Opinión Internacional

Delito y política

El debate sobre la imputabilidad criminal de los menores que ha florecido en el seno del arco oficialista es, probablemente, una manifestación de  diferencias que ya agrietaban el llamado “proyecto” o “modelo” K en vida de Néstor Kirchner, pero que empiezan a adquirir una envergadura mayor a partir de su desaparición.

Aunque no es el único terreno de divergencias,  el de la seguridad es seguramente el más importante, por al menos dos motivos. El primero, casi obvio, es que la inseguridad ciudadana es la principal preocupación de la sociedad, según lo que registran unánimemente los estudios demoscópicos. El segundo, igualmente significativo, está relacionado con los rasgos de identidad que el kirchnerismo describe como propios y que se vinculan a los derechos humanos o, dicho con más precisión (ya que no es lo mismo) a la ideología de los derechos humanos.

Para esta ideología son sospechosos los conceptos ligados al orden, al ejercicio de la legítima autoridad y a la preservación de la disciplina social (así como muchos de los instrumentos del Estado destinados a garantizarlos en última instancia, desde las instituciones y agencias con las que el Estado debe ejercer el monopolio de la fuerza hasta el rigor de las leyes, el dictado judicial de penas y su cumplimiento en establecimientos adecuados).   

La sospecha sobre estos conceptos, normas e instituciones, si bien se mira, está a menudo restringida a los límites de la Argentina o se aplica extensivamente sólo a sociedades  cuyos gobiernos esta corriente ideológica condena, pero no a otros que este sector juzga con benevolencia porque les asigna carácter “progresista”.  Una cosa es, digamos, la intención de aplicar penas más severas en Argentina y otra, por caso, su aplicación efectiva en Cuba, Nicaragua o la Venezuela de Chávez. Para no hablar del pasado y recordar la justificación (y hasta la apología) de los métodos represivos que se empleaban en la ya disuelta Unión Soviética.  

Se establece, pues una tensión fuerte entre las pulsiones de la opinión pública, que ante la inseguridad ciudadana aspiran a la acción firme y eficaz del Estado, y estas corrientes que las resisten y que, desde la presidencia de Néstor Kirchner (por una combinación de realismo pragmático y de inseguridad y flojedad de papeles para explicar su propio pasado en los años de plomo, de parte del ex presidente) fueron entronizadas como jueces de la ética política y proveedores  de culpas y absoluciones.

Mientras Néstor Kirchner ejerció el manejo del arco oficialista, él pudo arreglárselas para que esos sectores –que en su gran mayoría no provienen del peronismo- fueran admitidos y considerados (así fuera con resignación) en su sistema de fuerzas por las estructuras y corrientes de origen y pertenencia justicialista. Pero con la muerte de Kirchner el sistema de autoridad del oficialismo quedó fatalmente resentido y las tensiones preexistentes y las recíprocas suspicacias empezaron a expresarse  más abiertamente.

De un lado, los sedicentes sectores progresistas, temerosos de que el vacío generado por la ausencia de Kirchner fuera cubierto desde el peronismo territorial, personificaron en el gobernador de la provincia de Buenos Aires (y en su política de seguridad, incluido el ministro bonaerense Ricardo Casal) su propio eje del mal: allí golpearon desde Luis D’Elía hasta Horacio Verbitsky, pasando por el diputado Martín Sabatella,  postulante a reemplazar a Scioli en alianza con el kirchnerismo progre.  Del otro, al comprender los sectores del poder territorial de origen peronista que la terquedad ideológica tiende a enfrentar al conjunto con el talante sobre el tema seguridad que predomina en la sociedad (lo que, en especial para los que ejercen el gobierno o aspiran a ejercerlo en los distritos, puede ser especialmente riesgoso en un año electoral), empezó a presionarse por una postura realista: ya había hecho bastante mal la actitud que en su momento encarnara Aníbal Fernández al tratar de minimizar los problemas hablando de “sensación de inseguridad”.

Es en ese contexto en el que debe interpretarse la frase con la que Daniel Scioli insistió esta semana en la necesidad de una ley que encuadre y penalice el delito de menores, bajando la edad de imputabilidad. “»Yo no puedo quedar bien con todo el mundo, quedo bien con la gente que quiere cuidar la vida y que quiere proteger la integridad física, que quiere vivir más segura», dijo el gobernador. Ese llamado a tomar en cuenta el reclamo ciudadano estaba dando expresión a los sectores con responsabilidades de gobierno frente a las corrientes atadas al ideologismo, porque, parece obvio, no se puede “quedar bien” con ambas.

Por cierto, la tensión que se expresa en el arco oficialista en relación con el tema seguridad encubre otros recelos, en particular los que surgen de la falta de definiciones sobre la candidatura presidencial oficialista. Muchos ‘claman’ por la postulación de Cristina Kirchner, pero ella todavía calla. Y esa ambigüedad es vivida por las corrientes ideológistas del arco K como un peligro, ya que el único candidato alternativo posible con que cuenta ese arco es Daniel Scioli, para ellos “una calamidad”.

Pero  el tema de la inseguridad y de la actitud a adoptar frente al delito y frente a los crímenes cometidos por menores no es una cuestión exclusiva del gobierno, sino un  debate alimentado desde la base de la sociedad. Eso queda clarísimo al observarse cómo recalentó también las relaciones en el espacio del llamado peronismo federal. Eduardo Duhalde, precandidato a presidente, se había identificado con la idea de restablecer el orden social (“Seré el presidente del orden”, declaró). Uno de sus competidores internos, Felipe Solá, calificó ese planteo como “una muletilla derechosa”.  Duhalde le respondió de sobrepique, con un shot vigoroso : “Hay imbéciles que creen que el orden es de derecha”.

En rigor,  la idea de que el orden social es “de derecha” pertenece a la misma familia de juicios que aquél que expuso el ministro de Economía, Amado Boudou, cuando aseveró que “la inflación sólo perjudica a los ricos”.

Y no está mal mentar a esta altura a la inflación, porque ese es el segundo fantasma que recorre la Argentina.  El incremento de los precios es el producto  de una tenaza que manipula el gobierno: con uno de sus dientes, enciende y calienta el consumo y la demanda, incrementando el circulante (aunque esto coexista, por ineficiencia, con la escasez de billetes), por el otro, paraliza la oferta e inhibe la inversión, en virtud de la arbitrariedad de sus decisiones, de falta de transparencia y controles institucionales y la inseguridad jurídica. En esas condiciones empieza a acentuarse como un mecanismo perverso la puja distributiva –que a su vez realimenta la inflación- y tiende a elevarse la conflictividad.

Esto no ocurre en  un momento de caída económica, sino (aunque se esté desacelerando)  en un momento de ascenso determinado por la oportunidad que  el mundo ofrece a todo un batallón de países emergentes. No debería sorprender que, habiendo motivos, la conflictividad crezca en instantes de relativa holgura: la estrechez determina obediencia y sometimiento o explota en desesperación; el desahogo relativo permite la lucha por reformas y mejoras, más allá del cortísimo plazo.

El renacido conflicto del campo es una expresión de esto: hay muy buenos precios, por fortuna llegaron las lluvias y las cosechas serán buenas y los silos-bolsa permiten retener el producto y tener espaldas cubiertas mientras sigue la pelea por el precio pleno y por la libertad y transparencia de los mercados,  sin la intervención deformante que sigue corporizando Guillermo Moreno.

Entretanto, los sindicatos, que expresan al contingente de los asalariados en blanco (sólo 6 de cada 10, el resto sufre la precariedad), navegan hoy en la excitación social del consumismo y en las tranquilas aguas de un virtual pleno empleo: se sienten fuertes y deben responder a unas bases que hoy tienen más altos sueldos nominales pero que sienten cómo la inflación los erosiona velozmente. Los reclamos de aumento  no tienen nada que ver, por cierto, con las fantasiosamente minimalistas cifras de inflación que proporciona el INDEC y atemorizan a aquellas empresas que sufren por la virtual inmovilidad del tipo de cambio, que golpea su competitividad. Así, la ilusión del pacto social alentada desde el gobierno, por el momento se está ahogando en la sopa. El 11 de este mes se iban a reunir este mes para empezar a hablar del tema formalmente: la reunión fracasó, prometieron hacerla la semana siguiente pero desde aquel día  reina sobre este tema, como diría Alfio Basile, silenzio stampa.

Donde hubo más ruido que silencio en el gobierno fue en el asunto de la cocaína descubierta en Barcelona, trasladada por argentinos y –ahora no hay dudas- desde la Argentina. El ruido  derivó de la persistente insistencia de influyentes voces oficiales en afirmar que los casi mil kilos de droga en panes, multicolormente empacados, no habían salido del país, sino de la Isla de Sal, en Cabo Verde. La garganta más alta, en ese sentido, fue la del ministro de Interior, Florencio Randazzo, quien declaró eso ya avanzada la semana que concluye. ¿Cuáles eran las fuentes (si es que había alguna) en las que se basaba el funcionario. ¿O se trataba más bien de una operación de defensa preventiva? Probablemente  las mismas fuentes (o la misma jefatura operativa) alimentó a los medios oficiales y oficialistas que también sostuvieron esa postura.

La Justicia argentina, con los elementos con que cuenta (que son sensiblemente incompletos aún, porque los Tribunales españoles todavía no han provisto información relevante, por ejemplo el contenido de la computadora del avión Challenger que trasladó la cocaína a Cataluña) ya no duda de que la droga fue cargada acá, seguramente no en Ezeiza, quizás en Mar del Plata, donde los hermanos Juliá pasaron un día antes de su travesía a España pero más que probablemente en Morón, en un aeródromo en el que coexisten jurisdicciones civiles y militares.

La poco fundada declaración de Randazzo tiene el defecto de su inconsistencia, pero poseía para el gobierno la virtud de sacar la pelota afuera de todas las jurisdicciones oficiales. La culpa la tenían los hermanos Juliá y el copiloto Miret, hijos de jefes castrenses de otras épocas. Nadie más. Una teoría ingeniosa, pero de vida más breve que un lirio.

Ante la caída de ese argumento, el reflejo oficial parece ser ahora descargar las responsabilidades sobre la Fuerza Aérea y hacer rodar varias cabezas militares. Una especialidad de la casa. En verdad, hasta el momento ninguna autoridad con responsabilidades sobre estos asuntos (Aduana, Aviación Civil, Seguridad Aeronáutica, etc.) ha sido suspendida ni afectada. El único que fue golpeado por el comodoro Guillermo Juliá, un oficial de Aeronáutica altamente calificado,  quien fue pasado a disponibilidad por ser hermano de dos de los argentinos presos en Barcelona por este tema. Cayó por portación de apellido, un delito por el que ya han sido castigados decenas de oficiales de las tres armas bajo este gobierno, durante la gestión de Nilda Garré en el ministerio de Defensa. Esta semana, la doctora Garré, hablando del tema inseguridad, con el que se inició esta nota, enunció un principio que probablemente no aplicó, sin embargo,  a los portadores de apellido: «Si garantismo es respetar a rajatabla los derechos y garantías de la Constitución Nacional, deberíamos ser todos garantistas y lo grave sería no serlo». Es que, parafraseando a Orwell, seremos todos iguales, pero algunos son menos iguales que otros.

 

 

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