dirección (Secretarios, Subsecretarios, Directores Generales y Adjuntos, Directores de Área, entre otros) a una generación de hombres y mujeres que tienen una visión distinta del México y del mundo a la del AMLO y su gabinete. Es por ello que para transformar al país y hacer historia, necesita llevar a esos puestos a quienes desde las aulas universitarias, desde los medios, desde las calles, desde las zonas obreras y centros de trabajo, han luchado durante años por hacer de México un país diferente al que se ha construido hasta hoy. Quienes han estado durante las dos últimas décadas dirigiendo el país, sólo administrándolo ¿Por qué ahora podrían ayudar a cambiarlo, sino lo hicieron antes y no lo han hecho?

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