Opinión Internacional

Guerra Santa

(%=Image(1456586,»L»)%) Al concluir la Segunda Guerra Mundial y quedar el continente europeo dividido en sendas zonas de enfrentamiento político-militar entre dos sistemas socio-económicos irreconciliablemente antagónicos, los medios de comunicación social estadounidenses rápidamente se convirtieron, mayoritariamente, en voceros de una política que hasta finales del siglo XX funcionó con eficiencia en beneficio de poderosos intereses económicos: la idea de que los Estados Unidos de Norteamérica eran los legítimos defensores del «mundo libre» contra la amenaza del comunismo internacional dirigido desde Moscú y, más tarde, también desde Pekín.

A raíz de los espeluznantes atentados terroristas perpetrados el 11 de septiembre de 2001 contra objetivos emblemáticos en Nueva York y Washington, los mismos medios de comunicación y el Gobierno norteamericano, casi al unísono, se apresuraron a afirmar que se trataba de un ataque contra la libertad y la civilización. Se llegó a hablar de una guerra islámica contra Occidente, inclusive contra el Cristianismo. Tal hipótesis es una deliberada distorsión de la realidad. Los atentados de septiembre se enmarcan casi exclusivamente en el conflicto árabe-israelí; constituyen un golpe dirigido al gran capital judío establecido en Nueva York y al incondicional apoyo político, económico y militar que recibe Israel de Washington. Para nadie es un secreto la poderosa y decisiva influencia hebrea en las finanzas, el comercio, la economía, los medios de comunicación, la publicidad, la administración de justicia y las comunidades científica, cultural y artística de los Estados Unidos. No resulta, por lo tanto, nada difícil imaginar lo que esta realidad representa a los ojos del pueblo palestino y, por ende, del mundo árabe.

Para entender claramente las implicaciones de este escenario, y para poder identificar los intereses en juego, es necesario tomar en cuenta unos cuantos hechos históricos. Lo primero que se debe recordar es que durante el dominio árabe en el Norte de África y en España, así como en todo el Imperio Otomano, la tolerancia islámica a las creencias religiosas de los pueblos conquistados fue notoria e innegable. Sus problemas con el Cristianismo fueron provocados por las Cruzadas, causa que respondía más a designios imperiales que a la fe cristiana. El conflicto con el Judaísmo, es decir, con el pueblo judío empezó a mediados del siglo veinte con la creación del Estado de Israel. Yendo mucho más atrás en la historia, el Viejo Testamento, texto que constituye dogma de fe para judíos y cristianos, nos relata que hace unos seis mil años llegó a Canaán un pueblo recién liberado de la esclavitud a tomar posesión de esa tierra, que según sus cronistas, le había sido asignada por Dios, quien al mismo tiempo le había ordenado matar a todo hombre, mujer o niño que en ella habitase. Desde entonces, el pueblo hebreo se ha identificado con esa tierra, inclusive durante los dos milenios de la diáspora iniciada cuando el Imperio Romano destruyó Jerusalén. En 1948, grupos de judíos europeos comenzaron a converger en Palestina con el propósito de recrear la nación que los romanos habían dispersado por el mundo. De hecho llegaron como una minoría étnica y se encontraron en medio de una población mayoritariamente árabe e islámica. Sabrá Dios cómo habrían resultado las cosas si los recién llegados no hubiesen decidido expulsar a esa mayoría la tierra donde había permanecido durante siglos…

Vale aquí hacer una comparación ilustrativa que pone en evidencia el cinismo y la amoralidad de los intereses que casi siempre se esconden detrás de cada conflicto de carácter bélico. La región de Kosovo, en Yugoslavia, constituye el corazón de la identidad, la nacionalidad y el patriotismo del pueblo serbio. Sin haber jamás abandonado esa tierra, un buen día los serbios se encontraron en medio de una mayoría de origen albanés que, como los palestinos, profesaba la religión islámica. Finalizando el siglo XX el Gobierno yugoslavo decidió expulsar de Kosovo a esa mayoría. La intención era reafirmar en la región las raíces históricas de un pueblo eslavo, además cristiano como la mayoría de los europeos y de los estadounidenses. Pero en este caso no hubo apoyo político ni económico incondicional de Washington, sino todo lo contrario: el gobierno norteamericano se colocó a la cabeza de una coalición europea para aplastar a Serbia, en una operación militar que no respondía legalmente a los postulados de la Otan, ya que ninguno de sus miembros había sido agredido por Yugoslavia. El caso es que la presencia de un Estado hebreo fuerte en el Oriente Medio beneficia a los intereses estratégicos y energéticos de las potencias occidentales; pero en Europa la actitud decididamente individualista y autónoma Serbia, incluso ante su aliada Rusia, nunca ha sido tolerada. Los intereses occidentales involucrados en ambos casos son los mismos que en su momento armaron y financiaron a los guerrilleros del Talibán contra la URSS; respaldaron al Hamaz islámico en el Líbano, y de igual manera apuntalaron a Saddam Hussein en la guerra con Irán.

¿Y quién estuvo tras el asesinato de Yitzak Rabin? ¿Habrán sido acaso los mismos intereses que casi lograron liquidar a Bill Clinton con el escándalo Lewinski? No olvidemos que ambos mandatarios estaban trabajando de manera convincente y efectiva hacia la paz en el Oriente Medio, la paz que no conviene al complejo industrial-militar estadounidense; la paz que no aceptará la extrema derecha israelí hasta haber expulsado al último palestino de todos los territorios que ella considera exclusivamente judíos.

Respecto del planteamiento hecho al principio de estas reflexiones, conviene recordar que durante la Guerra Fría la mayoría del pueblo estadounidense mantuvo su convicción de que su país era el protector del «mundo libre» contra el comunismo, hasta que en los años sesenta sus jóvenes llegaron a la conclusión de que era absurdo ir a morir en el distante Vietnam por una causa que no era asunto de ellos.

Se plantea hoy la perspectiva de un conflicto en el que pudiera haber muchas bajas norteamericanas, incluyendo civiles inocentes en ataques terroristas y asesinatos al azar, etc. En cualquier parte del globo. Bien pudiera ocurrir que un día no muy lejano, el ciudadano común de los EE.UU., no solamente la juventud, decida que no tiene sentido alguno sentirse constantemente amenazado, dentro y fuera de su país, por la sola razón de que su Gobierno apoya incondicionalmente la actitud intransigente de la extrema derecha israelí.

Si se desata un enfrentamiento bélico de mayores proporciones de Estados Unidos y sus aliados europeos con el mundo islámico, no podrá descartarse la posibilidad de que las monarquías y gobiernos mas o menos pro-occidentales que lo integran sean sustituidos por regímenes radicales o fundamentalistas.

Desde 1989 sostenido que quienes creen que lo han visto todo con el desmoronamiento de la URSS todavía no han visto nada. La tragedia de septiembre es sólo el principio doloroso de una transformación global claramente vislumbrada en Seattle, Quebec, Génova y en los procesos políticos inéditos que comienzan a ocurrir en América Latina y el resto del Tercer Mundo.

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