Opinión Internacional

El alma a media asta

El ser humano es capaz de realizar las acciones más sublimes y las acciones más bajas. Pero en mi mente no encuentro razón alguna que justifique la violencia, y mucho menos el terrorismo.

Escribo estas líneas mientras veo, todavía sin creerlo, las imágenes reales de Nueva York y Washington como las hemos visto repetidas veces en películas de catástrofes.

Cada toma me estremece más. ¡Cuántas vidas perdidas!. El terrorismo es uno de los peores problemas que enfrentará la humanidad en el siglo XXI.

Desde que estaba en bachillerato soñé con que algún día yo podría convencer a un grupo de personas en cada país para llevar a cabo un proyecto en las escuelas, que garantizaría el fin de la violencia y los fanatismos: la implantación de una materia, obligatoria desde el preescolar, que se llamaría «Educación para la Paz». «Educación» y «Paz» así, con mayúscula las dos, porque hay que escribir con mayúscula los dos valores que aseguran el futuro de la humanidad. Por circunstancias que no vienen al caso mencionar, la idea se quedó en proyecto. Hoy se me desgarra el alma al ver a niños ¡niños! celebrando la tragedia. Y así como celebran esos niños hoy, los niños de otros grupos de fanáticos cuyos medios son los actos terroristas, han celebrado en otras oportunidades las pérdidas de vidas humanas. El terrorismo es malo en su esencia. Toda víctima del terrorismo es una víctima inocente. ¡Los niños tienen el derecho de ver la vida y de vivir la vida de otra forma!

Los fanatismos nunca han conducido a nada bueno. La historia es el mejor testimonio de ello. El siglo XX es una muestra patética de la carga de muertos que traen consigo las posiciones extremas, en aras de un supuesto «ideal». No es un ideal algo que cause dolor, daños y sufrimientos.

Mi corazón está con el pueblo norteamericano en esta hora de dolor. Los Estados Unidos fueron mi hogar durante tres años, mientras estudiaba mi postgrado. Tengo los mejores recuerdos de la gente que conocí allá, de las amistades entrañables que hice, de la calidad humana de las personas con quienes traté. Hace trece años, mientras tenía hospitalizada a una de mis hijas en Boston, mi padre murió aquí en Venezuela, en un accidente de tránsito. No tengo palabras para describir el apoyo moral y la calidez de mis amigos americanos, a la par de mis amigos venezolanos, que me acompañaron en esos momentos en los que mi familia estaba lejos. Cada uno y todos ellos se convirtieron en la familia que necesitaba.

Quisiera poder retribuirles el cariño que he recibido de ellos a través de los años. Comparto el dolor que sienten como personas, como ciudadanos y como pueblo, y rezo para que Dios les dé fuerzas.

La bandera de mi alma ondea hoy a media asta por un dolor que durará toda la vida.

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