Opinión Internacional

Israel y Palestina: Sobre la teoría realista de las relaciones internacionales (y II)

Cultura

En el artículo anterior, analizamos el conflicto del Medio Oriente a la luz de la llamada teoría realista de las relaciones internacionales, tratando de no abordar el tema desde el punto de vista de la justicia. Ahora nos preguntamos: ¿hay algo de justo en los reclamos de parte y parte en este conflicto entre Israel y el Hezbolá que además golpea colateralmente a Palestina y Líbano? ¿Y cómo podría vislumbrarse una solución?
No pretendo hacer análisis internacionalistas o históricos de los hechos y a quien los busque le recomiendo revisar los excelentes ensayos del profesor Fernando Mires en esta misma página. Mi enfoque será –predominantemente- desde el punto de vista cultural y filosófico político.

Mi formación católica, liberal y pragmatista me ha llevado a creer que la vida humana es un don inestimable, el más alto de cuantos hay sobre la tierra, pero justamente para nosotros, los humanos: no creo que las plantas se interesen por ello, ni los otros animales que devoramos para sobrevivir, ni el cosmos como tal, al menos hasta donde sabemos.

Creo en los derechos humanos, aunque no como si fueran eternos y nos precedieran, es decir, no como si existieran antes de que nazcamos: son entidades que nosotros mismos hemos creado. Como pragmatista, creo que son el producto de una afortunada conjunción de esfuerzos y azares históricos de diversos pueblos, de millones de congéneres, cuyo resultado es un edificio de creencias sancionadas en textos como la Carta de los Derechos Humanos: pero se trata de creencias en las cuales vale la pena creer, o, parafraseando a James, tenemos la voluntad de creer en ellas (the will to believe). No podría articular una teoría racionalista al respecto, preferiría hablar de sentimientos morales, de simpatías y aversiones, de sensibilidad al percibir el sufrimiento o la alegría de los otros, un poco a la manera en que los describe Richard Rorty.

Todo lo anterior viene a cuento por lo siguiente: autores como Samuel Huntington señalan que existe un choque de civilizaciones, que los islámicos jamás se entenderán con los cristianos, y que japoneses y chinos no llegarán nunca a un trato mutuo de pares que se respetan en su diferencia. Huntington dice que las guerras son más probables entre países pertenecientes a civilizaciones diferentes que entre aquellos que poseen elementos culturales comunes. Digamos, es más probable una guerra entre Irán y USA que entre Inglaterra y Francia o entre Colombia y Venezuela. Desde este punto de vista, se intenta explicar la guerra entre Israel y los islámicos como un choque entre civilizaciones. También se podría argumentar que una guerra entre Israel y un país cristiano es más difícil dado que Jesús era judío, y que gran parte del acervo cultural de los cristianos reposa en Jerusalén y Belén. Sin embargo, hay muchos sirios, palestinos y libaneses cristianos, y ello no les ha evitado uno que otro cañonazo en el conflicto reciente, lo que los analistas militares llaman –tristemente- daño colateral.

Si se plantea el conflicto armado del Medio Oriente desde el punto de vista cultural, tal conflicto parece irresoluble, y no tengo claro si esa era la intención del Huntington asesor del Departamento de Estado: armémonos contra ellos, que jamás nos entenderemos, no tenemos creencias en común. Esto se puede argumentar –aunque acaso falazmente- porque pareciera que las culturas no suelen fáciles de conectar, al punto que pueden llegar a ser casi inconmensurables, según ciertos enfoques, La cultura es un producto social, pero para un individuo, el idioma, la religión y su fe civil pueden ser herramientas básicas para moverse y sobrevivir, una especie de sistema operativo sin el cual su cuerpo no podría ser en el mundo. El miedo a perder ese sistema operativo, a que le entre un virus de otra cultura, puede tornar angustiosa la labor de conectar las diversas culturas. Ello es aun más arduo si yo no estoy interesado en buscar puntos de encuentro porque considero que mi cultura es superior, lo cual es el caso –lamentablemente- de mucha gente en ambos bandos.

Contra consecuencias lógicas del tipo Huntington ‘armémonos contra ellos que jamás nos entenderemos’ de parte de Occidente, pues el Islam va a reaccionar de la misma manera: ‘armémonos nosotros también y partámosles el alma pero sobre todo los cuerpos’. Con la diferencia cultural de que un occidental de orilla como yo valora la vida humana como el más alto don (y este es mi artículo de fe) pero un islamista la puede despreciar e inmolarla en aras de su fe religiosa. Esta diferencia cultural es la que tiene aterrados a los occidentales, que tienen armas nucleares desde los ’40, pero que hasta ahora sólo las han usado contra Japón al final de la II Guerra Mundial. Pero: ¿qué pasaría si islamistas que no valoran la vida como nosotros las tuvieran? ¿No las lanzarían entre carcajadas contra Tel Aviv, París y Nueva York aunque sepan que de retorno les van a disparar una hecatombe nuclear que va a acabar con ellos y con millones de inocentes que están cerca de ellos sin tener responsabilidad de los actos de los fundamentalistas?
Visto que el camino de Huntington conduce al Armagedón, busquemos otro. Deconstruyamos a Huntington: ¿realmente las civilizaciones no tienen ningún valor en común? A simple vista, uno constata que no están en contra de la comida, el agua, la vivienda ni la tecnología, pues a ninguno le asquea un buen cohete, un buen fusil de asalto ni las tecnologías de la comunicación para sus fines. ¿Pero hay algo más? Parece que sí. Durante más de una década, Ronald Inglehart se ha dedicado a realizar una encuesta mundial de valores (WVR) en la que ha tratado de escudriñar las tendencias y preferencias de los ciudadanos de más de 80 países en temas como la democracia, la paz, el progreso, la familia, etc. Justamente, los valores que autores como Huntington dice que son inconmensurables entre las civilizaciones. ¡Oh, paradoja! La valoración por la democracia, la paz y la familia, es bastante uniforme alrededor del mundo, e incluso en muchos países árabes la valoración de la democracia es mayor que por ejemplo en Inglaterra. ¿Dónde se evidencian diferencias? Cuando se llega a los temas de la sexualidad, el aborto, la homosexualidad, el matrimonio, en los cuales hay fuertes interdicciones en el campo islámico. Pero estas no parecieran diferencias suficientes como para generar una guerra, independientemente de que uno deplore cierto integrismo capaz de lapidar a una mujer acusada de adulterio en Sudán, o que prevea la pena de muerte contra los homosexuales.

Los valores comunes suelen ser compartidos por los centristas de ambos bandos, es decir, por los que usualmente tienen menos poder de decisión. Pareciera que la política exterior, al ser conducida por extremistas, llega inevitablemente al uso de la teoría realista que comentamos en el artículo pasado. Centristas como Clinton, Yitzak Rabin, Simón Pérez o el Arafat presidente, han quedado de lado.

El extremista exacerba las diferencias, el centrista suele hacer énfasis en los puntos en común en búsqueda de acuerdos para garantizar la paz. Dado que el camino de los extremos a la manera de Huntington conduce al Armagedón, pareciera que una posible solución podría estar más bien cerca del centro.

Según lo dicho, para lograr acercamientos de paz habría que fomentar esos valores comunes de paz, familia, democracia y tolerancia y que los ciudadanos de cada país o civilización se enteraran de que al otro lado de las barricadas existen seres humanos con valores bastante similares a los suyos propios, esto es, habría que despertar sentimientos de curiosidad cultural, de ganas de saber quién es el otro, lo que quizás al final podría generar cierto sentimiento de simpatía que haga más difícil la guerra, porque –incluso según Huntington- es más difícil hacer una guerra contra alguien que forma parte del ‘nosotros’. Los novelistas como Naguib Mafouz, los periodistas como Kapucinsky, los poetas, los músicos, suelen ser buenos para despertar esos sentimientos, y un poco menos eficaces suelen ser los teóricos políticos y los filósofos morales: aquéllos pueden contar historias sentimentales capaces de hacer que los ciudadanos de un país se pongan en el pellejo del otro. Los últimos teorizan sobre lo que es bueno o lo que debería ser, pero sin sentimientos que muevan al accionar: esto debería entenderse como compasión, que no es lo mismo que conmiseración, pues en latín compasión significa también co-patiens, que puedo padecer el dolor del otro, con el otro. Los políticos y sus asesores en muchos casos son peor remedio que la enfermedad.

Los medios de comunicación juegan un rol fundamental (¿fundamentalista?) en la medida en que pueden informar acerca de lo que hay del otro lado, siempre que gobiernos extremistas no los amordacen. La BBC es un buen ejemplo de un medio capaz de poner a hablar a ambas partes, en vez de tomar partido unilateralmente por occidente.

Pero en esto el papel decisivo lo juegan los ciudadanos de cada país. Si el centro se deja imponer políticas guerreristas por parte de minorías radicales en el poder, no hay solución. Sólo el pueblo de los Estados Unidos puede elegir un Presidente moderado que no los conduzca a la guerra preventiva permanente ‘contra el terrorismo’. Sólo los israelíes pueden elegir un primer ministro y una Knesset moderada que –sin poner en peligro la seguridad del Estado- sea capaz de llevar adelante una negociación para, p.e., lograr la paz en función de las fronteras de 1967 como estaba previsto. Y sólo los palestinos y los libaneses le pueden poner un parao –mediante el rechazo- a la guerrilla del Hezbolá que los usa como escudos humanos.

Eludir las diferencias culturales no es fácil. Pero si nos quedamos en el campo cultural únicamente, el conflicto pareciera irresoluble. La atenuación de las diferencias, el subraye de los rasgos comunes, podrían sacar la pelota del ámbito de la resolución exclusivamente militar y devolverla al campo político, donde mediante negociación, toma y daca, se podría llegar a algún tipo de acuerdo, como los que se han suscrito un par de veces y que han sido saboteados por los extremistas de parte y parte.

Justicia
¿Qué criterio de justicia se podrían plantearle a estas guerras que a ambas partes les parecen justas y hasta santas? No es fácil discernirlo, y lo he discutido con un escrupuloso e informado lector, Jonathan Ben-Mose, quien me ha escrito para expresarme algunas críticas bien fundamentadas luego de aparecido el primer artículo, lo cual le agradezco públicamente. Como yo empezaba diciendo que por los dos soldados israelíes secuestrados ya iban en ese momento doscientos muertos del otro bando –cien por cada uno- Ben-Moshe me preguntaba si el criterio de justicia debería ser aritmético, p.e., uno por uno, y si lo que me parecía injusto era la desproporción numérica. No me parece que la aritmética sea lo más adecuado para una teoría de la justicia, porque me recuerda la Ley del Talión del Antiguo Testamento: ojo por ojo y diente por diente, aunque introduciendo alguna regla exponencial o aritmética, dependiendo del caso. Además, esa regla aritmética del Talión tiene el problema de que pone en un mismo plano tanto al terrorista suicida y al soldado en armas como a los civiles inocentes que mueren de parte y parte.

Debo reconocer que en algunos casos extremos no queda otro recurso que el llamado realismo: si el gobierno del Líbano no puede controlar a unos guerrilleros que incluso les mataron al Primer Ministro, ¿a quién puede recurrir Israel para que esos guerrilleros dejen de bombardear el norte de su país? A nadie excepto a sí mismos. El alto valor que le otorgo a la vida me hace entender que los israelíes estén preocupados por la vida de sus ciudadanos. El deber de su Estado es proteger la vida de esos ciudadanos, antes que la fe o las creencias culturales de un grupo extranjero por muy valiosas que puedan parecer: primero nuestros ciudadanos, y los demás que se pongan en la cola.

¿Es valiosa la vida de los libaneses y palestinos? Claro que sí: y tanto como la de los israelíes, decimos nosotros que vemos el conflicto desde afuera. Pero en este punto debemos retomar la diferencia entre civiles inocentes y soldados y guerrilleros en armas.

Pareciera justo que Israel defienda la vida de sus ciudadanos, y pareciera coherente una política destinada a desarmar a los agresores del Hezbolá en busca de la seguridad del Estado que defiende la vida de los ciudadanos. Pero no es lo mismo un guerrillero del Hezbolá en armas que un civil libanés. El primero, se ha armado y se ha puesto en pie de guerra para matar no exclusivamente a los soldados, sino preferentemente a los civiles que están bajo protección del Estado israelí. Si los misiles del Hezbolá estuvieran dirigidos contra las bases militares israelíes, podríamos pensar en algo parecido a una guerra. Pero dado que son disparados a granel sobre asentamientos civiles, estamos ante un acto de terrorismo, porque lo que se pretende es aterrorizar a los ciudadanos vecinos más que derrotar militarmente al Estado enemigo. Ciertamente, al norte de Israel ha habido montones de bajas civiles, que pareciera que no tienen derechos humanos para cierta prensa europea. Como decía Jean-Francoise Revel en uno de sus últimos libros, La Obsesión Antiamericana, para cierta prensa europea –sobre todo francesa- sólo los terroristas torturados en Guantánamo –tortura que deploro- tienen derechos humanos, y salen montones de manifiestos defendiendo los derechos de esos humildes islamistas que han sido confinados a ese gulag caribeño. Pero nadie sale a defender los derechos de los occidentales degollados delante de una cámara por los miembros de Al-Qaeda, quienes luego, gentilmente, le envían una copia del video por Internet a los familiares del asesinado. No los defienden porque se trata de norteamericanos, a quienes odian pero sobre todo envidian. Lo mismo pasa con los civiles israelíes muertos por los cohetes Katiuska.

¿Tienen derechos humanos los guerrilleros? Supongo que sí, sobre todo después que se han rendido y depuesto las armas. Mientras están disparando a matar, no pueden esperar que les disparen balas de salva. Es igual que con un delincuente que ha asaltado un banco: si dispara contra la policía, seguramente será abatido. Pero una vez que se rinde y es esposado, si la policía le entra a patadas, si lo tortura, si lo fusila en un rincón apartado, si lo desaparece, estamos ante una violación de derechos humanos. Del mismo modo, si la policía al disparar contra el asaltante mata no sólo a un asaltante sino a diez vecinos, está asesinando inocentes, y ese es el problema de esta intervención israelí: pese a su altísima tecnología bélica, están matando civiles inocentes, y eso es lo que le reprochan con justicia los sectores progresistas de occidente.

¿Podría existir un punto de Arquímedes en la intervención israelí? No soy experto en temas militares, pero el ejemplo policial podría servir. En el caso del asaltante, se trata de reducirlo a él, no de matar a los vecinos inocentes cuyo único delito es vivir al lado del banco. La policía, en esos casos, suele despejar el área, para que las balas del asaltante y las de la policía tengan menos posibilidades de herir a terceros. Claro, en este caso estamos ante una situación de asalto al banco con rehenes, dado que Hezbolá usa escuelas y hospitales en el Líbano como depósitos de armas, convirtiendo a los pacientes y a los niños en rehenes, en escudos humanos. En casos como éste, se han desarrollado técnicas que los israelíes conocen como nadie en el mundo, pues son expertos en la lucha contra comandos terroristas que han tomado rehenes, como se mostró en Entebbe. Claro que no es lo mismo despejar una cuadra en Manhattan o Caracas donde un asaltante ha tomado un banco con rehenes que hacerlo en territorio extranjero donde la mayoría te odia. Pero al menos, los helicópteros pueden pasar advirtiendo, soltando panfletos, antes de los ataques aéreos: que la población civil se dirija hacia el corredor humanitario, y que no se dejen manipular por los guerrilleros. Si los guerrilleros disparan contra los civiles que huyen como si fueran desertores, van a perder enseguida el apoyo popular que puedan tener, y los libaneses se van a alegrar de que saquen de su territorios a un grupo de facciosos armados desde Irán, que tienen a Beirut convertida en ruinas, en aras de una versión de la revolución islámica pan-árabe que parece una reedición del imperialismo persa de Ciro, aunque en la interpretación de los ayatolas.

Claro, el peor error que puede cometer Israel, y le está pasando en muchos casos, es ser indiscriminado, y bombardear sin mirar dónde, por simple flojera, por desdén de la vida de los civiles, o porque la rabia les hace posponer los informes de inteligencia: mejor disparo y luego pienso. Bombardear autobuses que circulan por el corredor humanitario dejando decenas de víctimas civiles no es un acto heroico, sino una cobardía o un error brutal. Es exactamente lo mismo que les ocurre a las tropas norteamericanas en Irak: en medio del caos, en medio del no saber qué hacer debido a los errores de cálculo de su dirigencia, los soldados terminan disparando a ciegas, y matando civiles, actos que luego son detalladamente reseñados, fotografiados, filmados y publicitados por la prensa anti-norteamericana.

Pero otro problema es que la nobleza obliga: suponga que me creo el argumento de que mi civilización y mi país son superiores a los árabes. Entonces, tengo que demostrarlo, al menos en los parámetros que yo mismo utilizo para hablar de mi superioridad: respeto a los derechos humanos, valorar la vida humana, proteger a los inocentes. El esfuerzo que tienen que hacer en estos casos países como USA o Israel es colosal, es doble, triple, pero inevitable dado el rasero con que ellos mismos quieren que los midan las demás naciones.

En resumen, una reducción de las iniquidades en la intervención israelí debería pasar por entrar si no queda otro remedio, neutralizar a los guerrilleros del Hezbolá, destruir sus bases y sus recursos, y ser sumamente cuidadosos, extremadamente cuidadosos, de no matar a los civiles inocentes que el Hezbolá usa como escudos humanos. Si tal hicieran, tal vez hasta los recibirían con agradecimiento, como suponía USA que los iban a recibir a ellos en Bagdad, y como pasó hasta que comenzaron a cometer tantos errores ‘colaterales’.

Los palestinos y libaneses, por su parte, tienen la ardua labor de consolidar sus respectivos Estados (eso pasa porque la derecha israelí finalmente reconozca el derecho de los palestinos a un Estado) para poder controlar a los radicales suicidas que ciertamente matan a quienes los ciudadanos ingenuos de Palestina y Líbano pueden considerar sus enemigos prima facie: pero con la desventaja de que mueren usualmente civiles israelíes –eso no desmantela la fuerza militar judía- y más bien termina por legitimar las posiciones extremas de la derecha israelí, que generan este péndulo de agresiones terroristas – intervención militar que se transforma en genocidio sin querer o queriendo – y vuelta a las acciones suicidas-
Finalmente, como decíamos antes, sólo el centro, los ciudadanos sensatos de ambos bandos –que no dudo son la mayoría en muchos casos- pueden ponerle freno a este suicidio no eligiendo a los más belicosos sino a los más serenos y mejor dotados políticamente.

Otras consideraciones políticas las dejamos para después, para nuestro artículo síntesis que aparecerá en Analítica Premium hacia el 15 de agosto.

* Filósofo y politólogo. Coordinador del Proyecto Democracia del CIFH-UCAB.

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