Opinión Internacional

La garantía internacional de los derechos humanos y el ridiculo del parlamento venezolano

Comentar el tema del régimen internacional de los Derechos Humanos (DD.HH) y la concepción atrasada y equivocada que de él tienen el gobierno venezolano y sus palafreneros en la Asamblea Nacional, se ha vuelto el pan de cada día, habida cuenta de las arbitrariedades y violaciones cotidianas que experimentamos.

El último desaguisado cometido por el gobierno es el impedimento puesto a la entrada al país de Lech Walessa, Premio Nobel de la Paz, quien participaría en unos eventos relacionados con los DDHH en la Universidad Central de Venezuela.

Como siempre, cuando se trata de un pronunciamiento condenatorio dirigido al gobierno venezolano que provenga de una personalidad, de una ONG o de órganos internacionales como los parlamentos europeo o de MERCOSUR o la Comisión Interamericana de los DDHH, el ritornello que nunca falta es el discurso de la soberanía mancillada que acusa a factores dirigidos por el demonio imperialista.

Nunca se discute el fondo de la violación, ni mucho menos si tal pronunciamiento tiene o no base jurídica; sin analizarlo, se le replica simplemente porque estaría inmiscuyéndose en los asuntos internos. Para tal fin, el mantra de la palabra soberanía basta, y escudándose en ésta, se actúa de la misma forma que lo han hecho todos los tiranos del mundo, como Pinochet, que cuando fue detenido y enjuiciado en el Reino Unido por orden de un juez español, y en virtud de delitos cometidos en Chile contra ciudadanos de varias nacionalidades, se arropó con el principio de la soberanía.

Con ocasión de la reciente decisión legítima y legal adoptada por el Parlamento Europeo (PE), repudiando, por un lado, las inhabilitaciones políticas inconstitucionales en nuestro país, y por otro, la expulsión arbitraria del director de Human Rigths Watch, la reacción de los diputados bolivarianos, cual Pinochet, ha sido la de siempre: acusación de injerencia en los asuntos internos de la República, que estaría siendo perpetrada por un ente al que no le correspondería pronunciarse sobre tales violaciones.

Está posición está abiertamente a contravía tanto de los principios como de las normas internacionales sobre los derechos humanos, sobre todo, porque aquella declaración se inscribe precisamente en este marco ético y normativo.

Michael Walzer, un reputado filósofo de izquierda, ha dicho en reiteradas oportunidades que el mundo moral se ha globalizado y agrega que “existe una voluntad creciente de intervenir más allá de las fronteras en caso de violación radical de los derechos humanos”.

Esta profunda convicción ya forma parte del espíritu que anima el pensamiento moderno y la conducta de los gobiernos civilizados. El tema de los DD.HH no es más un asunto de carácter estrictamente nacional, trasciende las fronteras político-territoriales, de allí que con base en esa filosofía se han derrumbado principios absolutos como los de soberanía o no intervención. Incluso, el mismo sistema normativo de las NNUU, bajo ciertas circunstancias, admite la intervención.

Hoy, la soberanía absoluta está incluso moralmente cuestionada, a causa de los DDHH.

Pero no es sólo en el campo de los principios que se ha levantado el régimen, sino también sobre el de las normas nacionales e internacionales, las cuales conforman un solo ordenamiento jurídico trasnacional. Allí está contenida una tipificación de delitos e igualmente procedimientos muy concretos para castigarlos. Se ha instaurado, además, una jurisdicción planetaria para la persecución de tales crímenes, vigente, también, en Venezuela.

En nuestro país están en vigor: la Carta de las Naciones Unidas (1945), la Declaración Universal de los DD.HH (1948), los Pactos internacionales de 1966, la Convención Americana sobre los DD.HH de 1969, la Convención por la que se crea la Corte Interamericana de los DD.HH (1969), la Carta Democrática Interamericana (2001), la Carta Andina para la Promoción y Protección de los DDHH (2002), y el Protocolo de Ushuaia de MERCOSUR. Por otro lado, Venezuela ha suscrito el tratado de creación de la Corte Penal Internacional (1998).

Todos estos instrumentos de legalidad internacional que constituyen una revolución jurídica sin precedentes, establecen compromisos obligatorios para nuestro país, que implican una garantía para todos los individuos de que sus derechos civiles, económicos, políticos y sociales serán respetados, independientemente de la nacionalidad de aquellos.

Así pues, luego de constatar esta batería de instrumentos jurídicos internacionales, sin mencionar las disposiciones constitucionales y legales nacionales, resulta incomprensible la posición de vestal ofendida asumida por los representantes del Parlamento nacional frente a la declaración del PE.

A los diputados del PE los asiste el ordenamiento jurídico internacional de los DD.HH, tanto para este caso como para cualquier otro.

Pareciera que los diputados venezolanos o ignoran la vigencia plena de tales principios y normas de naturaleza universal, así como el derecho que tiene cualquier ciudadano del mundo de expresar sus opiniones, o por conveniencia política, la critican.

Estamos convencidos de que si el PE hiciera una condenatoria similar en contra de G. Bush o Álvaro Uribe, veríamos al diputado Saúl Ortega, sin ningún pudor, brincando en una pata, celebrando la moción y olvidándose de su discurso soberanista.

¿O es acaso mentira que a menudo la Asamblea Nacional, siguiendo la costumbre intervencionista del Presidente, adopta posiciones inmiscuyéndose en asuntos de otros países, que pudieren ser calificadas con mayor razón de violatorias de la “sacrosanta” soberanía porque ni siquiera tienen que ver con los DD.HH?

Así la cosas, nuevamente vemos cómo la mediocridad y la deshonestidad hipócrita de nuestro parlamento se evidencian en toda su magnitud, produciéndonos, como venezolano, una sensación de profunda vergüenza. Definitivamente, es inagotable la capacidad de hacer el ridículo de estos “elementos” que dicen representar al pueblo venezolano, cuya legitimidad, por cierto, se deriva de haber sido elegidos, en su conjunto, por menos del 20% de la población.

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