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No tan santos inocentes

Alfredo Maldonado

La historia de los inocentes víctimas del maligno y corrupto tetrarca Herodes tiene más de leyenda, de contrainformación deliberada, que de verdad histórica –al menos, no la hemos encontrado en los evangelios, ni siquiera en el de Lucas, tan prolijo en los detalles alrededor del nacimiento de Jesús en Belén, pesebre incluido.

Pero la inocencia, entendiendo por tal ingenuidad, ignorancia y tontería, todas mezcladas en una característica, sí tiene historia en Venezuela.

Empiece usted por los ignorantes llaneros del primer cuarto del siglo XIX, y después campesinos y demás humildades venezolanas al menos desde entonces, tradicionalmente seducidos por llamados, promesas falsas –a conciencia de los prometedores- y aromas sociopolíticos diversos, para dejar sus trabajos y sus aldeas y echarse al monte a combatir guerritas muy personales –de los prometedores- en el Oriente, los Andes y los llanos del país, para de vez en cuando violar a alguna chica blanca y no siempre rica que cayese en sus sexualidades brutales, robarse una que otra silla de montar y adueñarse de pequeñas posesiones que más tardaban en vender por escasos pesos, que en emborracharse con la caña barata que les daban sus prometedores o que también se robaban o compraban con los escasos pesos recabados de la venta a precios de liquidación de lo saqueado en sus incursiones.

Se ha dicho mucho que al menos hasta que Juan Vicente Gómez –que no era peón ni capataz sino muy rico hacendado y propietario de tierras y ganados- se adueñó del poder, rodeado de la adulación de los ricos de Caracas, y acabó con guerritas y alzamientos, Venezuela fue tierra de caudillos.

No fue así, en realidad, aquella Venezuela fue tierra de engañados pobres de solemnidad. Los capataces se convertían en tenientes, los hacendados y otros ricos levantiscos y ambiciosos, y algunos comerciantes de todo, esclavos incluidos, como Ezequiel Zamora, se autonombraban generales y salían a guerrear autoconvencidos de que podrían conquistar el poder para ellos.

Cipriano Castro también cayó por inocente entre adulaciones y fiestas desbordantes de música, bailes y chicas de la alta sociedad hasta que se enfermó y, asustado por unos riñones tan incompetentes como los gobiernos habituales de Venezuela, creyó que podía ir a operarse en una muy lejana Europa dejando el poder en manos del compadre que parecía ser eficaz y leal.

Castro fue caudillo porque tenía a Juan Vicente Gómez apoyándolo, un verdadero jefe y administrador que manejó el poder y el país con la dureza y eficacia necesarias para que nadie lo pudiera traicionar ni desplazar del mando, un hacendado exitoso –que tampoco empezó allá en las profundidades del Táchira sin un peso en el bolsillo- que manejó a Venezuela como una empresa personal y lo hizo bien, incluyendo la crueldad como estilo, como el dueño y administrador de esa empresa nacional.

Después de la muerte de Gómez vino uno de los pocos jefes de gobierno venezolanos con criterio de estadista, que, si bien empezó como soldado adolescente y voluntario de montoneras, supo ser buen y valeroso combatiente para convertirse en coronel a los 20 años, con formación y voluntad para llegar a general de todas las estrellas y mandatario tras pasar más de veinte años obedeciendo y cumpliendo. Eleazar López Contreras no podía ignorar las injusticias, persecuciones, cárceles interminables y torturas feroces del jefe al cual fue siempre obediente y leal, pero supo entender que el país del cual se adueñó para cubrir el enorme vacío que dejó la muerte de Gómez ya no era el mismo que ayudó a conquistar.

López Contreras no hizo promesas falsas sino que llamó a una moderación y a un cambio que manejó con mano firme y competente. Por eso fue respetado pero no emocionante. Cerró un pasado vergonzoso y abrió un presente y especialmente un futuro modernos para aquel país de epidemias e ignorancia.

Después vinieron dos caudillos muy diferentes. Un militar con criterio de grandeza poseído de un extraordinario furor de desarrollo y construcción, Marcos Pérez Jiménez, que nunca entendió lo político y por eso creyó que construir un país del siglo XX le ganaría el agradecimiento y el amor de los venezolanos, grave error que lo echó fuera del poder. Tras él otro verdadero caudillo de amplia formación intelectual que sí entendió la realidad a la cual pertenecía, que tuvo el acierto de quitarse de la mente los palabreríos comunistas y fundó el primer partido venezolano realmente moderno, un partido policlasista que sigue siendo el más importante del país, que cambió la historia en la mente nacional –y dejo constancia de que no soy ni he sido militante de ese partido- y marcó los caminos de la Venezuela cuyas bases de concreto fabricó Pérez Jiménez. Acción Democrática, sin la cual la democracia venezolana no hubiera sido posible, ni siquiera el chavismo.

Después del lapso largo, terrible y extraordinariamente cambiante de los primeros sesenta años del siglo XX, los venezolanos seguimos siendo los ingenuos de siempre. Ya los peones no salen a los caminos a hacer guerritas comandadas por inescrupulosos y soñadores, se sientan en sus casas esperando al caudillo que les resolverá todos sus problemas.

Ciertamente los dirigentes herederos de Betancourt, Caldera (el de antes del chiripero), Villalba y los hombres y mujeres que aprendieron con ellos y los acompañaron, tienen mucha responsabilidad en la instalación a clavo ardiente y tornillos castristas del chavismo desolador, pero esos dirigentes de promesas y fracasos no estaban solos, no clamaban en el desierto, le hablaron una y otra vez a ciudadanos que eran electores y tenían peso en sus decisiones, pero la mayoría prefirió soñar a actuar.

Banqueros, empresarios, dueños y ejecutivos de medios de comunicación, intelectuales con variadas y extensas lecturas, todos se aliaron para criticar impunemente a una democracia que se debilitaba, fueron duros señaladores de fallas, pero nunca ejecutores de soluciones.

Tuvo que llegar la colosal incompetencia en el manejo de la economía, durante muchos años, la ignorancia supina sobre las realidades de los mercados, para que las masas venezolanas empezaran a darse cuenta de que las soluciones no son asunto de iluminados ni mentirosos con ambición ni de militares obedientes.

El chavismo –castromadurismo de unos años para acá- es culpable de muchos errores, pero los venezolanos y nuestros dirigentes políticos somos culpables del chavismo. Durante décadas nos dejamos tranquilizar con proclamas de ser un país rico, bendecido por Dios y la naturaleza, de que el Estado es el dueño generoso, el gran padre protector que se encargaría de todo. Nos dejamos engañar, a gusto, con la ilusión de que alguien se encargaría de hacer buena y grata nuestra vida.

Ahora, muy tarde y con hambre y desesperación, parece que empezamos a comprender que no es así y nunca será así. Que la vida no es de las cigarras que cantan en primavera, sino de las hormigas que pasan a gusto los inviernos, calientes y alimentadas por sus prudentes reservas.

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