Opinión Internacional

Europa a dos velocidades

A finales de 2006, pocas semanas antes del ingreso de Bulgaria y Rumanía en la Unión Europea (UE), los analistas occidentales hicieron una evaluación poco halagüeña de las economías de los dos países, señalando que para alcanzar los objetivos de la UE ambos socios debían fijarse una tasa anual de crecimiento no inferior al 7%. De hecho, los dos Estados del Sudeste europeo no cumplían siquiera las exigencias básicas para el ingreso en la Unión: un nivel de desarrollo equivalente al 50% de la media comunitaria.

Quedaba la hasta entonces socorrida alternativa de los fondos de cohesión. Es decir, el aprovechamiento al máximo de las ayudas comunitarias destinadas a estimular el incremento de las actividades económicas. Antes del ingreso de Sofía y Bucarest, los países bálticos y Polonia tuvieron que recurrir a su vez a la financiación de Bruselas.

Pero la situación dio un inesperado y dramático vuelco a finales del año pasado, cuando la Comisión Europea se vio obligada a reconsiderar su política de ayudas destinadas a los nuevos socios. La crisis mundial obligó a los eurócratas a contemplar la posibilidad de aceptar el impopular proyecto de una Europa “a dos velocidades”, de una Unión dividida entre ricos y pobres. Los países de Europa oriental se vieron, pues, obligados a desempeñar el ingrato papel de parientes pobres, incapaces de levantar cabeza o de librarse del complejo de socios poco solventes.

Un rápido repaso de las tendencias recesivas de los nuevos socios de la UE pone de manifiesto los peligros que corren sus economías. Se calcula que el PIB de la República Checa se contraerá alrededor del 2% de aquí a finales de 2009. En el caso de Hungría, la reducción rozará el 6%, mientras que en el de Lituania, la disminución podría alcanzar el… 12%. Un auténtico descalabro, teniendo en cuenta las utópicas perspectivas de crecimiento de 2005. Según los economistas occidentales, ello podría traducirse en un deterioro de la solvencia de la Unión a escala internacional.

Menos expuestas parecen las economías de naciones como Bulgaria, Estonia, Letonia y Lituania, cuyos Gobiernos prefieren mantener el sistema de flotación de sus respectivas monedas frente al euro. El peligro es aún menor para los países que han adoptado la moneda común europea, como por ejemplo Eslovaquia o Eslovenia.

En la mayoría de los casos, la inestabilidad se fomenta debido a la huída de los acreedores y la inevitable disminución de los intercambios comerciales. La sensación de “aislamiento” genera secuencias de inestabilidad política, que se reflejan en el resurgir del nacionalismo o el populismo y, a nivel económico, en la tentación de recurrir a prácticas proteccionistas. Todo ello, con un claro trasfondo de peligroso y progresivo distanciamiento de la dinámica de integración europea.

Estos peligros se han convertido en el telón de fondo de la cumbre europea del pasado marzo, en la que se hizo especial hincapié en las amenazas para la solidez del mercado único.

El FMI, el Banco Mundial y El Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo preparan nuevas inyecciones de fondos destinados a la “Europa de los pobres”. Mientras, el sueño de la integración continental se convierte en pesadilla para quienes se han visto obligados a afrontar las recriminaciones de los “euro-escépticos”, como por ejemplo el presidente de turno de la UE, el checo Vaclav Klaus.

No cabe la menor duda de que la Europa de mañana, la “Europa Unida” con la que soñaban Maurice Schuman, Konrad Adenauer o Charles de Gaulle, se hará con el esfuerzo y el sacrificio de todos. O… no se hará.

* Analista político Internacional

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