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No le bastó salvarnos

¡Si pudiéramos imaginar realmente cómo era la situación de la humanidad antes de la venida de Cristo! ¡Si pudiéramos penetrar realmente lo que sentía la gente que esperaba al Mesías prometido! Es tan fácil -ahora que ya Cristo vino- tomar su venida como un derecho adquirido y hasta darnos el lujo de rechazar o de no importarnos lo que Dios ha hecho para con nosotros: todo un Dios se rebaja desde su condición divina para hacerse uno como nosotros. ¿Nos damos cuenta realmente de este misterio que, además de misterio, es el regalo más grande que se nos haya podido dar?

¿Cómo podemos acostumbrarnos a esta idea tan excepcional? ¿Cómo podemos no conmovernos cada Navidad ante este misterio insólito? ¿Cómo podemos no agradecer a Dios cada 25 de diciembre por este grandísimo regalo que nos ha dado?

Los Profetas del Antiguo Testamento, especialmente Isaías (Is. 9, 1-3 y 5-6) nos hablan de que la humanidad se encontraba perdida y en la oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo “un Niño”. Entonces, “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz… se rompió el yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano”.

Podemos imaginar, entonces, la alegría inmensa ante el anuncio del Ángel a los Pastores cercanos a la cueva de Belén: “Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo: hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc. 2, 1-14).

¿Hemos pensado cómo estaríamos si ese “Niño” no hubiera nacido? Estaríamos aún bajo “el cetro del tirano”, el “príncipe de este mundo”. Pero con la venida de Cristo, con el nacimiento de ese Niño hace dos mil años, se ha pagado nuestro rescate y estamos libres del secuestro del Demonio.

Con su nacimiento, vida, pasión, muerte y resurrección, Cristo vino a establecer su reinado, “a establecerlo y consolidarlo”, desde el momento de su nacimiento “y para siempre”. Y su Reino no tendrá fin.

Y ese Dios que se rebaja hasta nuestra condición humana, levanta nuestra condición humana hasta su dignidad. En efecto, nos dice San Juan al comienzo de su Evangelio (Jn. 1, 1-18) que Dios concedió “a todos los que le reciben, a todos los que creen en su Nombre, llegar a ser hijos de Dios”.

Esto que se repite muy fácilmente, pues de tanto oírlo sin ponerle la atención que merece, se nos ha convertido en un “derecho adquirido”. Pero es un inmensísimo privilegio. ¡Hijos de Dios! ¡Lo mismo que Jesucristo! ¡Él es el que era Hijo de Dios, nosotros no! Él se hace Hombre y nos da la categoría de hijos de Dios; nos lleva de nuestro nivel a su nivel.

Jesús era el Hijo de Dios y nosotros criaturas de Dios. ¿Nos damos cuenta que Jesús se hizo Hombre y vino a salvarnos, pero no le bastó eso, sino que nos elevó de nuestra categoría de criaturas de Dios (que ya era bastante) a la categoría de hijos de Dios, igual que Él? ¡Jesús nos da a Su Padre para que sea nuestro Padre! ¡Vaya privilegio!

Y al ser hijos somos herederos, herederos del Reino de los Cielos. Nuestra herencia, la misma que la de nuestro Salvador. Un mimo tal solo puede venir del infinito Amor de nuestro Dios.

Por todo esto, “el pueblo que caminaba en tinieblas vio un gran Luz”. Y esa Luz que es Cristo confiere a nuestra humanidad derechos de eternidad: vivir eternamente con Él en la gloria del Cielo.

Por todo esto, el día de Navidad no nos queda más remedio que aclamar, llenos de alegría, junto con los Ángeles: “¡Gloria a Dios en el Cielo!”

Isabel Vidal de Tenreiro

http://www.homilia.org

 

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