Colombia: la paz amarrada
Desde días atrás estaba al acecho de la novedad: la llegada a París de la comisión farco-pastranista en su última etapa del eurotour.
Tuve suerte. Caminaba una mañana por Champs-Élysées y de repente, a la altura de la avenida George V, vi una masa entre la llovizna. La notoria humanidad se movía al compás de los movimientos de la tierra, ésos que se ven tan bien en el péndulo de Foucault que cuelga en el Panteón parisino, oscilando en medio de todos los muertos ilustres de este país. El sujeto se trasladaba, rotaba y cabeceaba. Ese movimiento de lagarto en traslación, de gallinazo en rotación y como de sueño parlamentario en el cabeceo, me era definitivamente conocido. Tenía ese airecillo del turista que hace ver como si de tiempo atrás viviera en París, sigilosamente repitiendo en su expresión corporal (¿tenía cuerpo aquella masa?) todo lo que hacen los franceses.
Apuré el paso. Al acercarme noté que de la masa en cuestión se desprendía un vapor como de caviar con frijoles, como de champagne con guarapo. Entonces me dí cuenta. Era Fabio Valencia Cossio de paseo por París…
¿Y si lo siguiera? ¿Me reconocería? Solamente una vez lo había visto cuando lo entrevisté para un decadente programa de televisión que se llamaba Papaya. Me arriesgué. No parecía estar acompañado de guardaespaldas ni de sus hermanos nepóticos. Era Fabio, solo en París, un punto más en la geografía humana de la ciudad. El senador entró a la tienda de perfumes Sephora. Desde la puerta lo vi encartado en un francés como de tres meses en la Alianza, con una bella dependiente que a los pocos minutos era quien no sabía cómo quitarse de encima al difícil cliente. Valencia Cossio extendía la muñeca y el rollizo cuello. Una tras otra la muchacha le aplicaba muestras de perfumes, colonias masculinas, eaux de toilette femeninas. Finalmente el senador-negociador salió con un paquetico. Al olorcillo aquel se le habían sumado las fragancias, de tal modo que tras de sí nuestro ilustre hombre dejaba una estela aromatizada, un olor barroco-criollo. Afortunadamente soplaba la brisa.
Valencia Cossio bajó por los Campos Elíseos hasta La Concordia, donde se persignó antes de atravesar los semáforos. Entró a las Tullerías y compró tres muñequitos de ésos que bailan como autómatas cuando se les pone al lado de una grabadora con algún son del Tercer Mundo. ¿Estaría pensando en su candidatura? Pasó sin mirar por los patios del Louvre y a la salida lo vi sentado en un Square lateral a la Rue de Rivoli despachando el líquido. Claro, me dije. Ese olor inicial aguarapado no podía ser más que el inconfundible aroma del guayabo…
Como si tuviera un segundo aire, el gran líder siguió por Rivoli y se detuvo en un tenderete. Como un endemoniado comenzó a escoger cinturones de todo tipo, de plástico, de piel de caimán, de marca, con hebilla dorada. Todos chiviados. Metió no pocos en una bolsa y pagó ante la beatífica sonrisa del vendedor paquistaní. Me acerqué y detecté su monólogo: “No se quejará Víctor G. Diez y nuevecitos… Jum”.
Unas cuadras más adelante Valencia se estacó ante un aviso que decía: “Bienvenue toute clientèle”: Bienvenida toda clientela. Entró. Estuvo una hora. Era un almacén especializado en cremas dermatológicas. Salió y como si percibiera mi seguimiento se perdió por la calle San Denis.
Por la noche lo volví a ver en una rueda de prensa en la Casa de América Latina. Me tocó el turno para preguntar, y como estoy poco interesado en las frases manidas de la multiétnica delegación, sólo le pregunté a Ricardo. Doctor, ¿cómo anda de cinturones? El Alto Comisionado instintivamente llevó la mano a la cintura y mientras miraba con un signo de interrogación y duda a Fabio Valencia, cortésmente me respondió: “Mejor que nunca. Tengo uno para cada punto de la agenda”.
Desde entonces soy optimista. Algo me dice que la paz ya está amarrada.
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