Opinión Internacional

La elección chilena

Chile ha votado libremente. Parece obvio, pero no lo es. No sólo los electores decidieron, sino que las condiciones del proceso electoral fueron libres: medios de comunicación libres, no interferencia del poder militar, entre otras cosas. El debate público fue posible.

Uno de los elementos de la democracia es elegir un jefe de Estado, pero no es sino uno de ellos. Las democracias que se han dado en llamar «iliberales» presentan esa elección como un señuelo, pero están desprovistas de casi todos los otros elementos que dan consistencia a la democracia. Ésta es una diferencia crucial entre la elección chilena y la que afronta el Perú.

En Chile, acaso la primera causa del estrecho resultado haya sido el desgaste gubernamental. La Concertación ya sobrepasó la década de gobierno y en su último tramo, además, la economía sufrió el embate de una crisis internacional.

Pero una segunda causa ha sido la eficaz campaña de Joaquín Lavín. La suya no fue una prédica ideológica sino, por el contrario, una expresión de que la política parece haber entrado a una etapa postideológica. Es un fenómeno casi universal. En su última edición, «Time» señala precisamente que los aspirantes a suceder a Clinton, tanto demócratas como republicanos, han tenido que copiar su estilo de micropolítica.

Esto último no debería oscurecer el hecho que, a diferencia de lo que ocurre en casi todo el resto de América Latina, Chile es un país segmentado, dividido en dos grandes campos, que para efectos didácticos llamaremos izquierda y derecha.

¿Por qué en Chile sí pudieron organizarse grandes coaliciones, en uno y otro campo, mientras en el Perú la oposición fue incapaz de hacerlo?

La primera explicación es que en Chile esas coaliciones se apoyaron sobre esos campos: tradiciones longevas, por más que se presentaran con estilos nuevos. Desde comienzos de la República, en Chile combaten «pelucones» y «pipiolos». Así, Chile proyecta una división política parecida más a la de Francia que a la de otros países latinoamericanos.

Sin embargo, dado que hablamos de la política postideológica, las diferencias entre esos dos campos son más de talante que de profundas diferencias doctrinarias o de política económica. Todos reconocen como crucial la cuestión de la equidad: ¿Cómo puede hacerse para que el crecimiento sea compartido por todos?

En el caso del Perú, donde la oposición no pudo o no quiso unirse, ¿hasta qué punto la oposición es oposición?

De hecho, la sensación que existe es que nadie ha ofrecido una visión alternativa a la corriente representada por la gestión de Fujimori. Sus episódicos rivales forman parte, casi todos, de la misma cultura política del fujimorismo: fórmulas «light», aglomeraciones de individuos más que de organizaciones, presuntamente independientes aunque provengan casi en su mayoría de la política tradicional.

No deja de ser sintomático que ninguno de los principales contendores de Fujimori criticara claramente el golpe del 5 de abril de 1992.

No se ha estructurado todavía una alternativa a esa cultura política. El escenario está ocupado transitoriamente por un teatro de individualidades, sin ataduras ni responabilidades con nadie sino con su propia figuración. En ese tránsito, entre la desestructuración de la política tradicional y las alternativas tampoco estructuradas, Fujimori gobierna, suspendido sobre un vacío; un vacío que, curiosamente, es el que le da su fuerza.

En Chile no se ha debatido, casi, sobre el octogenario «paciente inglés», Augusto Pinochet Ugarte. Han debatido sobre dónde deberá ir Chile en el siglo XXI. Porque una elección no es acerca de lo que se ha hecho, sino primordialmente acerca de dónde quiere conducirse a un país. Fujimori desea fervientemente apoderarse de la idea de futuro, y desacreditar a todo eventual rival asociándolo con dos desastres: la política económica de Alan García y el terrorismo. Pero lo hace porque, como Pinochet, es ya, esencialmente, pasado. Aunque la oposición no sepa demostrárselo. Es verdad que es difícil demostrárselo, porque, a diferencia de Chile, la esfera pública está agresivamente dominada por el Gobierno, como lo prueba la increíble conducta de la televisión abierta.

Frente a este opaco escenario, es díficil no recordar con tristeza lo que en una de las obras imperecederas de la cultura peruana, «Paisajes Peruanos», escribiera Riva-Agüero: «Y para el alma del Perú, que duerme en las sublimes moles, aguardando la hora del destino, ¿qué significado ha de tener la presente vida política, pobre entremés, largo e insípido intervalo entre dos dramas, farsa sin ideal, sin empuje y sin mañana?».

Pero acaso sentían lo mismo los chilenos antes de que la democracia, que tuvo este domingo otro de sus nobles jalones, volviera a su país.

Tomado de (%=Link(«http://www.elcomercioperu.com.pe/»,»El Comercio»)%) del Perú

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