Opinión Internacional

El racismo de las mil caras

Ahora que Sartre vuelve, recordemos alguna de sus lecciones. «Todos somos judíos respecto a alguien», decía el filósofo del existencialismo. Es decir, todos somos susceptibles de ser maltratados, ninguneados, despreciados, reprimidos por quien tiene más poder. Y siempre, siempre hay uno más poderoso. Almería y El Ejido fueron en el pasado zonas de emigración. Quizá los padres de quienes aporrearon puertas y ventanas de comercios y chabolas, persiguieron magrebíes o golpearon e intentaron linchar al subdelegado del Gobierno sintieron hace años el miedo en el espinazo en una localidad alemana a la que llegaron buscando trabajo; o tal vez fueron sujetos de una humillación de las que debilitan el orgullo en Suiza o Francia. La historia se repite con distintos protagonistas.

Quienes conocen El Ejido lo describen como un poblado del Oeste americano en el que se han descubierto pepitas de oro. Las pepitas son los invernaderos. Ha pasado de desierto a vergel en una generación. Hay en él agricultores enriquecidos en poco tiempo cuyo bienestar económico ha dependido de una mano de obra barata y abundante que proporcionan los inmigrantes; el alto nivel de vida de los primeros se funda, en buena parte, en las condiciones de trabajo de los últimos. Juan Goytisolo y Sami Naïr (esta vez los intelectuales -de nuevo Sartre y el compromiso- lo habían denunciado mucho antes) han calificado El Ejido como «Eldorado del trabajo clandestino, de la superexplotación».

Ya habían estallado antes algunos conflictos, aunque se los consideró racismo de baja intensidad. Poco después, las cosas volvían a su cauce. Como en el Maresme, como en Madrid hace ocho años cuando fue asesinada una inmigrante dominicana llamada Lucrecia. ¿Quién se acuerda de ella? (entonces aparecieron unas pintadas con la leyenda «Lucrecia jódete»; ahora, más acorde con los tiempos, hay una página web que llama a los camaradas neofascistas de toda España a participar en los actos de violencia contra los marroquíes en El Ejido). O, como al principio de esta legislatura, cuando un grupo de inmigrantes en situación ilegal fue reexpedido a sus países (¿seguro que a sus países?) y el presidente del Gobierno, José María Aznar, con un utilitarismo recién aprendido, declaró: «Había un problema y lo hemos solucionado».

Ahora hay que abordar de nuevo un problema de racismo duro, con imágenes que abochornan a quienes criticaban el ultranacionalismo y el antisemitismo de Jörg Haider en Austria sin observar el huevo de la serpiente que se incubaba a nuestro alrededor. España tiene un porcentaje de inmigrantes inferior al de los países de nuestro entorno, pero hay microclimas, como el de El Ejido, en los que esto es al revés. Va a seguir aumentando el número de los que llegan mientras existan diferentes sistemas políticos -sociedades abiertas y sociedades cerradas- y un desarrollo desigual. Estos días se comienza a detectar, sobre todo en Francia pero pronto llegarán los rescoldos a nuestro país, un flujo importante de inmigrantes chinos que vienen a buscar fortuna. Está demostrado que por más encastillamientos de que se provean los territorios favorecidos, son asaltados por cualquier intersticio, atravesando vallas, en pateras o en buques, como intentaron hacer los miles de albaneses que aparecieron en las costas italianas deseosos de entrar en un paraíso capitalista que no los quería.

¿A partir de qué número de inmigrantes se generan las explosiones sociales, el odio al otro, al diferente? Repitamos una vez más algunas de las ideas que no gustan escuchar los bienpensantes: los seres humanos somos racistas en el sentido más amplio del término; la misoginia, la misantropía, la antipatía hacia el otro son manifestaciones cotidianas de ello. Para evitar la naturalidad del racismo, los ciudadanos debemos muscular toda nuestra racionalidad. No se trata sólo de homogeneizar las condiciones de entrada de inmigrantes en Europa, aplicando la legislación de los países más generosos (los que estuvieron orgullosos, eran otros tiempos, de convertirse en tierra de asilo), sino de asegurar al mismo tiempo unas mínimas condiciones de vida (derechos sociales, derechos políticos, vivienda, educación, Estado de bienestar). Ello dará lugar a una sociedad dual pero con límites, mestiza, con el Sur dentro del Norte, y muchas de las dificultades que se generen no serán estrictos problemas entre clases sociales, pues también habrá una oposición de los pobres de los países ricos hacia los pobres que emigran, por entender los primeros que se pueden quedar sin trabajo y sin el welfare que disfrutan, al tener que compartirlo en un mundo de recursos limitados. A pesar de estar demostrado que, en la mayoría de los casos, los trabajadores autóctonos no concurren en el mismo mercado de trabajo; aunque hay paro, sigue habiendo necesidad de inmigración, con lo que aparece una clase subalterna respecto de los trabajadores europeos.

Además de las condiciones de vida es imprescindible establecer semáforos, reglas de funcionamiento entre los anfitriones y los que llegan cuyo respeto evite las explosiones de violencia y los brotes de xenofobia: los inmigrantes deben respetar las leyes de los Estados que les acogen, incluso si son diferentes de las suyas; no es preciso que las amen, pero no pueden infringirlas. Los inmigrantes también deben cumplir las leyes no escritas de quienes los reciben, pues no sólo llegan a un Estado, sino sobre todo a una sociedad: la urbanidad, la higiene, las costumbres… La voluntad de aprender el idioma también forma parte de estas leyes no escritas. Por su parte, los anfitriones tienen que respetar la cultura, los aspectos diferenciales de los inmigrantes. Éstos han de contribuir al bienestar de la sociedad en que habitan, no minarlo o boicotearlo. En definitiva, los inmigrantes tienen que asumir la civilización de los anfitriones, pero no su cultura; y éstos el derecho a la diferencia de los primeros.

El racismo ha adoptado en la historia mil caras y muchos pretextos. En nuestra época adquiere la faz de las migraciones. Hubo un tiempo, desgraciadamente todavía no ido del todo, en que el racismo era sinónimo de antisemitismo. Desde el affaire Dreyfus hace un siglo, el antisemitismo tuvo distintas representaciones justificadoras: los judíos son condenables porque asesinaron a Jesucristo (posición de los cristianos); los judíos son condenables porque inventaron a Jesucristo (posición racionalista); los judíos son condenables porque son una raza impura que impide la regeneración de Europa (los nazis); los judíos son condenables porque son banqueros y ricos y explotan a los pobres (posición de los estalinistas), etcétera. Las representaciones del racismo relacionado con la emigración conllevan un discurso manipulador que incorpora la psicosis de invasión masiva de foráneos (lo que no es cierto), el impacto sobre el empleo autóctono y la productividad, o el volumen de inmigración clandestina. En contra de lo que se cree, el mayor número de inmigrantes indocumentados no llegan de forma dramática o espectacular, en pateras, en el maletero de los aviones, o en las bodegas de los cargueros, sino que entran como turistas, con el visado pertinente y prolongan su estancia más allá del tiempo acordado.

La socióloga húngara Agnes Heller ha hecho una analogía muy aceptable entre la inmigración y la aparición de invitados en nuestro hogar: la emigración es un derecho humano, mientras que la inmigración no lo es; si alguien quiere abandonar nuestra casa, no debemos retenerle por la fuerza, pero si alguien expresa su deseo de quedarse en nuestra casa, los miembros del hogar han de decidir si le permiten o no hacerlo. Existen ciertas costumbres o normas éticas que determinan, o al menos influyen, en la aplicación de los reglamentos domésticos. Dice Heller: «Insistir en la aceptación de las normas domésticas significa pedir a los grupos de inmigrantes que renuncien a algunos rasgos abstractos de su diferencia, pero en cierto modo significa también que sus diferencias concretas no se ven afectadas. Sería engañarse hipócritamente creer que esto ocurre sin sufrimiento ni dolor. Es obligación del anfitrión aliviar ese sufrimiento y compensar el dolor: la mayor compensación es un nivel aumentado de respeto. Los contenidos de las obligaciones del anfitrión y el extranjero son de carácter diferente, pero las obligaciones son recíprocas, y tienen que hacerse tan simétricas en esa reciprocidad como sea humanamente posible». El anfitrión está siempre en posición de poder; él es el que concede o se niega a conceder refugio; él es el que establece las normas domésticas y por ello sus obligaciones son superiores. Esto es lo que ha fallado en El Ejido.

Tomado de (%=Link(«http://www.elpais.es/»,»El País»)%) de España del 10 de febrero de 2000

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