Opinión Internacional

El cepo centralista y el látigo de Amado

“Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.” 

Augusto Monterroso, El Dinosaurio

La belicosa brusquedad que el vicepresidente Amado Boudou empleó para calificar un pedido del gobierno de Daniel Scioli (“Es un acto de cobardía política”, dijo) no respondió a un impulso ni fue una improvisación: se trató de un ataque meticulosamente diseñado para provocar al gobernador bonaerense y empujarlo a alguna respuesta airada, a una lucha en el barro. En el entorno de la Casa Rosada flota una perpleja irritación por el hecho de que Scioli se mantiene alto en la tabla de la buena imagen, con muy baja resistencia en la opinión pública y sostiene sus aspiraciones presidenciales diferenciándose con gestos minimalistas.

El pedido de una discusión a fondo sobre el reparto de los recursos federales (un terreno en el que la provincia de Buenos Aires pone mucho más de lo que saca tras perder 7 puntos de la coparticipación de impuestos y padecer un techo bajísimo para los fondos destinados al Conurbano) fue uno de los últimos movimientos diseñados por Scioli, un amante del ajedrez. La provincia estima que con la matriz actual está siendo perjudicada en unos 15.000 millones de pesos por año: de cada 100 pesos que se recaudan en concepto de cargas e impuestos, el Estado central se queda con 75 y las provincias se distribuyen el resto. Para bancar su presupuesto –en el que la masa salarial se lleva la parte del león- la provincia de Buenos Aires depende cada vez más de sus propios ingresos y ha tenido que pagar costos políticos porque tuvo que incrementar la presión impositiva; si recupera los fondos que que quiere discutir con el gobierno central pasaría a una situación superavitaria y podría encarar obras y emprendimientos sociales que hoy tiene trabados.

Los modales del vice

Aunque parte de la oposición cuestionó que la iniciativa de Scioli fuese tardía, igual la respaldó: el gobernador pisa terreno provincial firme con su pedido al gobierno central. La resistencia proviene de éste y de sus arietes bonaerenses. El vicegobernador Gabriel Mariotto tomó partido por el gobierno central, como era previsible: “No se puede mirar el ombligo, sino que hay que ver el concepto de equidad que componen las 24 jurisdicciones”, argumentó. Y agregó, con extrema claridad: “Yo quiero argumentar desde el pertenecer a una Nación y no sólo de pertenecer a una provincia”.

En cualquier caso, al cerrar filas con el centralismo Mariotto se mantuvo dentro de los límites de la discusión política. Lo de Boudou fue más allá, por lo descomedido de sus calificaciones. No es precisamente cortés tildar de “cobardía política” una gestión (solicitud de diálogo) del gobierno de una provincia (para colmo la más numerosa, extensa e influyente) que, por otra parte, está conducido por el ex vicepresidente de Néstor Kirchner.

Fiel a su manera de ser, Daniel Scioli no se dio pòr aludido; dejó que el Jefe de Gabinete provincial, Alberto Pérez, subrayara su sorpresa por la agresividad de la respuesta de Boudou. En rigor, lanzar al vicepresidente, tan averiado como quedó por el caso Ciccone, a mojarle la oreja a un personaje como el gobernador, que ha conseguido resistir en las encuestas todo tipo de vicisitudes, no parece haber sido un acierto de los estrategas comunicacionales de la Casa Rosada. Más bien evoca un gol en contra.

Pero, como se ha dicho, hay un deseo de sacar al gobernador de las casillas. En el acto de recepción de la Fragata Libertad, la señora de Kirchner ya había su fastidio con quienes pueden “decir esas frases de los colores y del amor, quedar bien con todos y no asumir ningún riesgo ni ninguna responsabilidad”.

Hay que admitir que mantener la calma, evitar enfrentamientos dramáticos, dialogar con propios y ajenos, contribuir a la gobernabilidad puede no ser del agrado de algunos, pero no merece ser considerado irresponsable.

Es probable que esta semana, la mujer del gobernador, Karina Rabolini, haya aportado involuntariamente a la contrariedad de Balcarce 50 cuando, en una entrevista, señaló que Scioli «sería un buen presidente», y que «ha ganado más con el consenso que con la confrontación». He allí un buen ejemplo de diferenciación minimalista, que completa su significado cuando desde el otro campo se responde con pedradas verbales como la de Boudou. Como en el microcuento del guatemalteco Monterroso, cuando en la Casa Rosada se despiertan, Scioli todavía está allí.

El gobernador de Buenos Aires planteó la necesidad de discutir el reparto de los recursos federales en un momento muy singular: fue en la misma semana en que el gobierno central, alegando sorprendentemente la necesidad de descentralizar, impuso una norma que le permite puentear a las provincias y distribuir a los municipios fondos para que paguen sueldos, deudas y gastos corrientes. Ese bypass tiende a concentrar poder en el gobierno central, restando autoridad e instrumentos a los poderes provinciales. Es una medida de genética unitaria, no federal. Conviene recordar que las provincias son las gestoras de la Nación y anteriores a ella.

Discutir el reparto

El planteo de una rediscusión del reparto de los recursos federales no debería interpretarse excluyentemente como un cambio en la actual ley de coparticipación. Es cierto que la reforma de la Constitución de 1994 ordenó modificar este régimen por una nueva ley-convenio (esto debía ocurrir en 1996, 16 años atrás; y aún no pasó), pero los consensos que requiere son de elaboración difícil. Obviamente, ninguna provincia querrá recibir un porcentaje menor para que otra reciba uno mayor. Pero el tema está menos en los tironeos interprovinciales que en la llamada coparticipación primaria: cuanto va a las provincias en conjunto y cuánto al gobierno central . Puesto que hoy es la caja central la que se queda con las tres cuartas partes de los recursos, es de allí de dónde hay que sacar para incrementar la porción de los estados subnacionales. Esa es una buena base para acuerdos interprovinciales.

La caja central viene embolsando en sonido estereofónico: su recaudación ha crecido por un doble proceso; el viento de cola que llegó con los formidables precios internacionales y con el rebote tras la crisis de 2001/2002 agrandó enormemente la torta. Y el que partió ese pastel y se quedó con la mayor parte fue el gobierno central. Según el Instituto Argentino de Análisis Fiscal, un centro especializado con sede en Córdoba, el gasto corriente nacional alcanzó los 3,8 billones de pesos y virtualmente se duplicó en proporción al PBI , pasando del 13,4 al 24,3 por ciento (de un producto que recién este año frenó marcadamente su crecimiento).

En rigor, no todas esas erogaciones provienen de recursos no distribuidos a las provincias. El gobierno central cuenta con otras fuentes, a las que las provincias no pueden apelar: una, los llamados adelantos transitorios del Banco Central (la tesorería nacional retiró por ese concepto en los últimos dos meses de 2012 nada menos que 40.000 millones de pesos; el Banco Central está tapizado de documentos de deuda del gobierno central, por decenas de miles de millones de dólares): otra fuente de financiamiento, la ANSES: la caja de los jubilados es un barril que todavía no tocó fondo (entre otras cosas, porque no cumple con sus compromisos primarios alegando que para esto no tiene finanzas suficientes; el gobierno de la señora de Kirchner recibió de esas mismas cajas 80.000 millones de pesos em cuatro años).

La propuesta de debate sobre los recursos que ha hecho Scioli convergen con los reclamos en la misma dirección de José Manuel De la Sota («Deje el látigo, Presidenta, y pague»), los pataleos del santacruceño Peralta, las puntualizaciones de Mauricio Macri sobre la extensa desfinanciación de los subtes porteños y hasta con el comunicado del gobernador jujeño Eduardo Fellner, a quien la prensa oficialista quiso ubicar enfrentado con Scioli, pero que en los hechos se declaró conforme con “los intentos por instalar y debatir la forma de distribución de los recursos, en tanto se lo trate con altura institucional y política (…) dejando de lado individualismos, egoísmos y mezquindades” y priorizando “la equidad, solidaridad e igualdad de oportunidades para todos los argentinos”.

Esos y otros gobernadores conducen provincias que están pasando por problemas y difícilmente se dejen aplastar por la acción del poder central y por la intención de aislarlos de los intendentes haciendo tintinear el monedero.

En tiempos de vacas gordas, el gobierno central compensaba a las provincias que clasificaba como “amigas”, concediéndoles recursos discrecionalmente, como premio al disciplinamiento. En aquella buena época, esos pagos representaban hasta el 13 por ciento de los ingresos de varias provincias. La inflación y las dificultades de caja del gobierno central han reducido decisivamente esa incidencia.

A esa glotonería centralista, que se apropia de recursos de las provincias, de los jubilados, del Banco Central y de los privados (la presión fiscal alcanza records de 37 por ciento del PBI, más de un 50 por ciento por encima de la del año 2000) y aun así gasta por encima de sus recursos, los ideólogos que viven de las arcas públicas la suelen defender en nombre del “fortalecimiento del Estado”. Macanas.

Tener un gobierno central más rico, más concentrador, más gastador poco tiene que ver con tener un Estado más fuerte y apropiado para hacer crecer la Nación y abrir posibilidades y libertades a los ciudadanos. Un Estado al que se le hunden navíos en puerto, que controla un transporte obsoleto y supersubsidiado que condena aleatoriamente a los accidentes y la muerte a sus pasajeros; un estado que les paga a tres de cada jubilados menos de 70 pesos diarios y que retrasa el cumplimiento de las sentencias que favorecen a otras decenas de miles apostando a que la muerte llegue primero; un Estado donde el porcentaje de los trabajadores en negro está en el orden del 30%, salvo en el ministerio de Trabajo, donde supera esa proporción; un Estado que ha dejado languidecer a sus fuerzas de defensa y ha perdido el manejo de la seguridad en las calles, regalándole el terreno y el control al delito y el narcotráfico; donde la calidad de la educación ni siquiera se deja medir, por vergüenza; donde las instituciones pierden ante las presiones facciosas, donde el superávit energético se transformó en déficit,… en fin, un Estado en que esta enumeración podría continuar varias líneas más, no es precisamente un Estado fuerte.

En los años 90 se había generalizado una consigna: “achicar el Estado es agrandar el país”. No se trata de eso. Las tareas que la Argentina tiene por delante no se pueden realizar sin la acción conjunta de la sociedad y de un Estado fuerte, eficaz, económico e inteligente. La consigna más bien debería ser hoy: “Achicar el centralismo para reconstruir y fortalecer el Estado, la ciudadanía y el país”.

Más allá de las anécdotas y las operaciones políticas de corto alcance, detrás de los ataques que reciben los gobernadores que defienden -cada uno con su estilo- el interés de sus distritos, está trabajando esta cuestión, que es una cuestión de fondo.

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