Opinión Internacional

Gentismo

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De Narváez propone el encanto de la sobriedad. Cierta discreción que lo enaltece. Un sentido de la diplomacia inspirado en la educación. Refinamientos que le permiten diferenciarse, sin descalificar, ni agredir, al otro. Son atributos que, en simultáneo, lo acotan.

La civilización del lenguaje de De Narváez remite a los códigos culturales de un Scioli ostensiblemente más prolijo. Pero condicionado por el voluntarismo equiparable.

Si Scioli, desde la Línea Aire y Sol, impulsa la ideología del vitalismo (”con fe, entusiasmo, siempre para adelante”), en la retórica de De Narváez se asiste a la ideología pragmática de la resolución. “De problemas concretos”. Detectados sin mayor originalidad, a partir de las tendencias que marcan las consultoras, colegas de Oximoron. Por los “equipos técnicos” que avalan su proyección, desde las instalaciones postmodernas de la calle Báez, plenitud de Las Cañitas. La enumeración comienza, invariablemente, con la seguridad. Es decir, la inseguridad, presente siempre en el primer esbozo de la lengua. Para proseguir previsiblemente con “la educación, la salud, el empleo”.

El Elegido
Sin embargo la construcción de De Narváez, como referente opositor, es colectiva.

Emerge como El Elegido, producido para la sociedad que se percibe agobiada.

Es El Elegido para asestarle a Kirchner el golpe decisivo. La letalidad de una derrota. El voluntarismo, también aquí, es, para emular a Sebrelli, un “deseo imaginario” también colectivo.

Significa afirmar que a De Narváez, el (auto)”Elegido” como oponente, lo construye además la fantasía concientemente voluntarista del Otro.

La Otredad le descubre los méritos, hasta agrandarlo, acaso en exceso. Sólo por haberse transformado en el canal, desde donde donde puede desagotarse la fatalidad del kirchnerismo, que legitima el agobio.

Pero De Narváez se consolidó, en el rol inesperadamente privilegiado, después de doblegar, a golpes de impulso -y sobre todo por presencia de billetera dispuesta-, a Felipe Solá, el habilidoso saltarín que se preparaba, a los efectos de encarar el desafío sustancial de hacerle frente a Kirchner.

Ahora Felipe Solá debe conformarse, en cambio, con llevarle la guitarra a De Narváez. Para que cante. Hacerle “el acompañamiento”. Como Ulises Dumont al expresivo Carella, en “El acompañamiento”, la obrita de Gorostiza.

Para lo que Solá aporta, es bastante.

Tickets
“La fe y la esperanza”, que reproduce el “airesolismo” de Scioli, en De Narváez se suple, hasta aquí, por la consigna buenista, casi amable, de “hablarle a la gente”. “De sus problemas”.

De “los problemas de la gente”. Con el comodín de la seguridad. Donde, en el terreno de las argumentaciones, De Narváez debe justamente acotarse. Porque los datos y razonamientos que esgrime implican, en todo caso, una crítica, más descalificante que elíptica, a Solá, su compañero de fórmula.

Como nos orienta Osiris Alonso D’Amomio, el director de Consultora Oximoron, la elección legislativa de junio, en la provincia de Buenos Aires, se presenta en duplas. En tickets. Como si se tratara de elecciones presidenciales.

En principio Kirchner-Scioli, la fórmula del 2003 que aspira, como objetivo de máxima, a repetirse en el 2011.

O Stolbizer-Alfonsín, ticket para analizar en próximo despacho del relevamiento.

O De Narvaez-Solá.

Oximoron
Si De Narváez coloca el acento, prioritariamente, en el desastre de la (falta de) seguridad, la fórmula puede convertirse en el oximoron, al que alude la Consultora. En una contradicción en si misma.

Preferible es, en todo caso, si no callarse del todo, atenuar el tratamiento minucioso de la inseguridad. Y basarse en otros “problemas de la gente” que sean convenientes, políticamente menos vulnerables.

Porque, a los efectos de evitar la contradicción, el oximoron, De Narváez tendría que limitarse a criticar exclusivamente la gestión de Scioli con Stornelli. O frontalmente avalar, en materia de seguridad, la gran parte de lo hecho, o meramente deshecho, por Solá, su compañero de fórmula, junto a Arslanián.

Pueblo y Gente
En tono limpiamente monocorde, con la diplomacia civilizada del educado que establece diferencias, con una publicidad cara pero eficaz, De Narváez sostiene la precariedad de su discurso en la simpleza del resolucionismo. “La seguridad, el empleo, la educación, la salita, el hospital”. Aquello que le preocupa a la vaguedad del “hombre común”. Que conforma, al multiplicarse, la “gente”. La “mayoría” que no tiene motivos para ser “silenciosa”. Según “El sueño americano”. Las comillas se deben, aquí, por la gran novela de Norman Mailer.

“La gente”, como categoría, es un concepto aportado, en la Argentina, por el político noventista Carlos Álvarez, alias El Chacho. Una presencia, “la gente”, fatigaba el discurso de aquel sofista porteño. Desde la palabra y la barrial capacidad para el armado, Chacho llegó a la vicepresidencia de la nación. Sitial del que se escapó, con pretextos ridículamente loables. Sobre todo cuando Chacho pudo percibir que se le derramaba el apoyo de “la gente”. Más aún, que “la gente”, como consecuencias de las decisiones de gestión, lo comenzaba a insultar.

En las diletancias estructuradas de Álvarez, como en el voluntarismo de De Narváez, la “gente”, como concepción, emerge como suplantación del concepto “pueblo”.

La palabra “pueblo” prácticamente dejó de utilizarse en el discurso político postmoderno. Porque inmediatamente, el concepto “pueblo”, alude al riesgo excesivo del populismo. Calificación ampliamente desechable, que habilita la idea de imposibilidad de un “gobierno popular”. Alucinación que debiera convivir, en todo caso, con la descalificación peyorativa de “populismo”.

A pesar de los esfuerzos intelectualmente inofensivos de Ernesto Laclau, el ensayista que privilegian los pocos que adhieren al oficialismo y aún leen.

Laclau pugna por rescatar, en los esquemas populistas, atributos académicamente defendibles. Al extremo de atreverse audazmente a teorizar sobre aspectos positivos del populismo indigenista de Evo Morales. O en el bolivarianismo demencial de Chávez.

Por más que se abnegue Laclau, en “La razón populista” en encontrarle “razones”, el concepto de “populismo”, en la Argentina, es utilizado exclusivamente como neologismo de descalificación.

Calificar de populista al adversario es una manera semántica de devaluarlo. Acotarlo al territorio de la demagogia. Otra lacra.

Para la frivolidad preelectoral de esta legislativa inflada, utilizar, como De Narváez, cada dos frases la palabra “la gente”, resulta casi elegante. Es funcional.

Menos chocante, para las almas sensibles que aspiran a desprenderse del kirchnerismo, que pronunciar, cada dos frases, la palabra “pueblo”. Un retroceso del que debe alejarse cualquier político postmoderno.

El riesgo de De Narváez no consiste entonces en el populismo. Es el “gentismo”. Concepto que también podrá utilizarse, si se expande, muy pronto, como otro neologismo de descalificación.

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