Opinión Internacional

De lo que fue Santiago ensangrentada

“La década de 1970 a 1980 es la más crítica y grave de nuestra historia”.

Mario Góngora

Se han cumplido treinta y dos años del golpe de Estado que derrocara a Salvador Allende, pusiera un dramático fin al intento por transitar al socialismo de manera pacífica y provocara las más profundas transformaciones socioculturales vividas por la república sureña en sus casi doscientos años de historia independiente. No sin razón, uno de los más destacados historiadores chilenos del siglo XX, Mario Góngora, calificó la década que va de 1970 a 1980 como la más grave y más crítica vivida por la sociedad chilena. Aún hoy, a tres décadas de ese grave trance, se hace imposible trazar un balance desapasionado de acontecimientos que golpearan la conciencia de la humanidad como uno de los hechos más tristes, repudiables y luctuosos del siglo. Y que ha pasado a formar parte del acervo democrático de un continente que sigue, sin embargo, prisionero de sus traumas, sus delirios y sus imposturas. Como para reafirmar el pesimismo hegeliano respecto del valor pedagógico de la experiencia: “la historia sólo nos enseña que no nos ha enseñado nada”.

A pesar de tal comprobado escepticismo, no está de más resaltar respecto del caso chileno dos hechos de inmensa trascendencia histórica: 1) los enemigos de antaño no sólo se han reconciliado, sino que trabajan de consuno en un proyecto histórico común; 2) gracias y a pesar de estos 32 años, la sociedad chilena ha dado un salto cualitativo inconmensurable. Cabe, por lo tanto, la legítima pregunta que me veo en la obligación intelectual y moral de formularme, aún a riesgo de ser malinterpretado, acerca de un asunto extremadamente espinoso y que toca aspectos éticos y políticos de inmensa trascendencia: el Chile de hoy – modelo de convivencia democrática y desarrollo económico y social – ¿hubiera obtenido estos logros ejemplares sin pasar por el trauma del 11 de septiembre, la tragedia de 17 años de dictadura y la acción conjugada de pinochetismo y concertación en la construcción del Chile moderno? Visto desde la otra perspectiva: ¿cuál es el Chile que cabe imaginar si finalmente se hubiera impuesto la revolución socialista? ¿La Cuba de hoy?
Los dos hechos están profundamente interrelacionados, aún y cuando al margen de la conciencia de los protagonistas o solapados siempre por el peso de una historia que no puede ser ventilada sine ira et studio. El primero que ya comienza a formar parte de la conciencia histórica nacional se refiere a la corresponsabilidad de todos los protagonistas en los hechos acaecidos, lo que supone necesariamente la asunción del conflicto y su desenlace mediatizando la responsabilidad de terceros. La crisis desatada entre 1970 y 1973 y la trágica forma de resolverla competen primaria y estrictamente a los chilenos y sus actores, así se reconozca la intervención de intereses foráneos, de cualquier procedencia.

El segundo hecho es parte de la realidad misma, así se lo mediatice o se pretenda disminuir su intensidad e importancia por razones jurídicas, éticas e, incluso, judiciales: al margen de las responsabilidades criminales del dictador, la actual realidad socio-económica chilena, caracterizada por un potente desarrollo, una creciente prosperidad y una admirable justicia social es producto, entre otras causas determinantes, de medidas estructurales asumidas, implementadas y puestas en práctica por la dictadura. El Chile de hoy es producto, para su bien y su mal, de esos dos factores: la reconciliación de los enemigos de antaño y la asunción de las bases estructurales de la economía chilena sentadas por la dictadura. El Chile de hoy nació el 11 de septiembre de 1973, así haya obtenido su carta de legitimidad democrática en octubre de 1988, cuando mediante un plebiscito ejemplar y que nadie jamás pusiera en duda viera la luz la democracia del Chile moderno.

Fue en un encuentro de reconciliación organizado por el ejército chileno y celebrado en la Escuela Militar hace algunos meses que el senador y alto dirigente del Partido Socialista chileno Ricardo Núñez reconoció la grave responsabilidad que le cabía a su partido y a la Unidad Popular en su conjunto en la gestación de la crisis y el golpe de Estado del 11 de septiembre: no comprendimos la gravedad del momento y nada hicimos por evitarlo, declaró palabras más, palabras menos. Fue un paso de enorme importancia hacia la reconciliación. Pues fue precisamente a la dirección del PS a quien cupo la principal responsabilidad en el rechazo inapelable a la solicitud adelantada por Salvador Allende el 5 de septiembre – y que discutía con sus asesores desde por lo menos el mes de junio de 1973 – a la dirección de la Unidad Popular para que le permitiera manejar la grave crisis de gobernabilidad en que se hundía el país dándole plenos poderes para alcanzar un acuerdo con la Democracia Cristiana respecto de la delimitación de las distintas áreas de la economía – asunto crucial que competía a las esferas y dimensiones de los sectores privados que debían pasar a manos del Estado o permanecer en las de sus legítimos propietarios – y adelantar la realización de un plebiscito para consultarle a la ciudadanía si debía o no seguir gobernando. Plebiscito que estaba seguro de perder, pero garantizaría la convivencia democrática en un país gravemente quebrantado. La respuesta, que se le comunicara oficialmente el sábado 8 de septiembre, fue un rechazo destemplado y descomedido, muy cercano a un portazo en las narices. Quiso el destino que se cruzara con la comunicación confidencial enviada por el almirante Merino al General en jefe del Ejército, Augusto Pinochet, instándolo a participar del golpe, fijado ya por las restantes fuerzas armadas y carabineros para el martes 11 de septiembre.

Por su parte, la Democracia Cristiana reconocería su propia responsabilidad en la negativa a encontrar una salida política a la grave crisis que azotaba al país pocos años después del golpe mismo. Pues sus ilusiones de ser la principal beneficiaria del golpe y la dictadura militar entonces instaurada, que imaginó moderada y de corta duración, se vieron muy pronto dramáticamente defraudadas. No fue su militancia la mayor víctima de los atropellos, violaciones y crímenes cometidos por la Junta militar de Gobierno. Así no falten quienes culpen a los servicios secretos de Augusto Pinochet del extraño deceso de Eduardo Frei Montalba, líder histórico del socialcristianismo chileno. Pero su partido sufrió con enorme intensidad la persecución y la muerte provocadas a sangre y fuego por la dictadura, que afectara prácticamente a todas las familias chilenas, sin importar clase ni condición. La tragedia asumió una dimensión y un alcance auténticamente nacionales.

Que a pesar de los tempranos encuentros realizados por dirigentes de la DC con los del PS y otras agrupaciones de la UP – el primero y más importantes de los cuales tuviera lugar en junio de 1975 en Colonia Tovar, bajo los auspicios del primer gobierno de Carlos Andrés Pérez – se tardara 17 años en sellar el acuerdo de la Concertación, demuestra cuán profundas fueron las diferencias, cuán enconados los odios y cuán suicida el comportamiento de todos los actores políticos involucrados.

¿Cómo no reconocer la responsabilidad de las partes en una tragedia de la magnitud de la vivida por la sociedad chilena a comienzos de los 70? La reconciliación tardó 17 años en abrirse paso – en rigor, aún no se consuma del todo – y sólo fue posible luego de deponer añejas y trasnochadas ideologías, situar las responsabilidades foráneas, en particular del “imperialismo norteamericano” pero también de la intromisión cubano-soviética en el justo lugar que correspondía y asumir con virilidad y entereza la compartida carga de las culpas.

Menos dramática y, por lo mismo, siempre presente como dato incuestionable del nuevo escenario político nacional, ha sido la asunción durante estos dieciséis años de gobiernos concertacionistas – Aylwin, Frei y Ricardo Lagos – de las transformaciones estructurales inducidas por la política económica y social de la Junta de Gobierno presidida por el dictador Augusto Pinochet. Ellas se resumen en la plena vigencia jurídica del derecho de propiedad y el libre mercado instaurados luego del 11 de septiembre, la reducción dramática del tamaño y las funciones del Estado entonces implementada y la privatización de extensas áreas de la vida económica y social antiguamente reservadas al predominio del Estado. Así como una rigurosa disciplina fiscal. De no poca importancia sería la tremenda reducción de la burocracia estatal, causa de una permanente sangría presupuestaria en una sociedad profundamente estatista, rentista y habituada a las subvenciones como la chilena anterior al 11 de septiembre.

Dichos cambios han afectado a la sociedad chilena de manera dramática y, en determinados períodos, perversa. Han sido el producto de ensayos macroeconómicos de acierto y error, con calamitosos efectos pagados por una población que sufriera rigores difícilmente imaginables en países de bonanza petrolera como el nuestro. Aunque han terminado por sanear – a un precio inaceptable bajo regímenes democráticos, es cierto – la estructura económica y social chilena preparando las condiciones indispensables para el gigantesco salto cualitativo logrado durante los gobiernos de la concertación y muy en particular bajo el ejercicio del socialista Ricardo Lagos, cuando la cifra de pobres disminuyera en un millón de personas y el acceso al bienestar del progreso y la prosperidad comienza a abrirse a las amplias mayorías. Todo ello dentro del marco de una economía altamente competitiva, ingeniosa y renovadora.

¿Hubiera sido posible esta prosperidad y este progreso sin pasar por los dramáticos acontecimientos que abrieron la senda para uno de los períodos de mayores oprobios vividos por la culta, civilizada y disciplinada sociedad chilena? De la respuesta a ese dramático interrogante depende el futuro de la región. Intentar encontrarla es un desafío insoslayable. Pues dar con la clave de un cambio estructural tan dramático y provechoso sin menoscabar los derechos humanos, la convivencia pacífica y la felicidad de los ciudadanos, no importan raza, clase, edad ni condición, es el supremo anhelo de quienes quisiéramos liberarnos del yugo de la pobreza y la iniquidad sin pasar por los traumas del delirio.

Es la enseñanza que deja tan triste recordatorio.

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