Opinión Internacional

Intervención sin dientes

La sesión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA celebrada el miércoles pasado en Washington habría sido impensable hace una década. El principio de no intervención, consagrado en la Carta de la Organización desde su nacimiento hace 52 años, impedía juzgar y, más aún, contemplar la posibilidad de sancionar al gobierno de un estado miembro por la forma como condujera un proceso electoral.

Pero el sistema interamericano no ha sido ajeno a la globalización, que viene arrasando con viejas normas, tanto económicas como políticas, en todos los rincones del planeta. Y así como en los últimos años cobró validez la intervención por razones humanitarias, el principio que fue la principal justificación histórica de la OEA perdió su intangibilidad cuando aquella adoptó, en 1991, el llamado Consenso de Santiago para la defensa de la democracia.

Entonces, una nueva forma de intervención, que podría llamarse democrática, adquirió carta de ciudadanía en el continente. Y en virtud de ella, la OEA pudo revertir el mismo año de 1991 el golpe militar contra el presidente haitiano Jean Bertrand Aristide; obligar en 1992 al presidente Alberto Fujimori a restaurar la democracia peruana, tras el cierre del Congreso y la Corte Suprema de Justicia; frenar, un año después, el autogolpe del presidente Jorge Serrano en Guatemala, y ahora, por segunda vez en ocho años, intentar otra acción correctiva en el Perú con motivo de la cuestionada reelección de Fujimori el domingo pasado.

Pero esta vez la tarea de la Organización no ha sido tan efectiva como en las ocasiones anteriores. Tras un tímido y fallido intento estadounidense por apelar a la Resolución 1080 de la Asamblea General -que creó el mecanismo para contrarrestar los golpes a la democracia -, el Consejo Permanente se limitó a tomar nota del informe que le presentó la misión de observadores que estuvo en el Perú, y elevarlo a la Asamblea General, que seguramente se limitará también a escucharlo durante su reunión de la próxima semana en Windsor (Canadá).

No es difícil advertir por qué las cosas no pasarán de allí en este caso. Aunque el camino hacia la segunda reelección de Fujimori estuvo tapizado de irregularidades, todas ellas fueron auspiciadas por los distintos poderes peruanos -legislativo, judicial y electoral -, que concurrieron con el ejecutivo en el propósito de legitimar su aspiración reeleccionista. Además, los comicios se cumplieron según las normas establecidas de antemano. Así, no se configuró una ruptura del orden institucional o una interrupción del proceso democrático, fenómenos contra los cuales se concibió la nueva doctrina hemisférica.

Para nadie es un misterio que el Perú está dividido y que casi la mitad del país no aprueba la permanencia de Fujimori en el poder. Pero, aparte del consiguiente malestar social y de las perturbaciones que este pueda generar, no hay similitud entre la actual coyuntura peruana y las emergencias anteriores que enfrentó la OEA en defensa de la democracia. A todo esto se agrega que Fujimori es un aliado clave de Estados Unidos en la lucha contra la droga y un reconocido campeón en el combate del terrorismo. Lo cual explica el ambiguo rechazo de Washington y la actitud cautelosa de América Latina frente a su reelección, y también permite vislumbrar que la ‘intervención democrática’ no funcionará esta vez como en las pocas ocasiones en que ha sido aplicada hasta ahora.

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