Opinión Internacional

Carta a un lector chileno

Con motivo de un artículo anterior, un lector me escribió defendiendo el populismo de Hugo Chávez y hablando irónicamente de negocios y negociados. Le contesté señalándole que en esos términos no podíamos dialogar y le señalé que uno de los problemas de Hugo Chávez es que insulta al opositor. Así la gente se vuelve visceral. No se puede llamar a un cardenal de la Iglesia Católica, bandido y otros epítetos más, solamente porque no esté de acuerdo con su gobierno o su estilo de gobernar o con su incitación al odio social.

Le comenté, además, que la carga de la prueba tiene que estar del lado que acusa. Es quien acusa quien debe probar que alguien es culpable. Voltear la carga de la prueba es sumamente peligroso. Eso no ha ocurrido sino en los regímenes dictatoriales. Le expliqué también que yo provengo de una familia de gente honrada. Papá estuvo en cargos y en situaciones en que ha podido hacerse rico y murió sin bienes de fortuna. Eso sí, con la democracia representativa instituida a partir del 23 de enero de 1958, vivió bien. Con el sueldo de un alto funcionario del Estado. Durante la última dictadura, la de Pérez Jiménez, estuvo preso más de dos años, sin juicio, sólo por oponerse a ese estado de cosas. Así que sus hijos hemos valorado en mucho la honestidad. Nunca nos hemos involucrado en ningún negociado. Hemos sido altos funcionarios del Estado, yo, diplomático, el segundo, militar y el más joven político de la izquierda democrática.

¿Derechos o deberes?

En comunicación posterior, esta vez en términos amigables, este lector chileno, entre otras cosas, hace una defensa del marxismo. Me pareció conveniente informarle que yo soy capitalista y liberal, porque creo que, al igual que sucede en la naturaleza, la vida es el triunfo del más capaz. Mi sentido de justicia se limita a lo civil y a lo criminal. No comparto eso que llaman la justicia social. Quien es más capaz merece su posición y sus privilegios. No creo que el rico lo sea, porque es un ladrón o un criminal. Puede haber casos, pero esos deben ir a la cárcel. Y es esto lo que más me inclina por el sistema capitalista y democrático representativo: Nunca he visto en ningún otro régimen que se haya metido en la cárcel a quien roba los dineros del público. Sólo ocurre en sociedades que valoran el Estado de derecho.

Por otra parte, creo que trabajar no es un derecho, como no lo es la educación, ni la vivienda, entre otras muchas cosas. La vida tampoco es un derecho; lo que sí es un derecho es que el Estado la respete y que la justicia sea igual para todos. El trabajo, la salud, el procurarse una vivienda digna son, para mí, deberes. Es una hipocresía de regímenes populistas decir que el trabajo es un derecho, cuando saben perfectamente que es imposible en muchos casos hacer que todos trabajen. Para mí, por ejemplo, el desempleo no es no tener trabajo, sino no tener empleo, no tener uso. Piense no más en el caso de los caballos. Hubo una época en que eran necesarios para todo. Hoy no lo son, porque han sido sustituidos por máquinas. Por lo tanto se han quedado sin empleo. Sin uso. Lo mismo ocurre con muchos trabajadores. Eso no es una injusticia; es solamente que es así. El deber del trabajador, de toda la sociedad, porque todos debemos trabajar, ricos y pobres, es prepararse para enfrentar ese reto, para que siempre seamos útiles.

Marx le hizo una crítica al capitalismo en su tiempo, en una sociedad como la inglesa que es muy particular, pero ese tiempo y las ideas de entonces han sido superadas. Con Marx ocurre lo mismo que con la Biblia. Que muchos toman sus enseñanzas como algo definitivo y no es así. La Biblia no es otra cosa que una historia del pueblo judío y los Evangelios, el relato de la vida de Jesús. Hay enseñanzas, claro que sí, pero no es una cuestión definitiva. Igual sucede con Marx.

La situación social venezolana

Usted es chileno, me dice, que ha vivido en Uruguay y en Argentina. No conozco sus circunstancias particulares, y nunca he tenido la fortuna de vivir allá. Sólo estuve de pasada y no soy de los que opinan sin tener una experiencia sólida. Sin embargo, con lo mucho que he leído en torno a esos países, le diré que sus circunstancias son distintas a las nuestras. Eso de la gran oligarquía y aquello del «roto» o del negro, es algo enteramente desconocido aquí en Venezuela. Es cierto que hay una clase rica, pero ni tanto, porque aquí el único rico verdadero es el Estado, o sea, el gobierno, el Ejecutivo. Hay también una clase inmensamente pobre, pero entre una y otra no existía odio social. Se toleraban y se trataban, al igual que con la clase media, pequeña también.

Vea usted, en el siglo XIX Venezuela vivió dos conmociones sociales: primero, la guerra de Independencia y luego, la llamada guerra federal. Esto resultó en que los sectores más pudientes de la época de la colonia española fueran desplazados del poder político y económico. A finales del siglo, el hombre más influyente del país era hijo de esclavos negros y, al igual que ocurrió con muchos, su familia se enraizó con las familias ricas de entonces. Los siguientes presidentes también fueron mestizos. Aún los dictadores. Y con sus familias ocurrió lo mismo.

La Fuerza Armada venezolana tampoco ha sido nunca oligarca. En Venezuela nunca ha habido una casta militar, como en el Cono Sur. Porque la Fuerza Armada ha sido un instrumento de igualación social. Hugo Chávez es un producto típico de lo que hablo y no una excepción. De ahí que lo que he señalado es cierto, nadie puede esperar en Venezuela por un Franco o un Pinochet.

El problema, señor, es que solamente el capitalismo se ha probado como productivo, como generador de riqueza. Quizás porque se basa en el egoísmo que es cosa natural. ¿Cree usted que esta revolución cibernética y de comunicaciones que permite esa comunicación casi instantánea a través de Internet, hubiera sido posible en otro sistema conocido? Los otros sistemas, el estatismo, el socialismo y el populismo, entre otros, pueden tener muy buenas intenciones, pero como dicen, “el camino al infierno está lleno de buenas intenciones”. Los gobiernos populistas no conducen sino a la ruina. La mejor experiencia es Perón. Cuando él y sus compinches militares llegaron al poder, Argentina era la sexta potencia económica mundial. Al fin de su gobierno, Argentina era un país en franca vía de subdesarrollo. Que alimentó esperanzas a corto plazo, nadie lo pone en duda, pero el peronismo ha sido una maldición para Argentina, porque puso y ha puesto a la gente a depender de la dádiva gubernamental.

El error del consenso

Los 40 años que transcurrieron entre 1958 y 1998, se los conoce aquí como la era del puntofijismo. Ése fue un acuerdo entre los líderes de los partidos entonces mayoritarios para ayudarse mutuamente en las tareas de gobierno y evitar, en lo posible, las asonadas militares. El partido mayoritario fue siempre Acción Democrática; los minoritarios, Unión Republicana Democrática y el Partido Socialcristiano COPEI. URD se separó del puntofijismo a raíz de la Conferencia de la OEA que expulsó a Cuba de esa Organización.

La segunda minoría, la oligarquía tradicional católica, continuó asociada y siempre gobernó. Nunca lo hizo la mayoría, porque se gobernaba por consenso y para obtenerlo había que escuchar a la minoría y aceptar siempre sus planteamientos. De otra forma siempre estaba presente la amenaza del golpe de los pinochos nuestros.

La caída del puntofijismo procede cuando Carlos Andrés Pérez deja de aceptar ese compromiso y funda una nueva oligarquía: Los doce apóstoles. Ahí firma su sentencia. Si vuelve al poder, como ocurrió en 1988, el golpe se hará presente para retornar al statu quo. La mejor prueba es que el líder de COPEI, Rafael Caldera, defendió en el Congreso a los militares golpistas liderados por Chávez. Creía que se trataba de un retorno al statu quo. Como dicen, “entró por lana y salió trasquilado”. Porque Chávez pensaba otra cosa: Acabar con el statu quo y hacer posible que gobernara la mayoría. Pero tal cosa suponía dejar a un lado el consenso.

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