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Mi amigo Ramón J.

Hoy hubiera cumplido cien años Ramón J. Velásquez. Él partió hace dos años: qué suerte la de los venezolanos de tenerlo entre nosotros por tanto tiempo. Periodista, abogado, historiador, hombre de una grandísima cultura, es más fácil decir lo que no hizo que lo que logró. Pero no es del Velásquez público de quien quiero hablar. Es del ser humano, del hombre encantador, del amigo que extraño.

Me encantaba cuando Betulia, su mano derecha de tantos años, me llamaba: “Carolina, el doctor quiere hablar contigo”. “¿Cuándo nos vemos?”, me preguntaba. Durante años nos vimos por lo menos una vez por semana. A veces dos y en ocasiones, hasta tres. Lo conocí desde niña porque nuestras familias andinas han sido amigas por varias generaciones. Mi abuelo Buenaventura Jaimes fue su profesor y en nuestras larguísimas tertulias hablamos muchas veces de él. Fue a través del Dr. Velásquez que conocí a mi abuelo, quien murió cuando yo tenía tres años.

A través suyo también conocí la historia pequeña, ésa que no sale en los libros, pero que en ocasiones es tan importante como la que sí, para dar el marco de referencia de los hechos.

El orgullo por su gentilicio tachirense lo acompañó siempre. Conocía a todos los gochos que había en Caracas. “Ése es de Lobatera”, me decía luego de haberle dado la mano a un parqueador de un restaurante. “Aquél es de Rubio”. “Éste es de Michelena”. No sólo los conocía, se interesaba en ellos, sabía de sus vidas y sus familias. “¿Cómo sigue su mamá?”… “¿Ya se le graduó el muchacho?”… Y eso se lo agradecían. Todos se le acercaban con cariño y él los recibía de igual manera. Su sencillez era aún más grande que su sapiencia. Y es que los grandes hombres son humildes.

Le encantaba conversar. Estaba envidiablemente actualizado. Se levantaba al despuntar el sol y leía toda la prensa de América Latina. Era ameno en todos los temas, desde la política que tanto le apasionaba hasta en los cotilleos. Gran gourmand, disfrutaba de salir a almorzar. Nunca perdonaba el dulce, como buen andino.

Un hombre de familia, adoraba a sus hijos y a sus nietos. Pasó por la pena de perder a su hijo mayor. “Este dolor es infinito”, me confesó. Blindado para la lucha por sus padres, nunca perdió la serenidad.

Cuando el Dr. Velásquez murió, su amigo y paisano José Alberto Rugeles escribió: “Ramoncito… por encima de todo fue amigo de sus amigos… Y con motivo de su fallecimiento hemos podido leer una gran cantidad de artículos, escuchar cantidad de testimonios, que lamentaban que un venezolano integral como él desapareciese.

De todos esos testimonios quiero citar aquí el de su hija, Regina Velásquez de Blanco quien afirmara:

Mi papá fue solidario y servicial. Desde niña me acostumbré a ver la cola de gente visitándolo o esperándolo en la puerta, dependiendo de la época, para pedirle un favor, una recomendación, una ayuda. Y ayuda y recomendación y favor daba porque las colas y las visitas nunca cesaron. Ayudó a sus carceleros de la Seguridad Nacional, ayudó a sus paisanos y a los que no lo eran, ayudó a quienes llegaron a Venezuela buscando un mejor futuro, ayudó a autores a publicar sus obras, ayudó a madres necesitadas y a políticos jóvenes o caídos, ayudó a estudiantes y a investigadores, yo sé bien que ayudó a Venezuela en todo lo que pudo. Mi papá fue un hombre al servicio de Venezuela».

El Dr. Velásquez conocía la convicción democrática del pueblo venezolano y estaba seguro de que vamos a salir de esto. Él no lo verá, pero en sus escritos encontraremos guías para construir la Venezuela que él soñó y por la que trabajó hasta el día de su luz.

@cjaimesb

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