Opinión Internacional

El estado soy yo

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Cochabamba, Bolivia (AIPE)- La pretensión de Evo Morales de imponerse sobre el órgano judicial en Bolivia pone en evidencia su ansiedad de imitar el peligroso recorrer de su padrino Hugo Chávez. Este último, luego de haber sometido a los órganos legislativo y judicial de su país, está embarcado en una creciente ofensiva contra toda crítica, como preámbulo final para el secuestro definitivo del patrimonio público y privado de los venezolanos. Como ocurrió en Cuba, donde dos generaciones de cubanos sufren sin chistar absurdas privaciones, simplemente porque perdieron la libertad de expresarse, y porque no pueden defenderse ante tribunales imparciales.

A nombre del “estado” los apologistas de doctrinas dictatoriales confunden la acción y competencias de gobierno con las del estado. Es oportuno precisar que en pureza el estado es la unidad de un pueblo en su territorio y está integrado por varios órganos consagrados a objetivos capitales de la vida humana. Cada órgano constituye por sí solo un cuerpo con funciones precisas y modos particulares de cumplirlas. El estado es, en consecuencia, la aglomeración de múltiples sistemas de vida individual y colectiva, mientras que al gobierno se le confía la administración del interés común, pero de ninguna manera la autoridad para avasallar a los demás órganos del estado y menos someter a nadie.

Aún otra cosa es el gobernante, quien es simplemente el personaje al que se le encomienda la tarea de administrar los intereses del estado. En democracia, las reglas que un gobernante debe observar son muy claras y precisas: la alternabilidad en el ejercicio del poder, el equilibrio y control mutuo entre los poderes y el gobierno de mayorías que garantiza los derechos de las minorías.

Chávez, Morales, Correa y demás acólitos del populismo emergente en Hispano América dan la espalda a los principios fundamentales de la democracia. Y, con corta memoria histórica (proporcionalmente inversa a su monumental egolatría), argumentan que el estado monolítico que pretenden encarnar debe legislar, administrar justicia, asumir control total de los recursos nacionales y dominar las mentes y estómago de sus pueblos, avanzando día a día en el camino al despotismo. Como advertía Lord Acton, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

Puesto que la evidencia histórica demuestra que cuando impera la confusión entre estado, gobierno y gobernante, quienes ejercen el poder político adoptan posturas dictatoriales, en tanto que el ciudadano se convierte en un ser desdichado, dependiente y sometido. Ese perverso ordenamiento social -que han bautizado con el nombre de “socialismo del siglo XXI”- conduce a una cultura de imposición y arbitrariedad por un lado y de dependencia y evasión por otro, creando un clima de confrontación permanente que a nombre de la “revolución” nutre a los tiranos de todos los colores y razas.

El mal llamado socialismo del siglo XXI no es más que el viejo despotismo de la antigüedad, palabra que desde el apogeo de la Grecia Clásica, hace 2.500 años, insinúa el reino de la tiranía e implica una forma injusta de gobierno. Apunta a imponer un modelo totalitario que, sin sonrojarse, sus apologistas pregonan como gran novedad.

Para manifestar sus posiciones, a Chávez y a sus pupilos les encantaría proclamar “l’État, c’est moi”, pero careciendo de ilustración y demás atributos, ni siquiera su clientela política aceptaría tamaña impostura porque hasta los menos despabilados intuitivamente saben que están más cerca de Pol Pot que de Luis XIV.

___* Analista y político boliviano.

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