Opinión Internacional

50 años de Unión Europea: o nada o se ahoga

La experiencia de la Unión Europea durante los últimos 50 años no es poca cosa. Desde cualquier punto de vista la trayectoria seguida, a partir del momento en que sólo 6 países iniciaron su proceso de integración, hasta la conformación hoy de un bloque de 27 naciones, es extraordinaria.

Muchas son sus lecciones, no sólo para los europeos; también para los que estamos del otro lado del charco.

La UE representa, tanto en lo económico-comercial como en lo político, lo cultural, lo jurídico, un enorme avance civilizatorio que ha sobrevivido a desencuentros y al escepticismo de mucha gente. Hoy Europa es una sociedad capitalista floreciente que ha obtenido resultados sociales significativos.

Razón tuvieron estadistas visionarios como Monnet, Schuman o Spaak, cuando idearon los principios y mecanismos sobre los cuales se levantó la exitosa aventura europea conjunta, cuyo propósito más importante, entre otros, era el de conjurar para siempre los horrores de la guerra y enrumbar al continente por caminos de prosperidad, paz y libertad.

Sin embargo, la tarea no parece estar aún concluida, o quizás no concluya nunca, habida cuenta de la necesidad de adaptación a un mundo cambiante. Quedan nuevos desafíos por enfrentar. La canciller alemana Angela Merkel lo señaló el día que se firmó la Declaración de Berlín: “Europa necesita poder actuar más efectivamente de lo que lo hace en el presente (…) requiere de instituciones fuertes si desea ser dinámica y lograr un crecimiento sostenido.”
Pero detrás del éxito, se mueven fuerzas retrógradas que no terminan de comprender la necesidad de profundizar la unión. El fantasma del nacionalismo corto de miras ronda por el continente europeo. Está en todos los bandos políticos. En Francia y Holanda, con ocasión de los referendos aprobatorios del nuevo proyecto de Constitución europea, se dieron la mano, principalmente, la extrema derecha y la extrema izquierda, para absurdamente rechazarlo. Esta conducta es expresión, por un lado, de un temor a la globalización y a las exigencias de más competitividad, y por otro, de un apego a viejas políticas económicas.

Pero Europa no puede conformarse con la contemplación de ese pasado exitoso y dormirse en sus laureles. En la actualidad, ella está en una encrucijada. Vive una crisis que la mantiene inerte, a la expectativa. Los líderes políticos ven a la unión con cautela. Contrasta la voluntad política y visión de largo aliento de los fundadores con la indiferencia y la visión pequeña de muchos de los actuales dirigentes.

De hecho, los gobernante, atrapados por intereses particulares, no están cumpliendo con las decisiones que harían más competitiva a la UE, como es el caso de los lineamientos de la Agenda de Lisboa. Este incumplimiento está afectando no sólo a la materia específica de Agenda sino también a todo el conjunto de políticas conjuntas de la Unión. Europa está corriendo, a mediano plazo, el riesgo de quedar rezagada frente a sus competidores, y poniendo en peligro los objetivos sociales alcanzados. La mayoría de sus mecanismos ha funcionado bien. No obstante, la UE deberá adecuarse a los nuevos tiempos, que no son los de los 50 años transcurridos. Es urgente que se redefinan los equilibrios y las competencias entre la Unión y sus países miembros, tal y como lo persigue el proyecto de Constitución.

Prolongar el éxito implicará darle a los órganos supranacionales las herramientas adecuadas que permitan avanzar al bloque en su conjunto. Ojalá los líderes de ahora estén a la altura de los que iniciaron este proyecto que tanto admiramos en estas tierras americanas, y atiendan la advertencia de José Manuel Barroso, presidente de la Comisión Europea, de que si nadan contra la corriente de la globalización es probable que se ahoguen.

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