Opinión Internacional

Comentarios sobre la violencia política contemporánea en Colombia

«Jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia»
José Eustasio Rivera. «La Vorágine»

I
Lo más trágico que puede decirse sobre la violencia en Colombia es que éste tema no puede abordase de manera coyuntural. No cabe pensar sobre lo que «está pasando» en Colombia, porque no es que la violencia suceda en Colombia, sino que Colombia sucede en la violencia.

(%=Image(1549146,»L»)%)Por favor, léase más allá del juego de palabras. La historia de los Colombianos ha sido un lamentable suceso de pequeñas y grandes manifestaciones de violencia. Desde las guerras de independencia, desde la batalla de El Santuario, pasando por las guerras decimonónicas de «los Supremos» y la de «los RMil Días», y por una miríada de alzamientos, revoluciones y montoneras menores, hasta llegar al cenit de la violencia como institucionalidad paralela: la muerte de Gaitán, el Bogotazo y los años de la Violencia, mucha agua ha pasado bajo el puente. Sería necio pensar que los orígenes de tales manifestaciones de «la política por otros medios» fuesen el resultado de las mismas causas, consecuencias de los mismos procesos o, al menos, gritos comunes ante privaciones similares. Nada de eso. Mientras el país se mueve, y cambia su realidad, la violencia permanece, latente, pertinaz. Sobrevive la violencia en sus odios y en sus fantasmas, en los ganadores y en los perdedores (como si con ella no todos perdieran). La guerra, y toda apelación a la violencia, quedaba como una ocupación contingente pero común. Ni siquiera las generaciones de Colombianos que han vivido en paz se han librado de su espectro: en los odios de sus padres y de sus abuelos, en la memoria de los familiares que vivían muertos en el oscuro recuerdo de fotos en la sala, en las injusticias de los «victoriosos», en todo aquello persistía un aire a pólvora y a tierra húmeda que enrarecía el establecimiento de toda institucionalización. No que esta no existiese, claro: Colombia ha sido, y sobre eso reflexionaremos más abajo, un país de una estabilidad proverbial. Institucionalidad mantenida al margen y en la dirección opuesta del machete y la bala.

Pero la paz no ha sido desconocida. De hecho, se le recuerda casi con exactitud, por lo exótico de su memoria. Ahora bien, lo esquivo de su encuentro no es sino una consecuencia de que la posibilidad del conflicto estaba abierta, no era impensable. Era la guerra, la violencia, un camino que por recorrido, quedaba pendiente. Faltaba poco esfuerzo para volverlo a utilizar. Como nos deja dicho amargamente el ex Presidente Alberto Lleras en sus memorias:

«…cuando ya había un muerto atravesado en la vereda, o extendido a la mitad de la plaza de una aldea, la guerra no podía devolverse sin caer en manos de los jueces. Entre aguardiente y mozas de partido, entre música de tiple y disparos, entre bendiciones y blasfemias, poco a poco se iba prendiendo la fiesta general, y quedaban los arados anclados en los barbechos, se apagaban los fogones, el pasto crecía entre los surcos los carros dejaban de gemir en los caminos abandonados. Y esto, una vez, y otra, de década en década, de Constitución en Constitución, de alharaca en alharaca, mientras simbólicamente se iban disolviendo la Gran Colombia, la Nueva Granada, La Confederación Granadina, los Estados Unidos de Colombia, la república. Y hasta que el propio territorio comenzó a desgajarse, como podrido, y sin consistencia.» (Lleras, 1997: 34).

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Pero estas palabras, aún en tono de resignación, son las de un estadista que triunfó sobre la violencia: se refería Lleras a los recuerdos de su niñez y juventud; no a sus logros como hombre público. Muerto Lleras sin culminar sus memorias, las leemos deja con el amargo sabor de que ese párrafo sigue vigente. Pero si la posibilidad de una paz duradera existió y fue llevada a cabo, la idea de un futuro en paz para Colombia no puede resignarse a ser un imposible.

Con lo dicho quede claro que si bien éste es un trabajo que puede importar a la actualidad, no se restringe, ni está enfocada, en sus procesos. Cabe decir, se ha tomado un desarrollo histórico considerable (resaltando puntos que pueden parecer poco relevantes) para extrapolar ciertas consideraciones del pasado a los escenarios actuales. Hay que insistir en ello: la comprensión del fenómeno, no lineal, de la violencia contemporánea colombiana no puede entenderse de manera coyuntural.

II

(%=Image(9040723,»R»)%) La violencia colombiana contemporánea no es lineal. Se quiere atribuir, quizás por simpleza o quizás por flojera anti-historiográfica, a la transición «acomodaticia», «elitesca», «falsa» desde la caída de la dictadura del General Rojas Pinilla hasta el establecimiento de la paz entre los partidos históricos, ubicados en el Frente Nacional (que nunca fue tan homogéneo como quisieran pintarlo sus detractores), que tiene sus antecedentes en la Unidad Nacional de Ospina Pérez de mediados de la década del cuarenta. Desmerecer los logros del Frente Nacional y de sus gobiernos para el logro de una paz que se prolongó durante casi veinte años (salvo focos verdaderamente aislados y no significativos en su coyuntura), significa no reconocer la posibilidad de la paz. Ahora, resignarse a la idea de que la reconciliación política después de la época de la Violencia ha sido suficiente es un error más grave aún.

(%=Image(2539151,»L»)%)El sistema político colombiano resulta un caso extraño en el cual la violencia no significa inestabilidad. Podría llegar a afirmarse que, salvo algunas irrupciones de la vida pacífica, la violencia ha sido el signo más claro de estabilidad del régimen político colombiano. La paz resulta casi sospechosa. Según Pecaut (1997:12), la psique colombiana que asume la «normalidad» y «fatalidad» de la violencia colombiana, tiene su origen en dos contextos o momentos: el primero, aún recordado, la guerra civil no declarada de La Violencia (1946-1958); y, en segundo lugar, el contexto, más lejano, de «las condiciones de formación de la nación y de su unidad inacabada, condiciones que parecen subentender no solamente los dos momentos de la violencia, sino la persistencia de una dimensión de violencia que atravesaría las relaciones sociales y políticas» (Ídem.). La vida en violencia trata de explicarse y justificarse, de diversas maneras. Se sugiere el origen cupular del Frente Nacional como causa del mantenimiento de la violencia. Al provenir de la violencia partidaria, el acuerdo entre liberales y conservadores necesitaría de una violencia «larvada» para subsistir, poniéndose como barrera última de protección frente a la radicalización de la violencia. Este diagnóstico desmerece el desarrollo y funcionamiento estructural del sistema implantado en 1958, y su diferencia cualitativa con la dualidad liberal/conservador anterior a 1953. El sistema ideado en 1956 se habría abierto en distintas oportunidades, pero su estabilidad es irrebatible frente a lo errático de la política de la violencia. Pareciera que el sistema político hubiese optado por mantener un impasse eterno con respecto al problema de la violencia. Cada una por su lado. Según Cañón (1990: 447), el Frente Nacional no habría superado la lógica de la guerra que heredó del comportamiento de los partidos antes de 1958; a nuestro modo de ver este juicio, apartado de la realidad de 1956 y de las heridas de la violencia de la década anterior, no hace sino juzgar las decisiones del pasado por los hechos que se han producido más allá del ámbito real de influencia de la alianza diseñada en 1956.

Otra idea que trata de explicar la naturaleza de la violencia en Colombia es el arraigo que en el imaginario colectivo presentan los hechos de la Violencia. Como recuerdo reciente, era demasiado doloroso para ser expurgado a fondo. Parece una suerte de humillación colectiva heredada de generación en generación (y para 1958 esta herencia no se habría consumado) que permanece. Las causas de la violencia se hacen intangibles porque se sume que ésta violencia es el continuo de la historia republicana colombiana, y no un fenómeno que ha mutado en diversos niveles. Se le atribuiría un carácter metafísico a la violencia. Ciertamente, existe continuidad en la violencia colombiana, pero su naturaleza se ha modificado en muchos aspectos. Se aceptaría, en todo caso, la existencia de la violencia: por un lado, esta es paralela al orden político, y por otro, su inevitabilidad haría inútiles todo intento serio de que cesara. La consecución de la paz se hace riesgosa cuando se vive en la tensa calma de la violencia. Se pierde, en todo caso, la perspectiva del problema, pues, a decir de Pecaut, «Desde la Independencia, los colombianos no saben que orden y violencia están unidos, como el revés y el derecho de la misma realidad, a falta de un principio de unidad nacional» (Pecaut, 1997: 15) Ese principio es lo que quiso intentar, creemos, el pacto del Frente Nacional.

Una última explicación al fenómeno de la violencia es el que se da por el lado socioeconómico. La desigualdad económica, el atraso de la población rural y la vida pobre eran factores que ayudaban a estimular la violencia entre sus perpetradores. En cierta manera, esto se explica por el desprecio corriente de los líderes partidistas nacionales en participar en la violencia y la frecuente degeneración de guerrillas y grupos políticos en bandas de maleantes y bandoleros. Este es un argumento con mucha fuerza y que, sin embargo, tiene dos caras paradójicas. Por un lado, es el catalizador de una espiral de violencia: la desigualdad y la pobreza del pueblo suelen ser los gritos de pelea de las bandas violentas. La reivindicación de las necesidades de los más débiles el ethos de la acción violenta. La muerte de la oligarquía, de los malvados anticristos, etc., movilizaba bajo la pretensión de ir más allá de la justicia redistributiva; sin embargo, era extrañísima la ocurrencia de hechos violentos entre grupos sociales distintos pero pertenecientes a un mismo partido. La otra cara de la moneda es sorprendente. Bushnell (1996) y Pecaut admiten que la atribución a causas económicas del problema de la violencia no debe ser total. Durante el período de la Violencia, la prosperidad económica y los logros distributivos fueron mayores (pero no suficientes) que en años anteriores. La prosperidad relativa hacía ver a la violencia como un dolor de cabeza ajeno al centro, un problema periférico y esencialmente rural. La violencia, en su momento de auge mayor, no molestó ni evitó la entrada de capitales, el aumento de los bienes de consumo y el establecimiento de un mercado más sólido, el desarrollo industrial, etc; tampoco alteró en mucho el nivel de vida en las ciudades, que en Colombia tuvieron un lento desarrollo (Maza Zavala, 1996: 193), ni siquiera cuando el número de desplazados del campo llegara a las ciudades. Sin embargo:

«Existen (…) buenas razones para considerar la hereditaria rivalidad partidista entre liberales y conservadores como la causa principal de la Violencia. Los sucesos políticos habían desencadenado el proceso y las rivalidades políticas [locales] lo mantenían vigente. Pero la dramática intensidad de la competencia habría sido impensable si el nivel de desarrollo rural en términos sociales y económicos hubiera sido más alto. Solamente un campesinado semianalfabeto y con las más imprecisas ideas sobre lo que ocurría en el país se habría dejado convencer de que los miembros del partido contrario estaban aliados con el diablo; y es poco creíble que el control de un gobierno local con un presupuesto anual de menos de 1.000 dólares fuera motivo suficiente para salir a matar gente en pequeñas poblaciones donde predominaba una terrible pobreza, aunque es reconocido que las dependencias municipales podían influir también en las disputas sobre posesión de tierras u ofrecer diferentes tipos de protección.» (Bushnell, 1996: 283)

El carácter reivindicativo de la violencia sería el disfraz de la lucha de los terratenientes, de uno u otro partido, por el liderazgo local, que garantizara su predominio, y no el justificativo de la lucha del campesinado. La violencia en Colombia era un fenómeno rural, y hay que decir que aún para 1970 la población rural formaba más de la mitad de la población total colombiana. Dado lo lejano del asunto y lo práctico de su mantenimiento, las élites partidistas urbanas podían verlo como mal menor. Ya más tarde, la violencia no sólo no iba a estorbar el proceso económico, sino que iba a ayudar en su desarrollo: era una violencia promotora, hasta «viable» como estilo de vida y como industria (Percaut: 1997: 19). Resultaría lógico que su resolución fuese dejada de lado como un problema periférico, y que parezca común aceptar lo irremediable de vivir en paralelo a un margen que se ensancha amenazadoramente. Esta concepción fue superada, en mucho por los líderes del Frente Nacional, quienes mantuvieron su interés por la conciliación de viejas rencillas intestinas el máximo de sus anhelos. El logro de los cambios profundos, que hubo, en los primeros momentos del Frente Nacional, dependía, entonces, de la realización de que el fin de la violencia, en sí misma, era un fin importante. Lo lento de la democratización, si bien criticable, se comprendería a la luz de este fin.

III

A la hora de definir el lugar de la violencia en la transición colombiana desde la Dictadura de Rojas Pinilla a la democracia peculiar del Frente Nacional, hay que tener en cuenta dos aspectos. En primer lugar, el momento transicional en Colombia no tuvo, lógicamente, como característica central el levantamiento popular. Si bien existía un clima de violencia rural potente, y si bien las huelgas y manifestaciones en Bogotá durante los meses de abril y mayo de 1957 no faltaron, la gestación del pacto transicional, o de reinstitucionalización (como lo definían sus actores), sucede independientemente de la violencia rural (que no de las movilizaciones urbanas). En segundo lugar, existió una discontinuidad en el paso a la democracia del Frente Nacional desde la dictadura del General Rojas Pinilla. Rojas Pinilla, con la oposición en la calle, renuncia el 10 de Mayo de la Presidencia. Rojas deja la primera magistratura en manos de una Junta militar, compuesta de cinco altos oficiales que tuvo interés en acercar a los sectores «blandos» y a la oposición al nuevo gobierno, facilitando el proceso que llevaría a los gobiernos democráticamente electos. La transición ocurre, pues, luego de la caída de Rojas, con la anuencia y colaboración de la Junta Militar (que sufrió por ello: en mayo de 1958 cuatro de los cinco altos oficiales serían secuestrados en un intento de golpe perpetrado por sectores del rojaspinillismo). El compromiso de la Junta con la transición, o reinstitucionalización, fue por completo. No había interés en la preponderancia de las Fuerzas Armadas entre los actores de la transición: los militares deseaban la despolitización de su cuerpo y los civiles deseaban unas Fuerzas «desarmadas». Habría que añadir que el paso de la dictadura de Rojas Pinilla a la democracia del Frente Nacional no era para sus actores más que la reinstauración del proceso republicano-democrático apenas interrumpido por el corto período dictatorial. La corrección de los vicios del pasado se limitaba, en mucho, a la aliviación de la violencia partidaria, en tanto ésta socavara las fundaciones del régimen. Sobre esto nos extenderemos más adelante.

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Hechas estas dos acotaciones, el rol de la violencia para la transición colombiana y para la gestación del Frente Nacional es distinto a aquél de otras transiciones políticas. Pareciera que, si hay algo que pruebe el valor reaccionario y estático de la violencia es el caso colombiano. En el período que marca la crisis de la democracia liberal y el auge de Rojas Pinilla, hasta su caída y la formación del Frente Nacional, la violencia vuelve a ser algo más que un hecho aislado. Aislada o no, la «dinámica» de la violencia colombiana es pertinaz. Volvemos con Lleras:

«La guerra, en ambas ramas de mi familia fue, en efecto, ocupación contingente y común, a la cual los varones tenían que apecharse, especie de impuesto bárbaro a los lentísimos progresos individuales con que se iba dominando, muy poco a poco, la general pobreza de la nación. No parecía conocerse, dada la intransigencia de los tiempos y el fanatismo de la política, un recurso mejor para que prevalecieran unas ideas sobre otras, unos hombres sobre otros. (…) La guerra era, en cierta forma, una gran diversión, una fiesta, el sublime deporte del pueblo secularmente aburrido de vivir entre la pobreza y el pecado. (…) Era la guerra, también, entre su maraña de males, la cosa más auténticamente nacional, y no restringidamente provinciana, como lo demás de su tiempo. Lo único que lograba vencer los obstáculos que mantenían erguidas las fronteras entre los estados, las provincias y las ciudades (…) Se iba unificando al pueblo colombiano, conjunto arisco de tribus montañesas aisladas, con el largo padecer y los cortísimos júbilos.» (Lleras Camargo, 1997: 31-35)

No se podía, entonces, hacer política sin guerra. Lleras Chamarreo, como presidente de la República, primero del Frente Nacional, se propuso el fin a esa violencia, el fin a esa tradición familiar de la que no había formado parte. La violencia, y en particular La Violencia (como es llamado en la historiografía el período de doce años, 1946~1958, de conflictos rurales y urbanos entre los dos partidos, hija de la confrontación familiar entre estos bandos), marcaron profundamente lo que iba a ser la gestación y fines del Frente Nacional. Lo intestino de la Violencia, atroz como ninguna guerra civil, pero aun más desorganizada y acéfala, habían llevado a algunos a preferir la represión de Rojas Pinilla mientras garantizara la paz: recordemos que a partir del 9 de Abril de 1948 tuvo un nuevo escenario: la ciudad, y esto chocó en las mentes de liberales y conservadores de la capital. Durante la dictadura de Rojas (quien fuera homenajeado y vitoreado en sus comienzos como el garante de la conciliación y el orden por líderes de ambos partidos), éste llevó a cabo una intensa campaña de pacificación basada en prebendas clientelares y materiales, que pronto se disiparían; si los guerrilleros de un partido no estaban dispuestos a creer en la palabra de un presidente del otro bando, resultaba lógico que, en principio, se le diera a Rojas Pinilla el beneficio de la duda y que su plan pacificador durase un tiempo, pero esa confianza tenía bases frágiles. La represión, mucho mayor y organizada que durante el estado de sitio mantenido por Ospina Pérez y Laureano Gómez, que iba de la mano del proceso pacificador llegó a hacerse inaguantable, y las garantías de un regreso pacífico a la vida ordinaria eran escasas; de pronto, la reforma para la pacificación por parte de Rojas Pinilla, que ignoró, en principio, a los grupos liberales y luego desestimó a los liderazgos conservadores rurales, con sus prebendas e intereses, era el problema. La preocupación de los líderes liberales y conservadores (principalmente de Lleras Camargo), por erradicar el fenómeno de la violencia partidaria era comprensible y hasta viable: al hacerse ellos y no un tercero (Rojas) los garantes de la paz, el cumplimiento celoso de sus pactos era la garantía de pacificación. Las medidas que se tomaron serán expuestas más adelante.

Podemos decir que la violencia en Colombia no es movilizadora, sino al revés: la violencia, como movilización constante, no moviliza. Decanta y permanece, se hace normal y queda como recurso fácil. Como dice Ocampo, Colombia no es un país

«en el cual la legitimidad social provenga de la estabilidad de las instituciones. Nada más alejado de la realidad que la idea de la tradición civil en nuestra patria. Los golpes y las revoluciones son la negación de la civilidad y ellos los hemos tenido siempre presentes en los grandes cambios.» (Ocampo. 1972: 28)

Pero el caso del Frente Nacional es distinto: la violencia no jugó un rol crucial en su gestación, ni esta se llevó a cabo de manera particularmente violenta. Los disturbios y las huelgas bogotanas de 1957 no fueron, ni de lejos, el reflejo del Bogotazo de hacía diez años. Durante el Bogotazo, o mejor, durante la violencia desatada el 9 de Abril de 1948 a raíz de la muerte de Jorge Eliécer Gaitán, los muertos llegaron a cientos de miles. Bogotá había quedado destruida y, pese a todo, incluso pese al retiro de los liberales del juego político, el gobierno de Mariano Ospina Pérez (presidente de 1946 a 1950) terminó su mandato. En cambio, las movilizaciones pacíficas, las huelgas de abril y mayo de 1957 y la decidida posición de ciertos sectores liberales y conservadores, logró su cometido de debilitar la fuerza del régimen de Rojas Pinilla. Al no usar la oposición la fuerza, deslegitimaron la respuesta de fuerza por parte del gobierno, que, sin otro sustento, no aguantó más. Aún más, estas movilizaciones políticas (dentro de la resurrección de la sociedad civil) hubieran sido fácilmente reprimidas sin el acuerdo entre élites partidistas promovido por los pactos de Benidorm y de San Carlos entre líderes liberales y conservadores (laureanistas y ospinistas).

¿Cuál fue el rol, entonces, de la movilización política? El ciclo de la movilización resulta útil para entender los hechos que sucedieron. Empezando por el momento de no-movilización bajo la represión autoritaria, el gobierno de Rojas Pinilla, con aspiraciones populistas, había frenado las actividades de los aparatos ideológicos y de los grupos de presión partidaria urbana, así como había calmado la violencia rural, a inicios de su mandato. Sin embargo, no logró crear los aparatos de masas propios que sustituyeran a unos partidos sosegados, sea por la represión, sea por el acuerdo inicial con el régimen. Rojas trató de promover una fuerza sindical con la creación de la Confederación Nacional de Trabajadores (CNT) en 1954, pero la oposición da la Iglesia, de las otras centrales obreras (UCT, conservadora y CCT, liberal), así como de los mismos sindicatos, cuyos intereses se hallaban articulados por las referidas centrales, hizo que este intento de formar un frente obrero rojaspinillista no prosperase más allá del fomento de piquetes de apoyo al general que romperían manifestaciones de los otros sindicatos. Estos piquetes sólo serían frecuentes, sin embargo, a partir de 1956. Por otro lado, intentó Rojas Pinilla la creación de un partido de masas bajo el auspicio gubernamental, el Movimiento de Acción Nacional (MAN), que no avanzó más allá de un ceremonial desorganizado. Rojas intentó erigirse, finalmente, en el líder del Partido Conservador, y sus devaneos dieron resultados entre algunos sectores del conservatismo, que se vieron ligados hasta el final (de nuevo, por las más variadas razones) en el régimen de Rojas. Pero no podía asumir como suya la estructura abigarrada del viejo partido colombiano, y ya había despertado la suspicacia de los sectores liberales.

A mediados de 1955, comienza de nuevo la creciente movilización social y política en contra del régimen (así como se recrudecen los dispersos focos de violencia rural), toda vez que la represión por parte de éste último se arrecia. Conflictos con los estudiantes, con la iglesia, con los sindicatos, con las guerrillas rurales liberales y conservadoras (y además comunistas), con la prensa de oposición, así como el regreso y la actividad que líderes de la oposición (de ambos partidos) llevaron a cabo abiertamente (y no sin riesgo), socavaron las posibilidades del régimen de mantener cierto orden. Ya en 1956, perdida la capacidad del régimen de Rojas Pinilla de garantizar lo que lo había mantenido en el poder, el freno a la violencia, su legitimidad se vio socavada hasta que el mismo Rojas decidió renunciar. Los elementos reformadores y pro-transición de las Fuerzas Armadas, sentados ahora en la Junta de Gobierno, fueron capaces de abrir espacios para la incorporación de líderes de partidos en el gabinete y en la mesa de discusión del futuro político inmediato. A esto vendrían a incorporarse los pactos que hizo el ahora unido Partido Liberal (unión, por cierto, que no duraría mucho) con los distintos sectores del conservatismo (el laureanismo y el ospinismo), que se habían hecho eco, paulatinamente, de las propuestas defendidas por el liderazgo liberal, en particular el de Alberto Lleras Camargo. Esta movilización continuaría no sólo a través del trabajo de las élites, sino de una sólida respuesta y acuerdo social en cuanto a los resultados de los acuerdos entre los partidos: el plebiscito para reformar la constitución y el sistema político de finales de 1956 obtuvo un índice de participación más alta que había registrado elección alguna en la larga historia electoral colombiana. Así mismo, obtuvo una altísima participación de votantes la elección presidencial de mediados de 1957, donde resultó electo bajo la fórmula bipartidista, el candidato Alberto Lleras Camargo, sobre su contendor proveniente de un conservatismo disidente (que luego se plegaría a la dinámica de la transición) Jorge Leyva.

En interés de la transición, y dada la misma naturaleza de los pactos firmados entre el partido liberal y el partido conservador, la movilización social entró en su última etapa. La desmovilización de los sectores altamente politizados a finales del régimen anterior, así como la neutralización de las líneas de conflicto, eran claves en el deseo del Presidente Lleras en terminar de reinstitucionalizar a Colombia y a reestablecer el estado de derecho interrumpido desde los días de la violencia. Se levantó el estado de sitio, la censura sobre la prensa, la coerción y coacción sobre los partidos y grupos de presión, cesó la persecución religiosa en la provincia (y empezó a disminuir la impronta de la iglesia católica en el conservatismo), se levantó la intervención gubernamental en las universidades, etc. La naturaleza del Frente Nacional, que aseguraba el mandato paritario y concesional entre los dos partidos tradicionales, eliminaba el interés de usar la violencia rural como forma de lograr la resolución de disputas territoriales allí donde el Estado era incapaz de llegar. La expansión del Estado y la aplicación de reformas sociales y económicas, en particular de la reforma agraria, eran mucho más fáciles de llevar a cabo al poner a todas las partes en disputa como garantes del proceso, además de ofrecer a los grupos violentos un modo de vida rentable que no fuese la actividad violenta. Por otro lado, la actividad de grupos fuera del acuerdo bipartidista del Frente Nacional (que demostró una eficacia notable durante casi quince años), fue moderada al, o colocarlos al margen del espectro político, reduciéndolos a espacios apartados o eliminándolos (como el caso de las guerrillas comunistas, supuestamente pacificadas y eliminadas a mediados de los 60) u obligándolos a adaptarse a la dinámica del Frente Nacional, sea como partidos de oposición dentro del cauce legal (como fuera el caso del MRL y de Anapo, padre del M-19) o como satélites del acuerdo entre los dos grandes partidos.

IV

A la rigidez de los pactos que forman el Frente Nacional y fundamentan las administraciones de Lleras Camargo, Valencia, Lleras Restrepo y Pastrana Borrero, se culpa de la imposibilidad de las élites partidistas de superar, que no fuese de modo artificial, el problema de la violencia, en especial cuando ésta abandona su carácter partidario (en cuanto a conservadora ó liberal) y se torna progresivamente criminal. Sin embargo este es un juicio injusto: El Frente Nacional, al acabar con la violencia partidaria, logró mantener a la mayoría del territorio colombiano en paz durante un espacio de casi 20 años.

La reaparición de la violencia en su forma actual no puede verse como prolongación de la violencia de los 50, sino como un fenómeno de suyo autónomo y no atribuible, salvo en la psique política colombiana, al período de la Violencia. Ahora bien, la prolongación de los métodos del Frente Nacional, así como la extrema cautela de los líderes de los partidos en promover las reformas que la dinámica social colombiana necesitaba, debilitó la legitimidad del sistema creado por el Frente Nacional y generaron apatía con respecto a los cambios que éste, lentamente (como era la sincera idea de los gestores del pacto) producía muy de vez en cuando. Las reformas políticas emprendidas a comienzos del sistema del Frente Nacional expiraron al dejar de cumplir sus objetivos y al asumir, casi ingenuamente, que los partidos liberal y conservador eran dueños del interés colectivo. Además, el silencio fúnebre con el que se resolvió, en aras de la transición, la herencia de la Violencia, que responsabilizaba a mucha de la dirigencia del Frente Nacional, terminó por dar una imagen borrosa de lo que había sido esa época, y, por tanto, a alzar el mito de la violencia de esos años y desmerecer, a la luz de los hechos actuales, los logros del Frente Nacional. En especial, la restauración, sí lograda, de la convivencia nacional. Las causas de la violencia posterior son asumidas como un continuo de la violencia histórica, pero no se cuenta con esto que su relación no es sino tangencial.

Todo esto abre un camino para la comprensión de la actitud del Frente Nacional, cuyo fin justificaba la flexibilidad de sus medios: si el fin era la paz, el tocar las heridas hubiera sido demasiado caro en un país culturalmente dividido. La riqueza del experimento, a todas luces exitoso en cuanto a sus objetivos primordiales (y por lo tanto un fracaso al superar la realidad el modelo que éste experimento delineó), demuestra que la concordia, en sí mismo un bien valiosísimo, tenia que ir acompañada de la democratización. En eso, el modelo con el que el Frente Nacional consigue la paz es cualitativamente superior al de la paz lograda, temporalemtne, por Rojas Pinilla. Por otro lado, la concordia entre facciones tanto tiempo enfrentadas, resultaría la base que, en primer término, evitó el regreso de la violencia entre partidos a medida que se abrió el cauce competitivo del sistema, y, en segundo término, puede ser la base de un proceso de pacificación actual. La violencia colombiana hoy es mucho más compleja, cierto, pero lo logrado por el Frente Nacional en el período que estuvo vigente, es prueba de que la violencia no es irremediable.

Ahora bien, la maraña de relaciones supra-estatales que se producen como consecuencia del desarrollo de la «política por otros medios», invita a concluir que la persistencia de la violencia es inevitable, y que, en todo caso, sólo alternativas como la Pax Rojas Pinillica, o sea una solución pretoriana al conflicto, sean viables. No deja de ser fuerte la tentación militarista frente al desmonoramiento del Estado, que, como dato curioso para extraños, ha mantenido la institucionalidad y el estado de derecho aún en la situación de guerra interna que vive.

Comprendamos: el sentimiento de angustia de la población es enorme. De acuerdo a una encuesta publicada en Semana, un 34% de las personas que han pensado en abandonar el país (56% de los encuestados) tienen en la violencia uno de sus motivos principales. ¿Quién lo duda? Apenas en el año 1998, según El Universal, se han producido alrededor de 600 crímenes por violencia política, entre civiles, guerrilleros, policías, militares y paramilitares; y no cuente las víctimas «transversales» del conflicto, así como las sumadas a la violencia debida a la delincuencia (que no se desliga fácilmente de la anterior): la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes se ha triplicado en los últimos quince años (Pecaut, 1997: 4). Sean cuales sean los fines actuales de la contienda armada (y hay que reconocer que la complejidad de la violencia en Colombia sobrepasan la realidad política), sus orígenes fueron políticos. Pero no es ese necesariamente el caso hoy día: el desarrollo de los «sicarios», de los grupos paramilitares y de la vinculación de la guerrilla con el narcotráfico reflejan que la violencia ha desbordado el cauce en el que se originó. Esto, según Cañón (1990: 449), ha significado la «libanización del conflicto armado», situación que conlleva «manifestaciones antidemocráticas del régimen y a formas autoritarias de las relaciones entre el Estado y la sociedad civil e internamente en esta» (Ibid.: 450).

Revisemos brevemente los desarrollos de los últimos veinticinco años. Los errores y el desdén con que los Presidentes López Michelsen y Turbay manejaron la renovación de la insurgencia (con el agravante de proceder ellos mismos de posiciones críticas al status quo reforzado en 1958) abrió el camino para la interrupción de la paz que se había mantenido en los gobiernos del Frente Nacional y que se había consolidad con la toma de Marquetalia a mediados de los años sesenta. Los intentos de paz, frente a las remozadas insurgencias de izquierda (las FARC, el ELN y el M-19) no sólo han sido escasos, sino tardíos. Pese a todos los intentos de pacificación desarrollados durante los últimos diecinueve años, iniciada radicalmente por el gobierno de Belisario Betancur (quien fuera arrollado por las circunstancias y por no ser un jugador «natural» de la política colombiana); continuada con tropiezos por Barco y reiniciada con premuras por Gaviria, la institucionalización, o, más bien, el acercamiento de los grupos guerrilleros al diálogo político ha sido infructuoso. Si bien, como nos dice Cañón (1990), «paradójicamente el recrudecimiento de la violencia terminó garantizando por reacción los espacios de la paz», y si bien estos espacios permitieron la firma del «Pacto Político por la Democracia y por la Paz» de 1990, la violencia sigue hoy día, ocho años después. ¿Qué expectativas no fueron satisfechas desde esa fecha? La «democratización» de la democracia colombiana, la recuperación económica y la restauración de la justicia y el orden público. Nos dice Díaz Arenas (1993: 524) que la nueva Constitución Colombiana, promulgada en 1991, no basta para hacer un cambio radical en estilo político colombiano, y que no ayuda a la causa de la reforma que ni siquiera quienes participaron en la Asamblea Nacional Constituyente sometan sus acciones al peso de la nueva constitución, y a las intenciones de 1991. «Si ha persistido [el Congreso] en que sobrevivan prácticas del viejo orden (…) por otra parte ha demostrado incuria en la puesta en marcha de las nuevas instituciones» (Id.). Con esto, y sumado a las diferentes frustraciones acumuladas en Colombia y en su sociedad a lo largo de este último medio siglo, no es raro que la violencia persista.

Rafael Pardo Prueda, ex ministro de defensa del gobierno de Gaviria, nos dice que, a pesar de las frustraciones y promesas incumplidas, a la lentitud de los cambios, Colombia no es la misma. «El conflicto persiste, pero su significado en la vida Colombiana es muy distinto al que tenía [durante los años ochenta]. (…) Hoy la guerrilla es un rezago del pasado que subsiste y crece debido a la falta del control estatal del territorio, y gracias a la extraordinaria financiación que las distintas fases del tráfico de drogas y el delito común le proveen» (Pardo Rueda, 1996: 480). Si bien la guerrilla ha perdido su perfil político inicial, no es, como fenómeno conectado al narcotráfico, un mero rezago. Puede que la violencia política, en cuanto a mecanismo ideológico, se haya banalizado, pero eso no quiere decir que sus resultados sean banales.

No se pude decretar ni decidir la paz; ha de negociarse. La negociación de una paz duradera ha de hacerse desde el lado de la legitimidad de los negociadores, una legitimidad que, por cierto, se halla ausente entre los atributos de la guerrilla y de los paramilitares. No se pueden leer de otro modo las constantes manifestaciones –como las organizadas por Pacho Santos–, la indignación nacional por los asesinatos de Luis Carlos Galán, de Álvaro Gómez y de Jaime Garzón, y la temible fuerza electoral del tema de la paz en los últimos procesos electorales, así como el lugar de los jefes guerrilleros y paramilitares en las encuestas de opinión: hasta Ernesto Samper se encuentra por encima de figuras como Manuel Marulanda ó el «Mono Jojoy».

Por ello es imperante, para la pacificación colombiana, que le sea devuelta la legitimidad y la confianza a la actividad política. Que vean los ciudadanos que la solución a la sempiterna guerra colombiana no es regocijarse en sí mismos (salida imposible, la violencia toca a todos los colombianos), ni seguir a la minoría que ejerce la violencia. Hay signos de que se va por un buen camino. Las elecciones municipales del año 1997, donde se hizo claro el rechazo de los votantes a la violencia (de cualquier bando), son un buen ejemplo de esa actitud necesaria. Las ya habituales –tristemente– marchas por la paz son un ejemplo más claro aún del hastío de una nueva generación dentro de la sociedad colombiana que se ha percatado de que, sin quererlo, la violencia deja vulnerable a todos los bandos. Pero más a ellos, que son intervenidos por ésta de manera casi espectral.

Y he ahí la fuente del mandato popular del Presidente Pastrana. Pudiendo cuestionar sus métodos y logros, podríamos decir Pastrana está convencido por la paz. Pero, ya lo mencionamos, no puede sin más decretar la paz de un plumazo. El ceder y resistir a las presiones de los distintos intereses que nublan la perspectiva actual de la violencia (las del ejército, las de los grupos guerrilleros y paramilitares, las del narcotráfico, las de la iglesia y las ONGs, las de las opiniones de gobiernos como el venezolano y el norteamericano, y, por supuesto, las de la misma élite política dentro de la cual los presidentes colombianos han de manejarse con suma habilidad). Apenas un año después, ese deseo por la paz sigue intacto. Esto es, bastante insatisfecho.

Pero, ¿debemos esto a una particular incompetencia del presidente Pastrana? Si usted se pasea por las páginas de opinión de la prensa colombiana, esa parece ser la idea de moda. Parece injusto. Ya mencionamos las presiones concretas que tiene que sufrir el Presidente Pastrana, que se suman a las aristas que tiene la variada naturaleza del conflicto (en la que el rol del narcotráfico, insuficientemente tocado aquí –como el de los intereses foráneos), tiene una fuerza preponderante), que hacen que los límites entre los distintos «bandos» sean difusos y que la violencia sea «desorganizada». La extensión del conflicto (si se puede hablar de un conflicto único), puede ser indefinida en cuanto la «desorganización» de la violencia no sea considerarda como variable fundamental en el proceso de negociación.

Los preacuerdos y acuerdos logrados entre gobierno y guerrilla (como el de Viana, de 1997), ó entre gobierno y paramilitares (como el del Nudo de Paramillo), así como sus realizaciones objetivas, han demostrado que el «estira y encoge» entre amos «bandos» corresponde en mucho a la concepción que tienen de su rol dentro del conflicto; las concepciones estratégicas simples han dado paso a más enrevesadas versiones de un diálogo a «cuatro bandas» (Dávila y Rudas, 1998, 16-18). Se sabe que la guerrilla no es monolítica. Mucho menos han demostrado serlo los paramilitares y se sabe, pero no se dice muy duro, que el ejército dista mucho de serlo. La solución del problema de la violencia no puede pasar por más violencia; visto lo complejo del desarrollo eficaz de un enfrentamiento convencional, puede desecharse todo éxito en este sentido (o sea, Colombia no es el Perú). El Estado colombiano ha de darse cuenta que tanto la guerra por un lado, como la concesión de garantías unilaterales son insuficientes. Toda vez que la recuperación efectiva del territorio es un objetivo claro, ésta no puede ejercerse con violencia ciega. El Estado colombiano no puede darse el lujo que se dan las guerrillas y los paramilitares. Nadie recupera territorios para el olvido: la reforma social y económica en las zonas afectadas por la violencia, junto a las victorias militares, darían al Estado un piso firme para la paz. Allí está el ejemplo de los programas sociales que logró hacer efectivo el Frente Nacional en sus primeros gobiernos. Claro, la negociación, ha de esperarse, tiene que resignarse a vivir bajo fuego; esto debido, en primer lugar, a la ya comentada «desorganización» de la violencia (que puede hacer insuficiente, a estas alturas, la efectividad de los acuerdos políticos realizados y potenciales). La evocación de la «viabilidad» de la violencia queda, claro, en el aire; no en vano (y valga como ejemplo) las condiciones de tregua navideña presentadas por los grupos en conflicto son más un margen de excusas para el uso (legitimable) de la violencia, que un pliego realista de reinvindicaciones sociales. Así mismo, la arenga al respeto de las zonas de despeje resulta más una manera de ganar tiempo y legitimidad (nada malintencionada) ante estas ofertas.

V

Hace más de cincuenta años fue asesinado Jorge Eliécer Gaitán, y desde entonces la política ha cedido casi todos sus espacios al vacío de la violencia. De asesinato en otro, parece que no se han percatado los involucrados de que no se lograrán victorias definitivas por medio de la violencia;

«…la violencia que vivimos es producto de la acumulación y sedimentación de muchas guerras inconclusas y prolongadas, que terminaron legitimando el asesinato como forma de dirimir conflictos. (…) Violencia propia de una cultura que necesita una instauración civil (…) un ejercicio fundacional en el plano de las fuerzas y las costumbres que asuma la defensa de la civilidad (…) Refundación civil que debe empezar por enterrar a los muertos». (Restrepo, 1998: 187-188)

Es con ese «enterrar a los muertos» que debe empezar el proceso colombiano. Pero, ojo, las lecciones del mismo no se reservan a la creación y delimitación de futuros escenarios frente a los cuales se evalúen los procesos de ese país. En primer lugar porque esos escenarios ya existen, y en segundo lugar, porque si bien Colombia sufre estos síntomas de manera aguda, la «viabilidad» de la violencia, la «desideologización» de los conflictos y la «ilegitimidad» de los sistemas políticos no son ajenos a otros países. El camino hacia la paz, en cuanto a que es deseado, debe ser posible. Sin embargo, la consecución de dicho deseo no puede ser circular, esto es, no puede conformarse con la articulación de «buenos deseos». La sinceridad de los actores en su deseo de un fin para la violencia no será medida, al final, por encuestas de opinión, sino por la realización efectiva de sus aspiraciones, enfrentadas, claro, a las aspiraciones del resto y a la pertinaz realidad de las cosas. Pese a todo, caben dudas frente al pesimismo.

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BIBLIOGRAFÍA

Bushnell (1996): Colombia: Una nación a pesar de sí misma. Planeta Colombiana, Bogotá.

Cañón, J.J. (1990): «Pactos Políticos y democratización en Colombia» en Politeia, No.14, Caracas, Instituto de Estudios Políticos.

Dávila Ladrón de Guevara, Andrés y Carolina Rudas (1998): «Colombia 1998: Elecciones y paz en medio de la turbulencia» Anuario Social y Político de América Latina y el Caribe. No. 2: 11-18. FLACSO-Nueva Sociedad, Caracas.

Díaz Arenas, Pedro Agustín (1994): La Constitución Política Colombiana (1991). Proceso, estructuras y contexto. Bogotá, Editorial Temis.

Lleras Camargo, Alberto (1997): Memorias. Bogotá, Banco de la República/El Áncora Editores.

Pardo Rueda, Rafael (1996): De primera mano: Colombia 1986-1994: entre conflictos y esperanzas. Bogotá, Cerec/ Grupo Editorial Norma.

Pecaut, Daniel (1997): «Presente, pasado y futuro de la violencia». Análisis Político, No. 30: 3-36. Bogotá.

Restrepo R., Luis Carlos (1997): «La Sangre de Gaitán», en El Saqueo de una Ilusión: El 9 de Abril: 50 años después. Bogotá, Número Ediciones.

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