Opinión Internacional

El atentado contra Hitler

El 20 de julio del año próximo se cumplirán 60 años del atentado contra Hitler por un grupo básicamente integrado por jerarcas militares alemanes. La suerte de la II Guerra Mundial parecía ya sellada. El Reich hipotéticamente milenario se desplomaba en medio de una tragedia percibida con claridad por todos menos por Hitler y los fanatizados por su desequilibrio mental, político y militar.

El relativismo moral ha alcanzado tales perfiles de agresividad y ha generado tal inundación de anti-valores que no es posible callar. Ni aceptar su agresividad pasivamente. ¿Se repetirán, acaso, el temor y el silencio que generaron complicidades personales y colectivas frente a los totalitarismos de derecha o de izquierda? Estamos en una fase histórica en la cual el adversario es de tal calibre que el apocamiento y la pasividad equivalen a la deserción. Se necesitan dirigentes políticos democráticos que sean hombres de ciencia y de conciencia; con un claro e indelegable sentido de responsabilidad.

Sin negar el valor de los conjurados de julio de 1944 contra el Führer, contra la aberración totalitaria hecha poder, uno no puede menos de reconocer una gran dosis de verdad en el duro desahogo de una de las víctimas del nazismo al referirse a ellos. Friedrich P. Reck-Malleczewen, quien sería asesinado en un campo de concentración poco antes del colapso definitivo del III Reich, en su Diario de un desesperado (publicado post mortem, después de la Guerra) escribió, con amargura, respecto a los altos jefes militares comprometidos que, necesario es recordarlo, pagaron con su vida su compromiso en el complot:

“Han actuado un poquito tarde, caballeros. Uds. fueron quienes hicieron al archidestructor de Alemania, quienes le siguieron, mientras todo parecía marchar sobre ruedas. Uds. fueron….quienes sin dudar prestaron cuantos juramentos les pidieron y quedaron reducidos al papel de despreciables aduladores de este criminal, sobre quien recae la responsabilidad de cientos de miles de seres humanos, de este criminal sobre quien gravitan las lamentaciones y las maldiciones del mundo entero. Ahora le han traicionado….Ahora, que el fracaso ya no puede ocultarse, traicionan la empresa en bancarrota, para tener una coartada que les proteja…Uds. son los mismos que traicionaron cuanto les impedía el acceso al poder”.

Traigo aquí, también como recuerdo para el lector, un patético testimonio, que resulta un despertador de la conciencia. Es un testimonio de la conciencia de la responsabilidad por no haber detenido a tiempo a Hitler de uno de los conjurados. Es el testimonio de Albrecht Haushofer. Luego del fallido atentado, escribió en su celda de condenado a muerte sus Sonetos de Moabit. En uno de ellos dice:

No me cuesta sufrir inculpación
por mi empeño en el plan preconcebido:
al mañana del pueblo he proveído,
y no hay crimen: cumplí mi obligación.

Mis culpas verdaderas otras son:
tardanza en conocer mi cometido,
no llamar perdición a lo perdido
y confiar demasiado en mi opinión.

Me acusa el corazón de negligente
por haberme dormido la conciencia
y engañarme a mi mismo y a la gente;

por sentir la avalancha de inclemencia
y no dar la voz de alarma claramente.
Todo esto sí exige penitencia.

Los conjurados del 20 de julio de 1944 contra Hitler tuvieron una muerte horrible al fracasar el atentado. Desde eliminaciones veladas con honores de Estado, como aconteció con el Mariscal Rommel, hasta los torturados y ahorcados, como Haushofer. Pero aunque tardía, su acción disminuye en algo la culpa que pudieron tener en la demencia totalitaria del III Reich.

Los que no lograron ni poseen ninguna lenidad en el juicio de la historia fueron los cómplices de conciencia callosa. Los que siguieron diciendo en Nuremberg que cumplían órdenes. Porque para los criminales de guerra y los culpables de delitos de lesa humanidad no sirve la excusa de remitir la propia responsabilidad al vértice del poder. En estos casos el vértice se convierte en vórtice. Ya que estamos evocando un suceso en la Alemania en guerra, bajo la locura hitleriana, Hannah Arendt relata que en el juicio de Eichmann en Jerusalén “los manidos conceptos de órdenes superiores y actos de Estado iban y venían constantemente en el aire de la sala de audiencia”.

Caracas, noviembre 2003.

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