Opinión Internacional

EEUU es un gigante débil

El fin del milenio ha coincidido con el momento en que la preeminencia de los Estados Unidos se convirtió en predominio. Nunca antes un solo país alcanzó una ascendencia comparable a escala mundial y en tantos campos de la actividad humana, del armamento a la empresa, de la tecnología a la cultura popular.

Esta ascendencia lleva a EE.UU. a actuar como baluarte de la estabilidad, mediando en los conflictos claves y desplegando tropas por el mundo en misiones de paz que se van volviendo tareas de ocupación casi permanentes. EE.UU. domina el sistema financiero internacional al ofrecer el puerto más atractivo para los capitales de inversión y el mayor fondo común de éstos.

Pero este dominio se expresó menos como designio estratégico que como una serie de decisiones aparentemente inconexas en respuesta a crisis específicas. Se produjo durante un gobierno preocupado por la política nacional, cuyas figuras clave sostienen posturas inspiradas en las protestas de los años 70, donde se menosprecia el papel del poder y se busca sustituirlo por temas new age como el medio ambiente y el humanitarismo. Irónicamente, el gobierno de Clinton debió utilizar el poder militar con más frecuencia que cualquier otro de la posguerra.

En el apogeo de su preeminencia, los imperios Romano y Británico lograron convertir su poder en consenso y sus principios rectores en normas ampliamente aceptadas. EE.UU. aún no alcanzó esa posición. Sus decisiones moldean los hechos internacionales en una medida sin precedentes, pero a menudo aparecen, en especial ante los no estadounidenses, como respuestas arbitrarias al deseo de grupos internos. El problema trasciende los prejuicios del gobierno de Clinton. Una sociedad que no conoció amenazas permanentes se vio tentada por el fin de la Guerra Fría a imponer sus preferencias unilateralmente, sin calcular las reacciones de otros pueblos ni los costos a largo plazo.

Una potencia dominante incapaz de definir un concepto general fracasa en el principal aporte que podría hacer al orden mundial. La diplomacia del gobierno tuvo más éxito cuando el desafío era más comparable con la política interna, como ocurrió en las negociaciones entre árabes e israelíes. No logró integrar a Rusia ni a China a un orden internacional factible, ni desarrolló una estrategia para dos cuestiones fundamentales: cómo tratar a los estados díscolos y cómo traducir nuestros valores en una diplomacia operativa.

El caso de Irak fue revelador de la política estadounidense para con los estados díscolos. Pero estamos en retirada desde diciembre de 1998. En ese momento, aviones británicos y estadounidenses atacaron instalaciones militares iraquíes como represalia por las flagrantes transgresiones al sistema de inspecciones de la ONU, impuesto por el gobierno de Bush como precio para que Saddam sacara a su ejército y su gobierno de la derrota sufrida en la guerra del Golfo de 1991. El sistema de inspecciones eliminaría, en teoría, la capacidad de Saddam para amenazar la estabilidad en el Golfo. El gobierno de Clinton lo tradujo en una estrategia de contención que, según la secretaria de Estado Madeleine Albright, pretendía «encerrar a Saddam en una caja». Implementada al estilo de la diplomacia new age, alternó la retórica de la conciliación con ineficaces espasmos de confrontación militar.

Menos timidez, más compromiso

Como era de prever, Saddam aceleró esfuerzos por conseguir los tres objetivos de su política: desviar la atención de las transgresiones iraquíes a las obligaciones impuestas por la ONU hacia el supuesto perjuicio causado por las sanciones a la población iraquí; magnificar los desacuerdos entre los miembros del Consejo de Seguridad con respecto a Irak e involucrar como mediador al secretario general de la ONU. El presidente Clinton reaccionó ante la provocación de Saddam y ordenó ataques aéreos. Pero la ambivalencia del gobierno frente al uso del poder para lograr objetivos estratégicos convirtió esa empresa en una cubierta para abandonar el sistema de inspecciones, en vez de hacerlo cumplir. Hoy la victoria obtenida en la guerra de 1991 corre el riesgo de diluirse.

La parálisis estratégica y política que afectó el tratamiento del desafío de los estados díscolos se vio opacada por el empleo más dramático del poder militar de la OTAN desde la Segunda Guerra: el bombardeo de Kosovo. Nada mostró mejor las prioridades emocionales del gobierno de Clinton que el haber dedicado 78 días a destruir la infraestructura de Serbia -que no planteaba ninguna amenaza estratégica- y sólo tres noches a reprimir el desalojo del sistema de inspecciones de la ONU por parte de Saddam.

La intervención en Kosovo tampoco resolvió el problema político que la originó. La ocupación se basa en una resolución de la ONU que explícitamente califica a Kosovo como parte autónoma de Yugoslavia y que reafirma la integridad territorial y la soberanía de toda Yugoslavia. Así, en nombre de una política exterior humanitaria, la OTAN está condenada a la ocupación permanente de Kosovo o a buscarle a la ONU otro justificativo para permitir que surja un Kosovo independiente.

Pero un Kosovo independiente es justamente lo que intentaron evitar los estados de la OTAN, ya que eso incitaría los reclamos de un status similar para los albaneses de Macedonia. Y eso podría desencadenar otra guerra en los Balcanes y llevar a otro protectorado de la OTAN, siguiendo un proceso por el cual la OTAN se vuelve heredera de los antiguos imperios Turco y austríaco, o los Balcanes continúan en un estado de crisis permanente.

EE.UU. y sus aliados tenían razón en oponerse a la limpieza étnica serbia. Pero los medios que emplearon eran inadecuados para ese objetivo. Seis meses después de proclamada la victoria en Kosovo, la reacción de Occidente a la represión rusa en Chechenia mostró que Kosovo distaba de ser un principio general. Lo que difiere es la reacción de los aliados occidentales.

Los apóstoles de la llamada política ética sólo pueden resignarse a criticar a Rusia con una vergüenza dirigida más a aplacar a sus detractores locales que a incidir en las decisiones que se toman en Moscú. Moscú es criticado, las pocas veces en que se lo hace, por infligir excesivas víctimas, no por el propósito de la operación -que en realidad el presidente aprobó porque protegía la integridad de las fronteras rusas y combatía el terrorismo-.

La renuencia a poner en riesgo las relaciones con una Rusia potencialmente poderosa es comprensible. Pero así como en Kosovo la falta de perspectiva histórica nos hizo desviarnos demasiado en dirección de una cruzada moral, ahora hemos errado al adoptar una definición demasiado estrecha del interés nacional.

Aun concediendo que impedir la intervención rusa era imposible, era importante desalentar a Rusia de futuros intentos de usar la fuerza para regular sus relaciones con sus vecinos. Y esto demandaba una respuesta menos tímida.

La diplomacia new age no abolió la necesidad de lograr un equilibrio entre los ideales de una sociedad y las necesidades que le impone su lugar en el mundo. La oscilación entre el compromiso excesivo y la abdicación viciará nuestro poder y nuestra capacidad de conformar un orden internacional estable.

Tomado de (%=Link(«http://www.clarin.com.ar/»,»El Clarín Digital»)%) de Argentina

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