Opinión Internacional

De héroes y villanos

El 22 de agosto de 1978 un comando guerrillero asaltó en Managua el Palacio Nacional, donde sesionaban en ese momento los diputados y senadores de Somoza, y no sólo los tomó como prisioneros a ellos, sino a ministros y decenas de burócratas empleados de otras dependencias del palacio, que también albergaba los ministerios de Gobernación y Hacienda; y como el comando cerró desde dentro las puertas del edificio, también quedaron atrapadas miles de personas que a esas horas de un día laborar cualquiera pagaban impuestos o hacían gestiones rutinarias.

“El plan parecía una locura demasiado simple. Se trataba de tomar el Palacio Nacional de Managua a pleno día, con solo veinticinco hombres”, escribe García Márquez en su crónica magistral Asalto al palacio. “El ingenio de la acción consistía en hacerse pasar por una patrulla de la Escuela de Entrenamiento Básico de Infantería de la Guardia Nacional. De modo que se uniformaron de verde olivo, con uniformes hechos por costureras clandestinas en tallas medianas, y se pusieron botas militares compradas el sábado anterior en tiendas distintas.”
García Márquez entrevistó a los miembros del comando en el cuartel Tinajita de Panamá, una vez que Somoza consistió que, a cambio de la entrega de los rehenes, salieran del país con los prisioneros políticos cuya liberación reclamaban, y su crónica queda como la mejor pieza literaria entre tantos reportajes que se hicieron entonces, cuando aquel hecho conmovió al mundo por la audacia de quienes lo ejecutaron, unos muchachos que promediaban los veinte años de edad. Somoza era el villano encerrado en su búnker, humillado por unos guerrilleros mal armados y decididos a todo, que eran en cambio los héroes, en Nicaragua y en todas partes.

Cuando los guerrilleros del comando iban en un autobús suministrado por Somoza camino del aeropuerto, a encontrarse con los prisioneros políticos para subir todos al mismo avión rumbo a Panamá, las calles por donde iban a pasar estaban acordonados de soldados armados hasta los dientes, pero eso ya no le importó a la gente que en multitud salió a las esquinas y a las aceras a vitorearlos, una ruidosa manifestación que demostraba que se había perdido el miedo a la dictadura y presagiaba la insurrección popular que empezaría poco después.

He recordado este acontecimiento del pasado de cara al largo secuestro y liberación de Ingrid Betancourt y sus demás compañeros de cautiverio en las selvas de Colombia, y no puedo sino hacer comparaciones. Si nos atenemos a las palabras claves de ambos hechos, son las mismas: secuestro, rehenes, captores, guerrilleros; pero detrás de esas palabras ha cambiado todo un universo de sentimientos, y de identificaciones, de uno al otro lado del espectro.

Los secuestradores fueron los héroes en la toma del Palacio Nacional de Somoza, celebrados universalmente, y aclamados, y los secuestrados, diputados, senadores y ministros, los villanos. Ahora, los héroes son los secuestrados retenidos largos años como rehenes por los guerrilleros de las FARC, que han pasado a ser en cambio los villanos, a quienes nadie se atreve a alabar, o a respaldar ni menos a exaltar como figuras románticas. Los héroes son los miembros del comando que los liberó, y no los del comando que los apresó.

Las cámaras de la televisión seguían hace treinta años a Edén Pastora, el jefe militar del comando del Palacio Nacional, y todos querían entrevistar a Dora María Téllez, la única mujer entre los asaltantes, que había conducido las negociaciones con los representes de Somoza. Ella vestida de guerrillera, era la heroína. Hoy, la heroína es Ingrid Betancourt, vestida de prisionera mientras aguantaba el cautiverio.

No se trata solamente de un cambio de papeles en el fenómeno mediático, ni nada más de que la lucha armada irregular, con todo lo que conlleva, se halla fuera de lugar en los albores del siglo veintiuno, como el mismo presidente Hugo Chávez afirma ahora. Se trata de un cambio radical del sentido de los símbolos, porque los símbolos tienen siempre un sustrato ético, que es el que las da vida, o sino se vuelven retórica mentirosa.

García Márquez relata que uno de los diputados que viajaban con los guerrilleros hacia el aeropuerto de Managua, pues allí serían entregados a cambio de los prisioneros políticos traídos des las cárceles en todo el país, se mostró asombrado ante aquella explosión de júbilo popular en las calles. “Y entonces, el comandante Uno, que viajaba a su lado, le dijo con el buen humor de alivio : ya ve, esto es lo único que no se puede comprar con plata».

La plata entonces no estaba entonces de por medio, y ningún guerrillero de aquel comando veía el asalto al Palacio Nacional como un negocio. Los que sobreviven siguen viviendo sin medios de fortuna, y los que ya murieron, vivieron siempre pobres. Ninguno de ellos fue corrompido por el trastorno de los valores éticos, como ocurrió, por desgracia, pasando el tiempo, con otros compañeros de armas suyos, pero ésa es historia aparte.

La diferencia entre las imágenes de entonces, y las de hoy, es la misma que hay entre el ideal y el cinismo. Entre la lealtad a los principios y la corrupción de los principios. El tráfico de drogas, tomo un ejemplo, equipara al jefe guerrillero con el narcotraficante, y al anularse los ideales, se echa al trasto de la basura la ética, y no hay más romanticismo posible.

Hoy, en lugar de alegrarse nadie porque las FARC retenga aún rehenes, todo el mundo les exige que los libere de manera incondicional, desde Fidel Castro al Consejo Permanente de la Organización de Estados Americanos, donde están representados los gobiernos latinoamericanos, la mayor parte de ellos ahora de izquierda. Un voto unánime salvo por el gobierno de Nicaragua, para que tomen nota.

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