Opinión Internacional

Honduras se escribe con h de huracán

Era un día muy frío en La Haya. Llegamos temprano al edificio de la Corte Penal Internacional. Nos atendieron diligentemente y tuvimos una conversación honesta y directa con el fiscal Moreno Ocampo. Hicimos entrega de un documento que solicitaba la apertura de una investigación en Venezuela que determinara si efectivamente estaban ocurriendo los crímenes que teníamos casi dos años denunciando. Una vez cumplida la misión, recuerdo mis pensamientos durante el vuelo de regreso a Caracas. Asomado por la escotilla mis ojos se divertían con el movimiento de las nubes, eran algodones veloces que se convertían en cualquier imagen que yo deseara. Aquello me hacía reflexionar sobre lo relativo que es el tiempo, el cómo Einstein no se equivocó cuando sostuvo que si uno pudiera viajar a la velocidad de la luz, el tiempo se detendría, quedaríamos estáticos sin referencias que nos orientaran en el espacio y nos dieran algún sentido de pertenencia. Y si pudiéramos volver al pasado, ¿podríamos cambiar la historia? ¿Evitar los muertos? En ese instante sentí un frío helado en mi sangre, el avión volaba pero mi corazón parecía detenerse, me sentía un cadáver dentro de un cuerpo que lo disfrazaba. La tristeza más honda me invadió y lo único que pude hacer en ese momento fue tratar de entender qué cosa me estaba pasando, por qué me sentía tan solo si tenía tantas razones para celebrar, al fin y al cabo, después de años de lucha, finalmente habíamos logrado ser escuchados en la Corte Penal Internacional, que apenas tenía algunos días de haberse inaugurado como la instancia jurídica capaz de juzgar los delitos perpetrados por los criminales más poderosos del planeta.

Pero algo no calzaba, una pulsión interna me obligaba a ser escéptico. ¿Abrir una investigación en Venezuela? ¿Y cómo lo harían? ¿Qué órganos institucionales podrían servir de respaldo? ¿Qué Fiscalía? ¿Qué policía? ¿Qué tribunales? Y al fin y al cabo, ¿quién paga el sueldo de los funcionarios de la Corte Penal Internacional? ¿Acaso no es la ONU? ¿Y quiénes son mayoría en el organismo que representa a casi todas las naciones de la Tierra? ¿Mugabe y Castro tienen prohibida la entrada a ese recinto? No, no la tienen, para la ONU el hombre que ha fusilado a miles de personas y otro que ha matado a millones de seres humanos son dignatarios, jefes de Estado con la misma voz y el mismo voto que el Primer Ministro de Inglaterra y el Presidente de Suiza. ¿Y cuántos muertos se requieren para que los ojos del mundo se abran ante los asesinos de la historia? ¿Uno? ¿Veinte? ¿Millones?

Mientras más pensaba menos ánimos sentía, la luz de las ideas dejaba a oscuras el cuarto donde se aloja mi alma. Ese día fue el momento en que perdí completamente la inocencia, los treinta y cuatro años que tenía entonces en un soplo se hicieron pesados, en un segundo envejecí cien años. Nunca como ese día palpé tan crudamente de qué material está hecho el mundo que vivimos, un rayo me atravesó dejándome como recuerdo un nuevo entendimiento de las cosas, la convicción de que todo el andamiaje institucional del planeta, aquello que supuestamente nos civiliza y da esperanzas, es una vulgar y fea mentira, una máscara de luces para cubrir el rostro más horrible del universo, ese que si dejamos al descubierto hace que cualquier lucha parezca un juego de tontos, es el rostro que con sus mil muecas nos maldice y al besarnos nos envilece, se trata del rostro que asesina nuestros ideales transformándonos en aquello que suelen denominar «ser realista».

Estos recuerdos resucitan en estos días gracias a Honduras. Si algún consejo pudiera darle a ese hermoso pueblo hondureño sería solamente uno: no desistan, mantengan la lucha hasta que les dure la vida. No escuchen a nadie que les diga que retrocedan, que trate de hacerles transitar los caminos de la «comunidad internacional». No existe formalismo que supere la realidad, jamás puede la forma ser más importante que la substancia. Si la forma se erige como obstáculo del fondo, siempre se debe optar por lo segundo.

Se condena el haber sacado a Zelaya en pijamas y a punta de fusil hacerle volar fuera de las fronteras hondureñas. La metáfora es obligatoria. Ese día cuando se le impidió al felón «ponerse calcetines y ropa interior», a quien se desnudó fue a la mentira, a la hipocresía se le quitó la careta, Honduras desnudó la verdad y expulsó la mentira. Cuando algo así ocurre, a todos nos obligan a presenciar en primera fila el burdo teatro donde se representa la comedia del mundo moderno, los actores salen a escena con sus plumas y sus máscaras, con sus cantos y sus sonrisas, salen al unísono viéndonos a todos caras de idiotas.

¿Qué moral tiene Barack Obama para condenar la expulsión de Zelaya? ¿Acaso se tomó la molestia de saber qué cosa estaba sucediendo en las entrañas del país centroamericano antes de pontificar con su pico de plata sobre libertad y democracia? La gran comedia planetaria hoy está en los titulares de todas las agencias noticiosas. Vargas Llosa escribe un artículo y lo empieza condenando la acción militar. Muchos alaban al escritor. «Tiene razón el autor de La Fiesta del Chivo, un golpe militar siempre es condenable» &bla, bla, bla.

Qué fácil es escribir palabras hermosas desde un parque inglés mientras al otro lado del océano una sociedad entera se juega su destino teniendo que recurrir a formas duras para salvar el pellejo. Quizás al escritor despistado le hubiera hecho bien pasarse una temporada larga en Venezuela, sintiendo en carne propia lo que se sufre cuando el futuro de los hijos es secuestrado por hampones guapos y apoyados por la «comunidad internacional».

Pero entonces aparecen venezolanos de la «oposición» escribiendo lo mismo que el peruano de Londres, declarando que lo de Zelaya fue un golpe de Estado que merece el rechazo de los demócratas del mundo. Y es en ese instante cuando uno capta que las formas de las nubes vistas desde aquel lejano avión son más reales que la realidad misma. Que la realidad es un teatro y todo lo demás es cuento, es decir, más teatro.

Son los actores y sus seguidores, los dueños del circo con su corte de enanos cantantes y payasos danzarines, son ellos los que cantan y bailan y son ellos los que reciben los aplausos.

Pero debajo de las carpas, cuando las luces se apagan, allí se siente otro tipo de latido, es el corazón de los muertos el que suena, latidos enterrados en una tierra mojada con lágrimas de viudas y huérfanos. Ese es el latido que suena hoy en Honduras, ese es el sonido que trata de colarse entre el ruido de Insulza y su comparsa.

Y todo aquel que se crea justo, todo hombre y mujer que sienta sangre en sus venas y conciencia en su cabeza, todos juntos tenemos que hacer que el sonido de Honduras sea el grito que se escuche, que la tierra mojada se levante y como un huracán se lleve por delante a la carpa, al dueño del circo con su corte de enanos cantantes y payasos danzarines. Como venezolano he sido testigo de lujo del futuro que Zelaya guardaba para sus compatriotas. Es un futuro que para nosotros los venezolanos ya llegó, ha sido pasado, es presente y sigue mañana. Es un futuro que obliga a retroceder cien años, y que pisa todo vestigio de dignidad.

Hoy soy hondureño, porque en Venezuela el circo está vivo en todo su esplendor. Hermanos de Honduras: Resistan, vean las nubes y vuelen, ustedes son el Huracán.

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