Opinión Internacional

Colombia: costos de la paz

Durante un mes una delegación mixta colombiana, integrada por funcionarios del gobierno y dirigentes del mayor grupo insurgente de ese país (las FARC, Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia), recorrió Europa en civilizado y asombroso maridaje político asegurando a sus interlocutores que una paz negociada es posible en ese país sudamericano, a pesar de lo que dicen más de cuatro décadas de guerra civil.

Para el presidente Andrés Pastrana esta gira -que continuará ahora por países americanos, incluyendo la Argentina- es quizás el momento público más exitoso en más de un año de empujar como mejor ha podido un audaz proceso de pacificación en Colombia, al que apostó como candidato aun antes de ser elegido en 1998.

Pastrana y la negociación necesitaban este momento auspicioso bajo el sol internacional de un modo urgente. Meses de marchas y contramarchas en el diálogo con la guerrilla, combinados con la peor crisis económica en medio siglo, le han robado buena parte del aire a la gestión del conservador.

Funcionarios y guerrilleros -incluyendo al comandante Raúl Reyes, un cuadro de conducción importante en las FARC- pasaron de una capital a otra sin hacer anuncios importantes, pero proyectando por primera vez un aura positiva. En Madrid, Reyes sugirió que su organización podría aceptar un futuro cese del fuego, idea que las FARC rechazaron antes una y otra vez.

Las fuentes del sector oficial de la delegación celebraron este intento de exponer a los cuadros guerrilleros a las virtudes cosmopolitas, haciéndoles ver otras realidades políticas y sociales. Esto es menos frívolo de lo que parece; las FARC, el grupo insurgente más antiguo de América latina, es esencialmente rural y sus cuadros (unos 15.000 hombres en la actualidad) exhiben algunos de los mismos rasgos de la complicada geografía colombiana: se han probado propensos al aislamiento y frecuentemente son inalcanzables.

Pero ni esta gira de enemigos ocasionalmente amigables -que mezcla política y relaciones públicas- disimula que el drama de la guerra civil colombiana sigue en franco deterioro extendiendo no sólo la sangría de una sociedad, sino también acercando al precipicio la seguridad de todas las democracias de América latina.

Mientras la delegación recorría Europa, las armas enmudecieron y el segundo grupo guerrillero en importancia, el Ejército de Liberación Nacional (ELN), desató una nueva ofensiva. El ELN quiere que Pastrana le conceda el mismo status de interlocutor que poseen las FARC, incluyendo una zona liberada de presencia policial y militar y casi autárquica en el departamento sureño de Bolívar. Las FARC obtuvieron esa concesión en casi 40.000 kilómetros cuadrados.

El ELN quiere ser parte de la negociación y sus dirigentes recuerdan que en julio de 1998, antes de que Pastrana asumiera y aun antes de que las FARC asintieran negociar, firmaron en Alemania un preacuerdo con representantes del gobierno de Ernesto Samper, que contemplaba la idea de esa «zona liberada». Allí tendría lugar un «congreso» de campesinos, intelectuales y «fuerzas políticas progresistas», seguido por una negociación con multirrepresentación con el gobierno.

Aunque en las últimas semanas prometió incluir al ELN en el proceso de paz, Pastrana no quiere, ni puede, empardar en esta materia. Lo que les otorgó a las FARC le ha costado caro políticamente -incluyendo avivar la sospecha de que Colombia camina hacia una partición territorial- y, además, sus comandantes militares le dicen que no vale la pena: la capacidad operativa del ELN (unos 5.000 hombres) es inferior a las de las FARC que aprovecharon la concesión territorial para reagruparse y armarse. Como en toda negociación en la que media la fuerza, se presenta el dilema: ¿hasta cuándo conceder es razonable y cuándo es debilidad?
Cuestión de plata

La negociación con la guerrilla no es el único frente que debe atender Pastrana. Está empeñado en obtener 1.300 millones de dólares en ayuda estadounidense que el 11 de enero le prometió Bill Clinton, pero que necesita la aprobación del Congreso para ser algo más que un compromiso retórico. Aproximadamente el 80% de ese dinero -distribuido a lo largo de dos años- tiene como destinatario a las fuerzas armadas colombianas que están acusadas de ser responsables del grueso de las muchas violaciones a los derechos humanos que se cometen en Colombia. Las propias leyes norteamericanas prohíben conceder esa asistencia a los ejércitos extranjeros sospechados de brutalidad sistemática como el colombiano.

Hace pocos días Human Rights Watch -una respetada organización independiente- divulgó el resultado de una investigación de un año sobre el drama colombiano, realizada con ayuda de los fiscales de ese país. El informe asegura que al menos la mitad del ejército colombiano está implicado en la organización y protección de las fuerzas paramilitares de derecha que, sólo desde mediados de enero de este año, han asesinado a treinta personas. El documento cita a quince oficiales superiores implicados, con nombre y apellido, de los cuales siete son graduados del entrenamiento especial de triste fama que el ejército estadounidense reserva para los militares latinoamericanos.

El programa de ayuda es -asegura la secretaria de Estado, Madeleine Albright- para combatir el «narcotráfico» y no tiene características «contrainsurgentes». Pero las armas que entregará, incluyendo helicópteros, y los tres batallones de 950 hombres cada uno (el primero ya está operativo) que creará recibirán entrenamiento «contrainsurgente».

¿Será posible separar combate contra la droga de guerra civil en una Colombia en la que ambos fenómenos están imbricados? Se estima que las FARC reciben 100 millones de narcodólares anualmente y que los militares sacan también una tajada importante de la droga. ¿Es esta generosidad armada de Washington lo que Colombia precisa en este momento especial? Estas son algunas de las preguntas que sería interesante que las diplomacias latinoamericanas se formularan en los días en que reciban a la delegación colombiana.

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