Opinión Internacional

El ajuste económico latinoamericano, casos nacionales

A raíz de la crisis económica mundial iniciada en los años setenta, una ola de reformas económicas de corte liberal, a recorrido el mundo. El alza de los precios del petróleo a fines de 1973 puso fin a la expansión económica experimentada por los países desarrollados de Occidente y el Japón en la postguerra; en algunas naciones subdesarrolladas del denominado Tercer Mundo conmocionó las bases de su desarrollo, en otras simplemente agudizó sus problemas estructurales; en todos los casos inició una larga crisis económica y puso en entredicho un modelo de desarrollo. Este fue el caso de las naciones latinoamericanas.

Desde los años de la depresión económica en la década de los 30, la idea de que el Estado era parte fundamental de la solución de los problemas generales de una economía, y de las personas en particular, estuvo ganando terreno, primero como teoría y en segundo lugar, así parecían demostrarlo los hechos. A partir de los años setenta, tanto la teoría como los hechos, parecen demostrar exactamente lo contrario, ahora el Estado es parte del problema.

Los aparentemente espectaculares resultados de los planes quinquenales soviéticos en los años treinta mientras Occidente se sumía en la creciente parálisis de su dinámica industrial. Las ideas socialistas y marxistas, con sus particulares impactos en el mundo académico, varios años antes de la crisis misma. Los planteamientos de Keynes. El Nuevo Trato de Roosevelt y la Segunda Guerra Mundial, parecieron demostrar, que el modelo económico liberal clásico, era un fracaso, o en todo caso estaba superado.

Los conceptos sobre la acción visible del Estado para redistribuir de manera más justa y equitativa los beneficios de la producción nacional, la planificación centralizada, el Estado como eje del desarrollo y asignador de los recursos de la naciónes, la regulación, el control, la protección, eran las ondas del futuro.

Estas ideas tuvieron un impacto mundial, especialmente en el Tercer Mundo, pero muy particularmente en América Latina, porque vino a reforzar una vieja tradición de herencia hispánica, basada en un Estado con fuerte o amplio control sobre la sociedad, desconfianza por las actitudes independientes o disidentes, miedo a la anarquía y condena moral a las actividades de corte capitalista basadas en la lógica del beneficio y la perdida.

Esto último debe ser tomado muy en cuenta a la hora de reflexionar sobre los balances de las reformas económicas acometidas por toda América Latina durante las dos últimas décadas. Porque en el fondo, y hacia allí va dirigida esta reflexión, lo que ha ocurrido en Latinoamérica no es más que el choque entre dos maneras distintas de comprender la realidad económica y cultural.

Sobre lo positivo y lo negativo, desde el punto de vista de las cifras, se ha escrito y se seguirá escribiendo muchísimo. Probablemente no se llegue nunca a un acuerdo sobre el balance de esas reformas, pero en torno al eje del debate seguirán girando las consecuencias políticas e ideológicas que justifiquen o condenen una postura u otra.

El «detonante» de las reformas en Latinoamérica fue el fracaso del modelo denominado ‘Cepalista’ para enfrentar las consecuencias de la crisis de la deuda iniciada de manera clara en 1982. País tras país, los controles, las regulaciones, la acción lógica de los funcionarios del Estado se mostraron incapaces de atajar la creciente inflación, el desempleo, la informalización acelerada, el estancamiento económico y el malestar social.

Es ampliamente conocido el trastorno político de lo anterior, los más duros regímenes militares del momento se fueron a pique (a excepción de Chile, que sobrevivió a duras penas) abriendo el marco para las respectivas restauraciones democráticas, los países con mayor estabilidad institucional se vieron enfrentados a retos que supusieron el cuestionamiento de esa misma institucionalidad.

Por supuesto, esto no es más que una generalización, los matices los analizamos más adelante. Pero en todos los casos se dieron circunstancias muy parecidas que vale la pena destacar.

Por ejemplo, ninguno de los líderes políticos que impulsaron las reformas económicas calificadas de neoliberales, eran políticos liberales o que pertenecieran a esa tradición del pensamiento, es más, por lo general ninguno prometía a sus electores lo que realmente se proponían hacer una vez que alcanzaran el gobierno. Esto planteó fuertes contradicciones en los grupos políticos que los respaldaban.

Asimismo, a medida que los jefes de Estado buscaban salidas a la crisis, se fueron abriendo paso una serie de, en su mayoría, jóvenes funcionarios, con una alta calificación técnica y académica, provenientes de las mejores universidades de los Estados Unidos que, por esa misma razón, llevaban a sus respectivos países la influencia de la corriente de pensamiento que en ese momento dominaba: el liberalismo o neoliberalismo económico.

Como uno de los «objetos» del debate el término neoliberal ha sido desvirtuado en Latinoamérica, se ha querido (y conseguido) darle una connotación moralmente negativa; cuando en realidad, el neoliberalismo no es otra cosa que el replanteamiento del liberalismo clásico, donde la medida de la riqueza de un país es su producción, en el marco de una economía regida por la ley de la oferta y la demanda, con un Estado con funciones muy limitadas, bajo la premisa que mientras más libertad se le de a los mecanismos del mercado mejor funcionara la actividad económica.

Este concepto de liberalismo económico era en realidad un complemento del liberalismo político, donde el sujeto es el individuo, bajo el marco de los derechos y garantías individuales.

Desde este punto de vista la mayoría de los tecnócratas no eran neoliberales, es más, muchos rechazaban justificadamente ese calificativo; una buena parte tenían una formación que podríamos denominar «keynesiana», aceptaban en gran medida la lógica del mercado, pero consideraban a éste como un redistribuidor «perverso» de la riqueza, lo que hacía necesaria la acción redistributiva y complementaria del Estado.

La otra circunstancia común del proceso latinoamericano fue la oposición a las reformas provenientes de manera activa de los grupos de izquierda, de todos los signos y de manera pasiva, pero probablemente más efectiva, de importantes grupos de interés, políticos, sindicales o empresariales, que consideraban a la apertura una amenaza, o los sectores más conservadores de la sociedad, como la Iglesia Católica, cuya doctrina es bastante anti-liberal en muchos aspectos.

Las reformas económicas de apertura le dieron un nuevo «aire» a los grupos y partidos de izquierda, aun mayor que la crisis de la deuda, pues le permitieron llevar el debate y la lucha política a un terreno que les era propicio: el de la ideología.

En los casos de México y Venezuela, los partidos de izquierda vieron con frustración como sus ideas y sus discursos fueron apropiados en pasado reciente por los grupos políticos que ocupaban el poder, el PRI en México, sostuvo por muchos años toda una retórica claramente de izquierda, antiimperialista y antiliberal, sus políticas económicas y sociales eran de hecho las de un país socialista, especialmente a partir de la administración de Luis Echeverría Alvarez (1970-1976), cuando creció significativamente el tamaño del Estado mexicano y las áreas de la economía que controlaba.

Así que, mientras por un lado el PRI ocupaba un espacio del electorado propio de la izquierda, por el otro reprimía con dureza a los sectores (algunos subversivos, otros no) que de manera clara se definían como tal.

La división de las aguas llegó en 1982 cuando el problema de la deuda hizo crisis, la reacción de la administración del presidente saliente López Portillo ejemplifica la actitud ideológica de los políticos latinoamericanos: la culpa del descalabro económico la tenía el sistema capitalista. En los meses previos a la entrega de su mandato nacionalizó la banca, impuso un control de cambios y suspendió el pago de la deuda externa; sobre esta última medida, probablemente no le quedaban más opciones, las dos primeras no hicieron sino complicar los problemas del presidente entrante Miguel de la Madrid.

Con el presidente de la Madrid llegaron a la nueva administración un grupo de jóvenes tecnócratas, formados en universidades norteamericanas, no eran doctrinariamente neoliberales, algunos eran hijos de viejos políticos priístas (como Salinas de Gortari), pero por su formación académica llevaron al gobierno mexicano y al PRI una perspectiva muy distinta a la tradicional.

No veían a los Estados Unidos como el gigante del que había que protegerse, sino como el mayor mercado de capitales y de consumo del que había (y se podía) sacar ventaja.

Los años de la administración de la Madrid (1982-1988) fueron los más agudos de la crisis económica mexicana, las reformas que inició se podrían catalogar de tímidas, se pretendió llevar adelante una ajuste gradual que no consiguió otra cosa que alargar el sufrimiento que implicaba el ajuste mismo, se liberaron precios en unos sectores, pero en otros se mantuvieron con sus respectivos subsidios, la mayoría de las empresas estatales no sólo siguieron siendo estatales, sino que ni siquiera fueron reestructuradas. No sería sino hasta que el terremoto y la caída de los precios del petróleo en 1986 agudizaron la crisis a niveles inimaginables para los mexicanos cuando el gobierno mexicano dio inicio a un resuelto plan de privatizaciones en 1987.

Fue también ese año cuando se acordó un pacto entre empresarios, sindicatos y el gobierno para impulsar las reformas económicas, ese pacto y sus resultados serían la envidia de muchos países latinoamericanos, y fue posible gracias a la base de sustentación de la modernización económica mexicana y, a la vez, a su principal obstáculo, el PRI.

El caso del Partido Revolucionario Institucional es legendario y único en América Latina. Le ha dado a México el período más largo de estabilidad política, consiguió por muchos años conciliar en su seno los intereses de empresarios, sindicatos, campesinos, caudillos y burócratas, todos en torno a la mitología revolucionaria mexicana, con su fuerte acento antiyanqui, pero manteniendo el apoyo de los Estados Unidos, uniendo intereses del norte y del sur, del campo y la ciudad, de la izquierda y la derecha, siendo gobierno y oposición a la vez. El PRI sin lugar a dudas le hizo honor a su nombre, revolucionario pero institucional.

También le dio a México varias décadas de progreso económico, pero esa historia tuvo su final en 1982. Con la campaña de privatizaciones iniciada en 1987 comenzó la recuperación mexicana, la inflación bajó de casi un 200% a un 57% en 1988, por primera vez la economía creció desde 1982. Pero, paralelamente, dentro del P.R.I. se inició un terremoto político, Cuauhtémoc Cárdenas, hijo del legendario presidente Lázaro Cárdenas, se separó del PRI cuando el famoso dedazo presidencial no lo favoreció a él, sino a un tecnócrata graduado en Estados Unidos: Carlos Salinas de Gortari.

Fue significativo que Cárdenas obtuviera el apoyo de toda la izquierda ‘marginal’ mexicana, (y de la izquierda priista que lo siguió) por su discurso claramente opuesto a las reformas económicas rescatando las banderas tradicionales del PRI.

Independientemente de los verdaderos resultados de las elecciones de julio de 1988 (nunca quedó claro que Cárdenas hubiese perdido las elecciones, como tampoco que Salinas de Gortari las hubiese ganado), lo cierto es que el panorama político mexicano se recompuso. Oficialmente el P.R.I. obtuvo un 50% de los votos, los grupos que apoyaron a Cárdenas un 30% y el eterno opositor-aliado, el conservador PAN un 17%, con lo que se ponía fin a un sistema donde eternamente ganaba el PRI con un 92 o 96% del sufragio popular, y donde, por lo menos en una ocasión, en 1976, el candidato oficial no tuvo competidores.

Todo esto fue resultado de la pérdida de la capacidad del PRI para seguir conciliando y controlando los diversos intereses de la sociedad mexicana.

Salinas de Gortari inició su administración con la mancha de ser un presidente electo bajo la sospecha de fraude, pero en los primeros meses de su administración una serie de espectaculares acciones anticorrupción de su gobierno (que afectaron a prominentes lideres del PRI) y la recuperación de la economía durante 1989 cambiaron su imagen ante el país.

Los años de 1990, 91 y 92 fueron de mucho optimismo para México, Salinas profundizó el proceso de privatizaciones de las empresas del estado, liberó amplios sectores de la economía, la inflación parecía estar bajando, aunque todavía por encima de los patrones internacionales (más del 15% anual), la inversión extranjera fluía, y el gobierno lograba éxitos en el proceso de renegociación de la deuda externa, al mismo tiempo aplicaba intensos programas en beneficio de los sectores más deprimidos. Esto se reflejó en los resultados electorales de 1991, donde el PRI logró más del 61% de los votos, aun cuando las acusaciones de fraude por parte de la oposición se hicieron presentes nuevamente.

Sin embargo, desde 1993 la administración de Salinas abandonó su política de dejar flotar el peso, para mantener un tipo de cambio real y pasó a manipular el valor de la moneda nacional con la intención de hacer bajar aun más la inflación, lo que logró, un histórico 7% en 1994, pero a costa de un crecimiento económico más lento y una sobrevaluación. Para mantener ese esquema el gobierno mexicano apeló a tasas de interés altas, lo que atraía a los tristemente celebres «capitales golondrinas», lo que a su vez agudizaba el estancamiento y la sobrevaluación de la moneda.

Fue entonces cuando el ejemplo latinoamericano estuvo a punto de venirse totalmente abajo: la rebelión del ejército zapatista en Chiapas, el asesinato de Colosio y los enfrentamientos dentro del PRI estimulados por reformas económicas que atentaban contra los intereses de grupos que tradicionalmente sustentaban al sistema, todo se combinó para llevar a México al desplome que significo la devaluación del peso en diciembre de 1994.

No cabe duda que 1995 fue un año especialmente duro para millones de mexicanos, la crisis le dio argumentos de sobra a los adversarios de la apertura económica y a su vez sirvió de lección a los partidarios de la misma. El programa mexicano de reforma económica no era neoliberal (ni lo es ahora), la industria petrolera no fue tocada por las privatizaciones, por ejemplo, el Estado sigue siendo parte fundamental de la economía, la crisis política desató la económica y puede haber mil razones más para justificar o explicar el momentáneo descalabro mexicano, pero lo más importante es entender que el capitalismo es imperfecto y sus errores hay que asumirlos.

La administración del presidente Ernesto Zedillo pareció entender esa lección. Al momento de escribir estas líneas México es el país latinoamericano que mejor se ha insertado en el mercado global, su tratado de libre comercio con Canadá y los Estados Unidos (NAFTA) ha resultado exitoso para sus industrias exportadoras, que por otra parte se beneficiaron de un tipo de cambio más devaluado. El reto mexicano es convertir esas ventajas en beneficios para su población.

Donde si existió una clara y abierta postura neoliberal por parte de los tecnócratas, fue en un régimen que no era precisamente muy liberal en sus objetivos y procedimientos: Chile.

Chile siempre fue un «mal ejemplo» en el sentido de que era muy controversial al que apelar a la hora de debatir los beneficios de una política de apertura económica. La primera parte del régimen militar entre 1973 y 1981, fue calificada de experimento de neoliberalismo a nivel mundial; las reformas se iniciaron en 1974, con la participación de académicos egresados de la Universidad de Chile, que tenían una gran influencia de la Universidad de Chicago.

Desde el principio la reforma chilena buscaba transformar lo que había sido la historia económica de ese país desde los años 30, más que una simple reacción al gobierno socialista de Allende. La liberación de los precios puso fin a la carestía generalizada y la devolución de las propiedades nacionalizadas mejoró algo la situación económica.

La crisis económica latinoamericana iniciada claramente con la crisis de la deuda en 1982 fue una crisis del capitalismo, si lo vemos en un aspecto global, pero que se manifestó con agudeza por su parte más debil: aquellos países que por sus políticas económicas y sociales anticapitalistas, estaban en desventaja a la hora de enfrentar las crisis del profundamente imperfecto sistema económico que Carlos Marx denominara Capitalismo.

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