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No queremos: pero tenemos que

El brioso biopic de 2013, «Walesa, man of hope» (traducida al español como «Walesa, esperanza de un pueblo») que dirigió el cineasta polaco Andrzej Vajda, muestra, en estilo salpicado del íntimo-áspero sabor del documental, la vida del líder del movimiento sindical fundado en los astilleros de Gdansk, Solidarnosc, y cabeza de la huelga general que en 1980 puso en jaque al régimen comunista polaco. Impelido por el famoso lema del ex Presidente de Polonia y Premio Nobel de la Paz, Wajda confesaba: «Nie chce, muszę ale» («No quiero, pero tengo que») refiriéndose al imperativo compromiso de hacer «brillar una nueva luz sobre Lech Walesa». Y la película acierta en cuanto a ilustrar la postración de la Polonia de los 70-80, el vértigo permanente que marcó los años del miedo, audazmente enfrentados por un hombre que se jactaba de no haber leído un solo libro -así confesó a la periodista Oriana Fallaci- pero con el suficiente talento político para aprovechar las circunstancias y ponerlas a favor de la causa de la libertad. Un buen ejemplo del «líder inadaptado», capaz de «poner la vela donde sopla el aire», de ofrecer resultados antes que predicar, como diría Felipe González: rebelde por definición: rebelde consigo mismo, frente a lo que no le gusta de la sociedad o del mundo, rebelde respecto a las circunstancias que dificulten el avance del proyecto que representa, pero distanciado del optimismo ciego y la «retórica profesional».

Sin duda, buena parte del cambio que vivió Polonia se debe al empuje de esa robusta personalidad (y la película aprovecha esas candelas para construir una vibrante narrativa que dibuja la épica y a la vez humana gesta de un «héroe»: fumador empedernido pero prácticamente sin fisuras morales). Sin embargo, también es justo reconocer algo que esa historia pone en evidencia: a pesar del aplastante autoritarismo del régimen, vemos cómo oposición y Gobierno (este último obligado a asumir límites en su capacidad de maniobra) logran sentarse juntos a negociar. Incluso, en la cresta de la crisis, cuando un Walesa seriamente cuestionado es retenido en Varsovia y estalla la protesta general tras la aplicación de la Ley Marcial que ordena Jaruzelsky, la intervención de la Iglesia a través de un moderador clave como el cardenal Glemp reabre la puerta de un intercambio que posibilitaría la liberación de los presos políticos y el progresivo avance hacia un régimen de libertades. Tras el triunfo de Solidaridad en el Senado (donde se alzó con 92% de los votos) el tránsito hacia la plena democracia fue cuestión de tiempo.

Así la historia una vez más revela que aún en las condiciones más adversas (o precisamente, gracias a ellas) el buen-hacer político se materializa en el diálogo. El ejemplo del avance de la «fuerza tranquila» en Polonia (país que, como recuerda Fernando Mires, al vivir «aplastado entre Rusia y Alemania» tenía que «producir buenos políticos»; personas que saben dialogar, transar, negociar, buscar compromisos y resolverlos en su momento mediante otros compromisos) no es un caso aislado: también en el Chile de Pinochet se pactaron acuerdos mínimos para garantizar que los bandos del «Sí» y el «No» acudieran al plebiscito en relativa igualdad de condiciones. Todo esto vale considerarlo en momentos en que en Venezuela la estigmatizada palabrita comienza a asomar otra vez su cabeza de Medusa. Y no dejará de hacerlo: el ahondamiento de la crisis sólo puede sugerir incorporar todas las fuerzas y tratar de articularlas. Esa certeza tal vez ha inspirado las declaraciones del secretario general de Unasur, Ernesto Samper, quien afirmó que Venezuela necesita «no solo un diálogo político sobre garantías para las elecciones, sino un diálogo para un gran Pacto Social».

No sabemos, sin embargo, si Samper considera el escollo de lidiar con un interlocutor que insiste en insultar, desoír, deshumanizar al adversario, o que amparado por su «protagonismo institucional» solo procura el conflicto estratégico para llegar a acuerdos sin ceder nada a cambio. En ello quizás radica la singularidad en nuestro caso: la poca disposición (¿desconocimiento?) del gobierno venezolano para hacer realpolitik. Al contendiente que nunca se vio en la necesidad de bregar exigencias desde la oposición, tal vez le cueste entender que la dinámica de la moderna democracia implica no solo no desatender los antagonismos sino, sobre todo, integrarlos, garantizándoles apropiado espacio y representatividad.

Pero hoy, la dramática caída de popularidad del gobierno de Maduro y la restricción de recursos imponen otro escenario: y allí es hora de asumir la clase de empoderamiento que daba ventaja a «Solidaridad» para exigir acuerdos: o negociamos juntos, o juntos nos hundimos. Parafraseando a Walesa, «No queremos, pero tenemos que»: aun cuando las vísceras nos instruyan a evadir la mirada del adversario, la cabeza nos obliga a entender que la política eficaz nos pone en el camino de las ineludibles, las buenas confrontaciones.

@mibelis

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