Opinión Internacional

El aberrante culto a la personalidad

L a muerte Kim Jongil en Corea del Norte puso de relieve nuevamente una de las aberraciones que tanto daño le han hecho a la idea del socialismo, y me refiero al culto a la personalidad, gracias al cual en nombre del proletariado, de la revolución y de la transformación social, una casta dirigente, encabezada por un líder supuestamente infalible e insustituible, se entroniza en el poder y no sale de allí sino «con los pies para delante», como se dice popularmente.

Tuve la oportunidad de conocer Corea del Norte, o la República Popular Democrática de Corea, como es su denominación oficial. Fue cuando se realizó en la capital norcoreana, Pyongyang, el XIII Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes, y un conglomerado de jóvenes venezolanos acudimos al evento. El de Corea del Norte es un Estado verdaderamente policial, en el cual, por supuesto, no hay cabida para ideas distintas y mucho menos opuestas a las que predica el Partido del Trabajo (comunista). Todo gira en torno a la adoración del líder. Incluso el arte y la música popular están sometidos a esa camisa de fuerza. Después del culto a José Stalin en la Unión Soviética y a Mao en la China Popular no hay otro lugar del mundo donde a un gobernante se le endiose como en Corea del Norte.

A diferencia de los casos de Stalin y Mao, en Corea del Norte el socialismo, revestido de la llamada «idea Zuche», es de carácter dinástico. Es decir, si en algún momento el nuevo líder supremo, Kim Jon-un, llega a desaparecer físicamente, todo indica que un nuevo descendiente del Gran Líder Kim Ilsung asumirá las riendas del país. Hay quienes argumentan que ese culto a la personalidad, muy frecuente en países asiáticos, no es fácil de desterrar por razones de carácter histórico. Eso puede ser cierto, pero el muchacho que es llorón y la mamá que lo pellizca. La dirigencia norcoreana, comenzando por el viejo Kim y su hijo, reforzó esa tradición al punto de que en Pyongyang y otras ciudades de ese país abundan estatuas de Kim Il-sung, de su hijo y, seguramente, ya estarán construyendo las del recién entronizado heredero.

¿Cuánto tiempo más aguantará el pueblo de Corea del Norte ese calamar? ¿Alguien cree que fueron absolutamente auténticas y espontáneas las llorantinas en masa por la muerte de Kim Jong-il, transmitidas profusamente por la prensa internacional? ¿O estamos, como parece, frente a un esquema de terror en el cual funciona de verdad, verdad aquello de que «el que no llora no mama»? Es innegable que bajo el liderazgo de Kim Il-sung el pueblo coreano dio heroicas batallas por su independencia y contra las agresiones de potencias extranjeras, entre ellas Estados Unidos. Pero también es innegable que de la batalla épica se pasó a la edificación de un sistema político asfixiante, apoyado en terror colectivo, en el chantaje ideológico y político y en la criminalización de cualquier idea extraña al «esclarecido pensamiento del líder».

No puede ser que el sueño de libertad, de independencia, de justicia, de soberanía y de igualdad termine en la pesadilla del culto a un hombre. Que la vida cotidiana, que la economía, que la educación, que la cultura, que la relación entre vecinos o entre compañeros de estudio y trabajo estén marcadas por la sumisión perruna a un autócrata y sus veleidades y caprichos.

Al Presidente y a quienes le refuerzan el culto a su personalidad les sugiero que se den un paseíto por Corea del Norte, y que hablen incluso con los amigos rusos y chinos sobre el daño que este jalamecatismo ideológico trajo a sus países. Obviamente, no hemos ido tan lejos en esta materia como los camaradas coreanos. Pero, mosca, para allá nos llevan, si nos dejamos…

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