Opinión Internacional

¿Blanco o Negro? No, gracias, prefiero gris

Hablar de política resulta hoy algo complicado en algunos países de América Latina. Si uno discrepa con la posición dominante, o simplemente no concuerda con lo que la “mayoría” defiende, suele ser mal visto. El hecho de pensar distinto a lo que se ha convertido en el “sentido común”, lo coloca a uno al margen de la discusión, lo transforman en parte de la minoría, en miembro de la partidocracia, en enemigo de los cambios o en un “pelucón” que sólo quiere vivir del pasado y no comparte la necesidad de las reformas necesarias para mejorar la calidad de vida de los ciudadanos.

La dificultad para aceptar pensamientos diferentes a lo que esa mayoría cree (y defiende) se encuentra en países tan distintos como Venezuela, Bolivia, Nicaragua, Honduras, Colombia, Argentina o Ecuador. Y no importa si gobiernan izquierdas o derechas. Da lo mismo. La política se plantea en términos de blanco o negro. No existen grises ni matices. Se da en clave de amigo-enemigo, polarizando al otro del nosotros, y construyendo identidades radicales sobre la base de mitos, incluso si esas personas reconocen algunos de los éxitos de los procesos de cambio que esos gobiernos están impulsando en la actualidad.

La tan ansiada reforma educativa o los éxitos de la política fiscal en Ecuador, los beneficios de la “Seguridad Democrática” en Colombia, la inclusión de sectores que han estado excluidos de los procesos de toma de decisiones en Bolivia o la incorporación socio-económica de los sectores más desfavorecidos en Venezuela (aún cuando sea en términos simbólicos y discursivos) suponen elementos positivos que muchos defenderían, independientemente de la corriente ideológica y de la posición que uno asuma en términos político-partidistas. El problema no está tanto en las políticas sociales o económicas que estos gobiernos ponen en práctica (que sin dudas pueden generar discusión) sino fundamentalmente en la manera en que se hace política.

Un diplomático me dijo hace dos años que toda “revolución” suponía cambios de raíz. Y que la manera excluyente en que se había hecho política requería de decisiones valientes. Los cambios no iban a contentar a todos, definitivamente. Y esos cambios suponían la alteración de las reglas de juego. Lo que no estoy segura si ese diplomático hoy aceptaría es el desarrollo de estrategias que se funden en la intolerancia y que implican creer que sólo “una parte”, la que lidera la Revolución, está en lo correcto.

El triunfo electoral de proyectos que se transforman en hegemónicos hace que unos se sientan legitimados de manera excluyente a llevar adelante su ideas mientras que los otros sienten que no hay espacio para hacer oposición. En este escenario, amigos y familiares han preferido “no hablar de política” porque se sabe que están en bandos políticos adversos y prefieren continuar cultivando su amistad antes que enfrentarse por pensar distinto. Eso evidencia lo negativo de una sociedad polarizada.

Esta manera de hacer política tendrá consecuencias significativas sobre la democracia y, de manera especial, sobre el modo en que los ciudadanos entienden la democracia. Lo que falta hoy en Ecuador, en Bolivia, en Colombia, en Venezuela, en Nicaragua es lo mismo. Falta una oposición constructiva, cívica y democrática, que no tenga que ver con el pasado. Pero también faltan gobernantes que busquen el  diálogo. El éxito de las mayorías no es tal si las minorías se ven (o se sienten) amenazadas. La política democrática es la que integra identidades diversas en la convivencia. La política es hoy más necesaria que nunca.

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