Opinión Internacional

Europa sufre de amnesia

Tal parece que en el juego de quién logra desplumar al otro, el nuevo canciller austríaco Wolfgang Schuessel será el único que jure que ha vencido. Desde fines de 1945, de tanto en tanto, los demócratas deploraban los éxitos electorales de cualquier dirigente «ultra». Sin embargo, nunca había pasado que uno de ellos accediera al poder gracias a alianzas entre la derecha y la extrema derecha que cedieran la mitad de los ministerios a los extremistas de Viena.

La inédita relación de fuerzas austríaca pone de manifiesto la «ruptura de un pacto» (Jacques Chirac). Corresponde, entonces, aclarar qué puntos específicos o implícitos se transgredieron de una ley europea no escrita.

Haider no es Hitler; y la próspera Austria no tiene nada en común con la Alemania de Weimar en crisis. Haider no se las da de segundo Führer; se conforma con ignorar al primero. Para él, la Segunda Guerra Mundial no existió, con lo que oculta así la aventura de un hombre y un partido que provocaron cincuenta millones de muertos.

Sólo se trató de un conflicto banal en el que todos tuvieron su cuota de culpa y donde Winston Churchill aparece como un gran criminal. Para ser haideriano no sirven las antorchas, ni tampoco marchar con paso de ganso. Basta con pensar, hablar y comportarse como si en la Europa de los años 30 y 40 no hubiera pasado nada extraordinario. La mayoría silenciosa que avala a la dupla Schuessel-Haider vive en un agujero de la memoria.

Los padres fundadores de la Comunidad Europea razonaban de distintas maneras. Unidos en la repulsa, extrajeron de Hitler una enseñanza por la negativa: su ejemplo revela los desvíos de que son capaces países de elevada cultura, en los que la sociedad es liberal y educada. Los europeos -protestantes, católicos, ateos, de derecha, de izquierda- se pusieron de acuerdo, no sobre las cosas en las que creían, sino respecto de aquellas que temían.

Como carga con el peso de los recientes estragos del fanatismo racial e identitario, el no tan lejano recuerdo de los horrores de la dictadura soviética, así como con la experiencia catastrófica de las últimas guerras coloniales, la nueva comunidad ha creado una serie de tabúes, de barreras de protección política, de reglas para moderar los conflictos cuando éstos no se pueden suprimir: una comunidad que se basa en el mercado común del peligro y no en la comunión de ideales. Pero resulta que Austria es ahora un factor de ruptura.

Los años oscuros

La adhesión de Austria al Tercer Reich, después de la anexión de 1938, fue resultado de un plebiscito. Los austríacos no se comportaron mejor ni peor que los alemanes. La diferencia se produjo después de la guerra: «La constante preocupación por el pasado es propia de los alemanes. El austríaco tiene una mentalidad diferente», destaca Joerg Haider, que, en un arrebato, llegó incluso a burlarse de la «manía de arrepentimiento» de quienes se disculpan por los años oscuros. Tres días después, sin embargo, no tuvo ningún problema en firmar el solemne pedido de disculpas retrospectivo que Viena presentó al mundo. Por lo demás, ya había aclarado que ni él ni su mayoría silenciosa se habían tomado en serio esa parte de la carta: hay que «mirar hacia el futuro», en el sentido de volver la espalda al pasado. ¿Quieren un arrepentimiento? Lo tendrán, ¿qué me importa? Dos generaciones de alemanes reflexionaron sobre su propia conducta y la de sus familiares. A la desnazificación que impusieron los aliados siguió luego una dolorosa autodesnazificación que destruyó familias y transformó almas. El austríaco medio eludió este tipo de tortura mental: oficialmente, su país era un Estado «ocupado», y ellos se proclamaban las primeras víctimas de la ocupación. Al rechazar el sentimiento de vergüenza que experimentaron sus vecinos, Austria se tomó vacaciones de la historia. «Primero, éramos inocentes; segundo, fuimos excelentes criados», señala el escritor Turini, que no soporta la inveterada actitud de sus compatriotas de evadirse en un pseudoestado folclórico y provinciano.

En esta «Hawaii europea», los peligros son fantasmas que generan otros y en otros lugares: los inmigrantes, los artistas contestatarios, las potencias extranjeras, los pobres de las ex repúblicas populares, la globalización, etcétera. Ser haideriano no es como ser hitlerista; es una forma de posthitlerismo que cultiva el cortocircuito y repite de manera obsesiva los prejuicios prehitleristas -xenofobia, racismo, genética, culto a la personalidad- con la inocencia de quien nació ayer y la irresponsabilidad de eternos niños.

Vivir en una burbuja

Los austríacos son precursores de la amnesia «post». De la caída del Muro en adelante, la negación del pasado avanza a paso redoblado, tanto que podría convertirse en un deporte europeo. Se cierra el paréntesis y se clausura todo, empezando por la propia participación en la desgracia general. Luego, blancos como la nieve, se empieza de nuevo. Después de Milosevic, que alentaba a los serbios a tomarse revancha de la historia, Putin evoca la Rusia de siempre, sin distinciones entre el legado zarista y el soviético. No recrea la dictadura comunista, sino que inventa un arte de gobernar poscomunista que instaura nuevamente una cortina de hierro, más al este, pero no por ello menos inquietante que la anterior.

Todo está permitido en el coto de caza del sacro imperio ruso. A fines de 1818, el general Ermolov, virrey y carnicero del Cáucaso, explicaba a su superior: «Este pueblo inspira con su ejemplo un espíritu de rebeldía y de amor a la libertad, incluso en los súbditos más devotos de vuestra majestad». El zar trató de exterminar a los rebeldes. Stalin los deportó en masa en febrero de 1944 e hizo quemar en las mezquitas todo aquello que no podía transportarse en los vagones de ganado. Setenta mil mujeres y niños murieron de frío y de hambre durante el «traslado» a Kazajstán. En su libro Archipiélago Gulag, Alejandro Solyenitzin dice: «Ningún checheno trató nunca de servir o complacer a la autoridad», y alaba «la actitud invariablemente dura y abiertamente hostil a la autoridad carcelaria». En Chechenia hoy se cercena la libertad, la idea de libertad que todos los rusos tienen en la cabeza.

El espíritu de superioridad étnica de Haider y los métodos hipercolonialistas de Milosevic (segregacionismo, limpieza étnica, despoblamiento) se inspiran en la tradición autocrática del Estado ruso, que después de Pedro el Grande devora a las naciones pequeñas para someter a su propio pueblo y educarlo en el servilismo. Es cierto, el calendario se presta a la confusión de géneros: Haider alardea de ecologista; el carnicero de Grozny confiesa a Brigitte Bardot su amor por los perros. Pero ante el olor que vuelve a despedir lo peor del pasado, la Unión Europea tiene que resucitar y reformular su triple pacto fundador: antifascista, antiestalinista, anticolonialista.

El amor a la libertad es indivisible. Se sustenta en la fuerza de los hechos con distintos medios que se adaptan a una multiplicidad de circunstancias; pero exige una constante atención y un discurso enérgico y claro, tanto ante Moscú como ante Viena. Quien se permita celebrar públicamente a Putin como «patriota a quien anima una gran idea sobre su país» (como hizo el ministro de Relaciones Exteriores francés, Hubert Védrine, ante las cámaras de televisión de Rusia) terminará por no tener nada que objetar a Haider, que también se proclama «patriota». Los que duermen tranquilos mientras se arrasan ciudades y aldeas no resultan creíbles cuando deciden abrazar grandes principios. «Hipocresía», se señala en un reciente artículo editorial de Le Monde. Y yo agrego: peligro. Europa finge ignorar el polvorín sobre el que se construye un Estado vandálico, sanguinario y muy poderoso.

La Unión Europea se arriesga a una disgregación en una serie de principados soberanos a la austríaca, que, apenas vean oscurecerse el horizonte, correrán temerosos a buscar refugio bajo el paraguas -tradicional pero incierto- de los Estados Unidos. Mañana ya será muy tarde para muchos chechenos; y ya es muy tarde para una Europa democrática que vive encerrada en su burbuja.

Tomado de (%=Link(«http://www.clarin.com.ar/»,»El Clarín Digital»)%) de Argentina del 22 de febrero de 2000

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