Opinión Internacional

Escándalos y sorpresas

Que la mezcla entre el dinero y la política tenga con frecuencia resultados escandalosos no debe sorprender. Pero que el último gran escándalo haya explotado en Alemania, no deja de producir cierta sorpresa. Y no es que los alemanes cuenten con un pasado limpio de corrupción: el famoso ‘Flick affair’ en la década de 1980 es una obligatoria referencia en cualquier estudio reciente sobre finanzas políticas. Sin embargo, hay por lo menos dos razones que despiertan la curiosidad. Primera, que el episodio haya ocurrido en un país donde se había desarrollado, aparentemente, un sistema «modelo» de finanzas de la política. Y segunda, que el escándalo tenga como protagonista central a Helmut Kohl, el arquitecto de la reintegración alemana y de la Unión Europea.

En 1959, Alemania acogió la idea de la financiación estatal directa de las actividades políticas, una medida pionera que fue seguida por otros países. El sistema evolucionó hacia un régimen mixto -donde además de los subsidios públicos se estimularon las donaciones privadas con beneficios tributarios -. Se introdujeron topes absolutos a los aportes del Estado. Se exigió que por lo menos un 50 por ciento de los fondos de los partidos se originara en cuotas de sus miembros o en pequeñas donaciones, con el fin de expandir y fortalecer sus bases. Y se estipuló la publicación anual de las cuentas de los partidos, incluida la identificación de los grandes donantes. No se exigieron límites a las sumas de las donaciones privadas. Ni al costo de las campañas. Tampoco se estableció una institución dedicada exclusivamente a la supervisión del sistema.

Desde el ‘Flick affair’ no había estallado allí un escándalo de dimensiones nacionales sobre las finanzas de los partidos. Aunque las controversias locales han sido recurrentes. No obstante, muchos suponían que el régimen existente garantizaba la transparencia. Pero desde noviembre del año pasado, cuando comenzaron a revelarse las millonarias donaciones ilegales al partido democristiano (CDU), se ha comprobado la falsedad de tal supuesto.

Una rama local del CDU admitió haber transferido al exterior más de 7 millones de marcos a comienzos de la década de 1980. Uno de sus tesoreros reconoció haber recibido un maletín con medio millón de dólares de un comerciante de armas en un parqueadero en Suiza. Y toda una red oscura de cuentas se habría tejido con el conocimiento de Kohl, líder del CDU durante 25 años y jefe del gobierno alemán durante 16 años.

Entre todas las lecciones que deja este último gran escándalo, importa destacar una muy simple: no existen sistemas «modelos» de finanzas de la política. Más aún, la generosidad del Estado alemán con los partidos no ha servido ni para contener los escándalos ni para limitar los costos de las campañas electorales.

Hay otra lección adicional, mucho más simple, reiterada por la historia y de raíz republicana: la permanencia en el poder corrompe. Nadie ha acusado a Kohl de corrupción personal. Pero la diferencia se ha vuelto sutil y tal vez sin significado frente a la necesidad de contar con unos procesos democráticos más transparentes. El prolongado liderazgo de Kohl, tanto en su partido como en su país, alimentó en efecto el mal manejo de unos fondos que, entre otras cosas, se habrían utilizado para engrasar la maquinaria del CDU.

Al decir que no existen modelos, no quiero sugerir que no deban estudiarse otras experiencias mundiales en la búsqueda de soluciones nacionales al problema de las finanzas de la política. A pesar del escándalo, los alemanes -como bien lo subrayó el profesor Karl Nassmacher en un seminario celebrado en Bogotá el año pasado – han elaborado un sofisticado sistema de finanzas de partidos, a lo largo de más de tres décadas, que arroja algunos resultado positivos.

El intento de atar el régimen de sus finanzas a la necesidad de fortalecer las bases de los partidos es un esfuerzo que merece tenerse en cuenta en todo empeño democrático. Importa sobre todo advertir que esta es un área de la política cuyo régimen regulatorio debe revisarse permanentemente, sobre la marcha, tras el sabor de sus resultados. Por lo que el debate público tiene que estar siempre alerta. A menos que se prefiera esperar nuevos escándalos. Y vivir así de sorpresa en sorpresa.

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